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Libro de las flores – Alberto Silva

Libro de las flores – Alberto Silva

Hace algunos meses salió un libro en el que vale la pena detenerse: Libro de las flores, de Alberto Silva (una de las personas que más saben en castellano sobre el zen y sobre el haiku y sobre la cultura japonesa). En una muy cuidada edición de la editorial cordobesa Las enredaderas, el libro es una especie de reflexión poética sobre la relación entre el zen, la poesía y las flores. Está lleno de felices versos y poemas, sobre todo de la tradición japonesa, sí, pero también de Shakespeare, de Sylvia Plath, de Yves Bonnefoy, de Pedro Salinas. El libro está estructurado en tres partes: primero una suerte de introducción general y después dos partes tituladas “hacia el zen” y “desde el zen”. Compartimos de manera caprichosa algunos fragmentos, con la ilusión de que la pérdida de organicidad se vea recompensada por algunas de las bruscas iluminaciones que son el corazón del libro:

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El Zen procede de modo similar a las flores. Esconde sus tesoros en páginas todavía no escritas, esperando que lo humano se le acerque a fin de recrearlo (por no decir: a rescatarlo). Porque al Zen es preciso buscarlo. Es preciso orientarse hacia el Zen. ¿Ir en tal dirección será aquello que llaman camino? Es lo que se pregunta la primera parte de este pequeño libro, trufado de poemas que buscan pintar flores con palabras.

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En japonés, kaku significa dibujar y pintar, sin distinción. Además, al escuchar , sabemos que puede referirse a muchas cosas: la palabra; el borrador de un texto como este; su tema o propósito; el hueco que se abre para entrar (y hacernos entrar) en un espacio amplio y dilatado; el gusto o amor por la escritura. Y si nos referimos al koto de las flores, podemos estar hablando de su materialidad, de las nombres que las designan o de la mente-corazón que las recibe y distribuye. Como ocurre a menudo, la lengua común japonesa viene en ayuda de la lógica del Zen.

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De la lengua volvemos a las flores. Dado que, como tímida corola, el Zen esconde con celo sus estambres, uno debe acercársele, manso, hasta que se abra en incontables pétalos, muchos más que un crisantemo o una rosa. Los que buscan de verdad se muestran atentos a esta necesidad de ir hacia las flores, igual que la invitación de este libro es a dirigirse hacia el Zen.

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Es entonces cuando el Zen habla. Por boca de Eihei Dôgen, patriarca fundador del Zen realmente existente, el que se vive y se practica en forma de zazen, meditación sentada. Porque las flores son bastante más que bonita representación o imagen placentera. Para el Zen son trasunto del tiempo y del lenguaje. Así va la segunda parte de este libro. Nos llega desde el Zen cuando al Zen se le da por hablar. De flores, naturalmente.

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A veces percibimos las flores exactamente como ellas lo exigen, si lo que de verdad deseamos es asistir al pleno despliegue de su energía en el ámbito personal.

Lo dice Ranko (蘭更):

sólo se escucha
caer camelias blancas,
noche de luna

                    

         白椿落つる音のみ月夜かな                     
         shirotsubaki otsuru oto nomi tsukiyo kana

 

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Luego capullos, de nuevo, que Onitsura (鬼貫) asocia a la presencia del silencio en nuestras cosas:

abre el oído,
somételo
al silencio de las flores

                    

 

         順ふや音なき花も耳の奥                         
         shitagau ya oto naki hana mo mimi no oku

 

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Muchas veces ocurre todo lo contrario. A veces rebajamos las flores a azucarillo ri(t)mado, o a ruidosa solemnidad. Con ignorante auto-satisfacción las dejamos ahí, desdeñadas, en abandono, sueños ajados de labriegos que renuncian a la tierra y se lanzan a volar por quimeras de pomposo engaño. Por suerte, en algún momento la tozuda realidad de las cosas simples siempre se acaba presentando, aquí de forma equina. Quiere poner algo de orden en el huerto, según Yosa Buson (蕪村):

flor roja de ciruelo
sobre bosta de caballo
(que arde)

                    

 

         紅梅の落花燃らむ馬の糞                         
         kôbai no rakka moyuran uma no fun

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También es de humanos reconocer que la preocupación por la tarea inmediata tal vez nos ausenta del pequeño milagro que teníamos delante. Issa Kobayashi (一茶) destila ironía compasiva, relatando simplemente lo que le pasa, lo que pasa:

arando el campo,
se limpia los mocos
con flores de ciruelo

                    

         畠打や手涕をねぢる梅の花                     
         hatauchi ya tebana wo nejiru ume no hana

 

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De buenas a primeras todos somos bonbu para el Zen: gente rústica, zonza, primaria, ignorante. Nos mostramos del todo ajenos a la inteligencia de las flores. Se nota cuando nos ufanamos en prodigar lo que sabemos (o creemos saber). Inútilmente parlanchines, dejamos de mirar alrededor. Nos volvemos indiferentes a las flores. Y estas se ocultan a nuestros ojos, invisibles a las miradas miopes.

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Entre restos del naufragio, en el mar de lo necio se agradece que, de pronto, surja un poeta sabio, Pedro Salinas. Aprende a escuchar el rumor de una flor, viene a decirnos; y cuenta lo que ella sabe:

¡Cuánto sabe la flor! Sabe ser blanca
cuando es jazmín, morada cuando es lirio.
Sabe abrir el capullo
sin reservar dulzuras para ella,
a la mirada o a la abeja.
Permite sonriendo
que con su alma se haga miel.

          ¡Cuánto sabe la flor! Sabe dejarse
          coger por ti, para que tú la lleves,
          ascendida, en tu pecho alguna noche.
          Sabe fingir, cuando al siguiente día
          la separas de ti, que no es la pena
          por tu abandono lo que la marchita.

          ¡Cuánto sabe la flor! Sabe el silencio;
          y teniendo unos labios tan hermosos
          sabe callar el “¡ay!” y el “no”, e ignora
          la negativa y el sollozo.

          ¡Cuánto sabe la flor! Sabe entregarse,
          dar, dar todo lo suyo al que la quiere,
          sin pedir más que eso: que la quiera.
          Sabe, sencillamente sabe, amor.

 

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Ricardo Peña Barrenechea parece responder desde el otro lado del Atlántico:

las flores de la noche se entreabren
con sólo aproximarse tu hermosura

Deja intrigado el verso de este peruano de la Generación de 1930. A los enigmas personales invitemos a sumarse a la amiga más antigua de las flores, la luna. Vale la pena intuir la situación. Amparadas en sombras, algo se traen estas mozas: noche, luna, flor, luz, poesía. Hmmm: toda una pandilla ronda por ahí. Las reúne la sed de libertad y de mostración. Pero, ¿qué pueden estar haciendo en tan seductora coincidencia? Y otra pregunta: las flores se predisponen para abrirse, sí, pero ¿ante la hermosura de quién o de cuál? ¡Un buen amante de las flores no para hasta aclararlo!

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El Zen (y la poesía del haiku, que en este punto le es afín en algunos autores) permite el despliegue de una experiencia realista de las circunstancias (in.nen) o mundo exterior, en forma de naturaleza. Esta no sólo nos envuelve. Antes que nada nos constituye: la naturaleza empieza ya en la configuración física de cada persona. Estamos en la naturaleza porque somos naturaleza.

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A menudo, tanto verdor nos supera. Nos sentimos a la intemperie, como Juan L. Ortiz. Perdemos las coordenadas y cada uno puede pensar, igual que Alfonsina Storni, soy esa flor perdida.

La intemperie (nozarashi, resume el haiku de Matsuo Bashô) es uno de los sentimientos más complejos y expresivos del Zen. En la mezcla de lo agradable y lo desagradable nos pasamos la vida alternando construcción y destrucción. Porque si es cierto que nos (re)construimos sin cesar como naturaleza (shô) mediante el renacer que auspicia el Zen, no es menos exacto que su práctica contribuye en nosotros a la continua destrucción (hakai) de bastante de lo que somos, pensamos, sentimos, decimos y percibimos como “mundo circundante”. Se trata de un despojo progresivo de certezas e imágenes: se engendra en nosotros la convicción de existir del todo abiertos al cielo infinito, monarcas desnudos sin resguardo ni techo.

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Vivir a la intemperie (Dôgen se vale de otro giro: abandonar la casa de la infancia) permite asimilar las circunstancias. Estas tienen al principio apariencia feroz, aunque se acaban revelando compasivas, más allá de la crudeza de la primera conciencia que tomamos de ellas. Y es aquí que se entiende aquel penetrante adagio de José Lezama Lima: deseoso es aquel que huye de su madre.

Hablemos claro: marchar (andar) y marcharse (despedirse) son el precio a pagar si uno quiere colmar el ansia de crecer. ¿Qué otra cosa podía haber hecho el propio Dôgen, doblemente huérfano a los dos y siete años de edad, cuando a los nueve ya enfilaba hacia un templo? Vivir es performar la ceremonia del adiós.

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El zazen opera una progresiva destrucción sin residuos (dice en otro texto Dôgen). Busca que flores nuevas nazcan sobre las mortecinas, en el terreno bien regado y abonado del corazón. Los tres mil años de la flor de udumbara se vuelven destello del momento presente, de un modo similar a como reflexiona el poeta Yves Bonnefoy:

Una posibilidad aparece sobre las ruinas de toda posibilidad… y toda cosa, trágica o apacible, se alza en el corazón sagrado del instante para una eternidad de presencia…