Dante y el espectáculo infernal

por Andrés Kusminsky

 

Infierno VIII se abre mostrándonos el enorme talento de Dante para imaginar y para representar: las dos llamas que se encienden en la torre y la otra llama que contesta a la distancia, poniendo ante nuestros ojos toda la extensión oscura del lago Estigio, en donde están sumergidos los iracundos. Después, la aparición de Flegias, que vemos llegar oníricamente, con la velocidad de una flecha. Después, la descripción de Dante y Virgilio subiendo a la barca, que se hunde más de lo acostumbrado porque Dante tiene peso, es un cuerpo vivo, no una sombra.

            Mientras están cruzando el lago un condenado se alza y trata de subirse a la barca. Está todo cubierto de barro pero Dante lo reconoce, es uno de los viejos jefes de una familia enemiga de Dante, Filippo Argenti. Venimos de dos cantos –VI y VII– algo expositivos, Dante nos había presentado, como premisas para desarrollar luego, los dos grandes temas de su pensamiento histórico: el problema de la guerra civil y el involucramiento de la Iglesia en el mundo de los poderes y los bienes temporales. Ahora volvemos a la fantasmática personal de Dante. La familia de Filippo Argenti va a ser responsable del exilio de Dante y de la confiscación de sus bienes. Los temas que en VI y VII eran abstractos se encarnan en el fantasma de uno de los iracundos. Lo que sigue es muy interesante, como un sueño en el que Dante satisface un deseo. Pero no, como en Infierno IV, un deseo narcisista –Dante se ha incluido en la bella scuola, el sexto entre los grandes poetas de la antigüedad: Homero, Virgilio, Horacio, Ovidio, Lucano– sino un deseo de venganza.

 

Y yo dije: “Maestro, quiero verlo
hundirse en este horrible lodo
antes de que la ciénaga crucemos” 

“Tu deseo ha de verse saciado”,
me dijo, “antes de estar en la otra orilla:
es justo ese deseo ver cumplido”. 

Poco después vi que papilla
lo hacía la enchastrada gente:
y a Dios se lo agradezco todavía;
todos gritaban: “A Filippo Argenti!”
y en medio el iracundo florentino
se atacaba a sí mismo con sus dientes.

 

            Morbosamente, Dante tiene gran deseo de ver el sufrimiento de Filippo Argenti y se lo expresa a Virgilio. Virgilio aprueba. Lo que viene después es una especie de linchamiento. La escena infernal tiene mucho que ver con el humor físico, chabacano y grotesco de un género muy popular en la época, el fabliau francés. Nosotros tenemos en el cine un género que está en una zona muy similar, lo que en inglés se llama slapstick comedy –las películas de Chaplin y Buster Keaton, por ejemplo, pero también las torpezas de Phil Dunphy en Modern Family. Filippo Argenti trata de subir a la barca para salir del lago de barro, en cambio encuentra a sus antagonistas, que vuelven su situación aún más menesterosa: el episodio termina con una escena en donde un montón de gente enchastrada aporrea al villano, gritando su nombre.

            Dijimos que Dante tiene gran deseo –molto sarei vago– de ver el sufrimiento de Filippo Argenti y Virgilio lo aprueba. Es un momento raro, como una caída, algo que no tiene que ver con él: Virgilio es el poeta del estilo sublime y épico que Dante admira como un gran sabio, pero la escena que desencadena –es Virgilio el que empuja a Filippo Argenti, permitiendo que lo aporreen después– también lo degrada a él, lo convierte en un personaje cómico. El altísimo poeta no sale de ese registro tampoco en Infierno IX, porque el correlato del episodio anterior es que ahora, después de que Flegias los deje en la otra orilla, junto a la torre que antes habíamos visto de lejos, unos demonios le cierran la puerta de Dite en la cara. Hay una pérdida total de dignidad.

 

“Así y todo nosotros venceremos”,
me dijo, “salvo que… pero si lo dispuso…
¡Cómo tarda en llegar aquel que espero!”

 

            Dante nota que Virgilio disimula su inutilidad. Con indirectas, él mismo disimulando, le pregunta si alguna vez entró al bajo Infierno. Virgilio se siente avergonzado, desautorizado, tiene que dar explicaciones que Dante solo escucha a medias, porque ahora ve a las Furias en la cima de la torre, Megera, Alecto y Tisífone, con sus cuerpos monstruosos. Dante tiene tanto miedo que se abraza a Virgilio –seguimos en la convención cómica– mientras ellas invocan a Medusa para que convierta a Dante en piedra. Entonces llegamos a un momento extraño de la Divina Comedia:

 

“Cubre tus ojos, vuélvete de espaldas,
que si se muestra la Gorgona y tú la ves,
de regresar no habrá esperanza”,
dijo el maestro y me giró después
y no confió sólo en mis manos
y con las suyas me cubrió también. 

Ustedes que poseen el juicio sano,
contemplen la doctrina que se oculta
detrás del velo de los versos raros.

 

            Cuando parece que viene Medusa, Virgilio le dice al peregrino que no mire, le pone la mano delante de los ojos, le oculta a Medusa. Dante, a su vez, oculta algo debajo de los versos raros. ¿Por qué pasamos tan bruscamente a un lenguaje alegórico? ¿Los versos raros son los anteriores, o los que siguen, o todo el canto, o todo el poema? Creo que lo que está e juego es un elemento esencial de la poética del Infierno. Para acercarnos, podríamos empezar con otra pregunta. ¿Por qué fue, desde el principio, tanto más leído, tanto más famoso, tanto más popular el Infierno que el Purgatorio y el Paraíso? ¿Por qué lo sigue siendo ahora? Dante no podía desconocer la morbosidad, el gran deseo de ver el espectáculo infernal con que muchos lectores se acercarían a su poema. De hecho, muchos siguen pensando al Infierno como un desquite personal de Dante contra sus contemporáneos –Dante llegó poner en el Infierno a personas que estaban vivas, argumentando, en contra del dogma, que el alma podía descender aunque el cuerpo estuviera arriba, vivo, poseído por un demonio. Como si el poema fuera la sofisticada estilización de un largo sueño de venganza.

            Pero no es eso, justamente no es eso. De hecho, casi todas las figuras con las que el peregrino se encuentra ponen en crisis, de algún modo, la topografía moral que el poema pretende mostrarnos. Dante rara vez no siente empatía por los fantasmas de los condenados. El episodio de Filippo Argenti y su correlato alegórico en el episodio de Medusa dramatizan, entonces, un problema crucial en la representación del infierno. El morboso deseo de ver el sufrimiento de Argenti tiene como contrapartida directa la censura, la prohibición de ver a Medusa. Por un lado, se nos exige que pasemos de la letra al símbolo. Esa vocación del poema no podía sorprendernos, el propio Dante escribe sobre el tema en distintos tratados. Pero Dante vuelve a tratar el tema justo ahora, el marco es este claro díptico que conforman Infierno VIII y IX. Lo que se esconde detrás del velo de los versos extraños, en que tantos scholars han naufragado, parece iluminarse si unimos estos dos contextos. Dante se propone y nos propone una ética de la escritura y de la lectura: poeta y lector deben estar atentos, no caer en los bajos placeres de la espectacularidad del sufrimiento.

            Otro contexto relevante: Dante puede tener en mente un momento de las Confesiones de San Agustín, del libro VI. El protagonista del episodio es Alipio, alumno de San Agustín. Alipio se encuentra en la calle con unos amigos que lo quieren llevar al Coliseo, él se resiste –su maestro lo había convencido del horror del circo romano– pero no hay caso, lo arrastran. Alipio promete, se promete, mantener los ojos cerrados para ausentarse con el espíritu. Consigue hacerlo durante cierto tiempo, pero de pronto escucha los gritos del público y no puede contenerse, abre los ojos y ve cómo uno de los gladiadores hiere al otro. Agustín dice que Alipio recibe en el alma una herida más grande que la que acaba de recibir el gladiador en su cuerpo. Se convierte en uno más entre esa multitud embriagada por el espectáculo de la crueldad. El episodio de Alipio pone en foco las dos dimensiones centrales de Infierno VIII y IX: las limitaciones de la voluntad –Dante necesita que Virgilio le tape los ojos porque él no podrá vencer sin ayuda su deseo de ver– y después, el statement más fuerte: el recorrido por el infierno no puede ser la satisfacción de deseos de venganza privados de Dante ni, para el lector, una entretenimiento bárbaro, una ocasión para disfrutar del espectáculo infernal.

            Sin embargo, Infierno sigue siendo más leído que Purgatorio y Paraíso, seguramente por las razones que Dante anticipaba. ¿Tenemos que salvar a Dante de sus propias posturas intelectuales para leer la Comedia? Dante ya era conservador en el siglo XIII, un neo-agustiniano rodeado de intelectuales proto-humanistas. ¿Por qué este poema extraordinario nos habla a nosotros, hipócritas lectores seculares del nuevo milenio, tanto tiempo después de la muerte de Dios? Lo que Dante nos dice es que el espacio que estamos recorriendo es simbólico. Para Dante el mal es su propio castigo y el bien su propio premio: qual io fui vivo, tal son morto, dirá Capaneo en Infierno XIV. Aunque el tema del poema es el estado de las almas después de la muerte, ese estado, y el episodio de Medusa lo subraya, es simbólico. Los muertos han perdido su libertad, ya no pueden hacer nada para cambiar sus vidas, están condenados a ser para siempre lo que fueron. La especificidad del castigo es un símbolo y un espejo. ¿Sufren un martirio menor los golosos descuartizados por Cerbero (Infierno VI) que los hipócritas, caminando lento bajo sus capuchas infinitamente pesadas (Infierno XXIII) o que los traidores, sumergidos en el lago de hielo (Infierno XXXII)? Aunque la transgresión es cada vez más grave, aunque la infelicidad es cada vez mayor, no hay gradación de la pena, sino especificidad. El Infierno no es un crescendo de sadismo. Como la transgresión implica su propio padecimiento, no se trata de castigar, sino de encontrar una imagen. Y sobre todo: el poema no nos exige creer en la factualidad del infierno, del purgatorio, ni del paraíso para que esos espacios le hablen a nuestra imaginación y a nuestra inteligencia. La Divina Comedia es una colección de fascinantes micro biografías y, a la vez, un gran poema sobre el orden del mundo. Pero ese orden está hecho de lenguaje, es un orden simbólico.


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