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El cazador celeste & Ovidio metamorfoseado

El cazador celeste & Ovidio metamorfoseado

por Nahuel Lardies

Uno de los ensayos más relevantes del número en papel de Hablar de Poesía #39 está a cargo de Roberto Calasso, escritor, ensayista, mitógrafo y editor italiano (Adelphi). Autor de una prolífica obra en la que su objeto de reflexión más sostenido, podría decirse, es el ritual que la mente lleva a cabo para pensarse a sí misma en el marco de un pensamiento sobre el mundo (religioso, secular, literario) y sobre la estructura inestable, valga la paradoja, de los sentimientos.

            Podría decirse también que la obra ensayística de Calasso viene a proponer una respuesta y a ofrecer una renovación. Una respuesta, me gusta pensar, a la pregunta que W.G. Sebald formula, en el primer episodio de su libro Vértigo (que trata de los años formativos de Stendhal): “[…] todavía un instante antes de salir dirigió una mirada a un lado, a su imagen reflejada en el espejo, y frente a sí mismo se planteó por primera vez aquel interrogante que le inquietaría durante los próximos decenios: ¿qué es lo que hace sucumbir a un escritor?”. El marco de esta pregunta se inscribe en lapso de tiempo que abarca la modernidad literaria, que va de 1789 a 1945: las dos columnas que sostienen su armazón historiográfica suceden en dos libros imprescindibles, Las ruinas de Kasch y La actualidad innombrable. Trabajos como La folie Baudelaire, por ejemplo, y podríamos mencionar K., su libro sobre Kafka, ponen su atención en los síntomas que produce el impacto de la época en una imaginación, y de cómo una sensibilidad particular representa a su modo, es decir, inventa, imagina o procesa una época, la suya o cualquier otra.

            Por otro lado, lo que llamamos una renovación, viene dado por esa inmersión en lo arcaico que supone atravesar libros como Las bodas de Cadmo y Harmonía, El ardor o Ka, que se ocupan, respectivamente, de las instituciones y los momentos en que lo humano entra en contacto con la materia elusiva de la divinidad (en Grecia y la India de los Veda y los Brahmanes), o toda esa zona de sentidos que están por fuera de nuestra perspectiva y nos asedian, nos abruman y nos incentivan con la incomprensión que es, al fin y al cabo, el motor de cualquier curiosidad.

            Lo que el lector leerá a continuación, como adelanto, es un extracto de El cazador celeste, libro que Anagrama publicará el año próximo. La escena describe el encuentro entre Ovidio y Elegía: el estupor que produce en un escritor el encontrarse con el tema de su producción, con la forma en que va a hacer hablar a las pasiones que lo acongojan. Acompaña el fragmento un comentario de Edgardo Dobry, quien viene desarrollando un trabajo notable como traductor de la folie Calasso. Su artículo, “Ovidio metamorfoseado” puede leerse completo en el número en papel.

 

EL CAZADOR CELESTE – Roberto Calasso (Traducción de Edgardo Dobry)

Elegía respiraba en un bosque tupido, con agua y una gruta en el centro. Lugar adecuado para el numen. Era ligera, cojeaba graciosamente, el vestido arrugado, inconsistente. Seco y nervioso, el poeta del que mucho se murmuraba en Roma aunque no precisamente por razones literarias, caminaba entre aquellos árboles. Pensaba en qué iba a escribir. Todo lo atraía excepto la ruidosa tragedia, con su cara de circunstancias, los coturnos de colores, la uniformidad del verso. Por otra parte, ya no se podía escribir tragedias: era asunto de funcionarios imperiales, como los sacrificios. Ovidio miró a Elegía, que le sonreía de reojo. Tenía todavía la fragancia de lo nuevo. Fingió quererla porque era joven, breve y adecuada a los mensajes amorosos. Pero no eran más que pretextos. Si la quería era porque para él representaba a la poesía misma, corriente, accidental y privada. Cuando, más tarde, estuvo entre los tracios, en la helada desembocadura del Danubio, seguía hablando en dísticos, en un desvarío sumiso, escandido como un murmullo. No había ya ocasiones para mensajes amorosos –hasta las cartas enviadas a Roma eran un soliloquio.

            Bajo un cielo de exempla, eufórico porque Cupido había dejado cojo al hexámetro, Ovidio describía por primera vez la habitación en penumbra, asediada por la canícula (“aestus erat”), un momento antes de que en el vano de la puerta se divisara el pie de la amante. Ovidio es ya plenamente el escritor moderno, para él todo es materia de literatura: la mitología entera y los gestos del rito se presentan como una rueda de variantes, un repertorio siempre disponible de movimientos, combinaciones, imágenes canónicas. La vibración religiosa está presente, en Ovidio, solo en el interior de la literatura. Es el único numen ante el que se inclina. Por otra parte, qué intolerancia a pasar una noche casta porque al día siguiente la puella debe celebrar los ritos de Ceres… Entonces, en medio de las impudicias amorosas, Ovidio apunta a un terrible descubrimiento: la muerte es quien destruye lo sagrado. “Scilicet omne sacrum mors inportuna profanat”, “La Muerte inoportuna profana todo lo sagrado”. Como si la secularización, que actúa desde siempre, no se debiera a una impiedad de la mente sino a la natural impiedad de la muerte, que invade, como una intrusa, todos los recintos. La escasez, el empobrecimiento de los ritos fúnebres, hasta la miseria a la cual se reducen, sería entonces la señal de este proceso: no solo ausente de las ceremonias que la sacralizan sino perenne testimonio adverso, la muerte inoportuna acecha todo lo sagrado a la espera de profanarlo.

            Ovidio fue uno de los primeros, sino el primero, en usar todas las intuiciones y cautelas que se consideran propias de los modernos. “Expedit esse deos”, “Conviene que existan dioses”: así se dice en el Ars amatoria. Pero el hecho de que una cosa sea “conveniente”, ¿la convierte en no verdadera? Los dioses pertenecen a las buenas maneras de la existencia. ¿Atenúa eso su fuerza? ¿Invalida su necesidad? La urbanidad de Ovidio lo ubica en el parteaguas entre magia y parodia. Carmen significa para él “encantamiento, evocación mágica”, como en el original de la palabra, pero también “poesía” en el sentido de Ronsard o de Mallarmé. “Carmen perpetuum”, la fórmula con la que quiso definir a las Metamorfosis, significa al mismo tiempo “encantamiento sin fin” y “poesía ininterrumpida”, que se abre con los orígenes del cosmos y se cierra en el instante mismo en que son escritas.

 

OVIDIO METAMORFOSEADO –por Edgardo Dobry

Cuando Calasso dice –al principio del capítulo VII de El cazador celeste, en el fragmento del libro que abre el número 39 de Hablar de Poesía– que “el dios [Cupido] le había arrancado un pie a los hexámetros y los había suavizado en dísticos elegiacos” está parafraseando el comienzo de la elegía I, I de Ovidio. Cito por la traducción en prosa de Vicente Cristóbal López (en Gredos): “Me disponía a escribir en ritmo solemne hechos de armas y guerras violentas, de modo que el tema se ajustara al metro. El verso de abajo era igual que el de arriba, pero Cupido se echó a reír y le sustrajo un pie, según cuentan”.

            En el metro épico, todos los versos tienen seis pies; el poema elegíaco, en cambio, se compone sobre una unidad mínima de dos versos, constituido por un hexámetro y un pentámetro. La explicación de Ovidio expresa el surgimiento mítico de la elegía erótica latina como una adecuación imperiosa de forma y contenido: al arrancar un pie con un flechazo, Cupido impide al poeta cantar asuntos graves, públicos, de Estado, como la guerra, y lo obliga a dedicarse a cuestiones de alcoba, privados. La poesía erótica, surgida así como sustracción, impone un nuevo ritmo y obliga al poeta a abandonar las cuestiones serias, que son las que exceden el ámbito de las pasiones individuales.

Ovidio dice que “Cupido se echó a reír” en el momento de arrebatarle un pie con su arco. La fundación de la poesía amorosa no se describe como acto imperioso sino como travesura; Góngora dirá: “Ciego que apuntas y atinas,/ caduco dios y rapaz,/ vendado que me has vendido/ y niño mayor de edad…”, llevando al romance la exagerada suma de oxímoron tan del gusto barroco. En todo caso, el íncipit de Ovidio es el umbral de una muy meditada preparación de la escena amorosa. La primera elegía del libro I no habla del amor sino que muestra al propio poema herido por la flecha de Cupido: la escena de la escritura antecede a la de aquello que ha de ser escrito. El hecho de que sea el propio Cupido el que sustrae un pie y amputa la forma épica para convertirla en erótica hace del dios un creador de la poética, más que del poema: la forma es anterior al asunto, lo determina. La segunda elegía trata del insomnio causado por la ansiedad amorosa; en la tercera promete fidelidad a su amada si ella se le entrega: fidelidad poética: “Ofrécete a mí como argumento fecundo para mis versos: surgirán versos dignos de quien los inspira”. La cuarta desvela una parte inesperada de la historia: la amada está casada: “Tu marido tiene que acudir con nosotros al mismo banquete: ¡Ojalá esa comida sea para él la última! Tal es mi ruego. ¿De modo que tendré que contemplar a la mujer que quiero tan solo como un invitado más?”. Como dice Paul Veyne: la Corina de Ovidio, como la Cincia de Propercio y la Delia de Tibulo son “irregulares”, son “aquellas con quienes uno no se casa”: objeto de deseo, no proyecto de vida. Finalmente, en la elegía I,5 aparece la amada, en una de las siestas de verano más ardientes de la tradición universal: “Hacía calor y la jornada pasaba ya del mediodía. Tendí mi cuerpo en el centro del lecho para descansar… He aquí que llega Corina, vestida con una túnica sin ceñir, su cabellera peinada en dos mitades cubriéndole el blanco cuello… Le arranqué la túnica, aunque por lo fina que era apenas suponía estorbo; ella sin embargo luchaba por taparse; y luchando como su no quisiera vencer, fue vencida, mas sin dolerse de su rendición”.

            Calasso dice también que “el verso manaba” de la boca de Ovidio, “como la prosa de la de Monsieur Jourdain”, el fanfarrón burgués gentilhombre de Molière. No se refiere solo a lo prolífico de la obra del poeta latino sino a una declaración suya, concretamente de la elegía X del libro IV de Tristia, los poemas escritos en el exilio de Tomis, actual Constanza (Rumania), en la costa del Mar Negro (o Ponto Euxino), adonde fue desterrado por Augusto en 8 d.C., cuando tenía 51 años, y por motivos que todavía se discuten. La mencionada elegía es una autobiografía: “abandonando el Helicón intenté coordinar palabras no sujetas a medida; lo que me fue imposible, pues todas me acudían formando pies cabales, y así, cuanto intentaba expresar me salía en verso”. Incluso antes de la irrupción de Cupido con su arco, el verso se impone naturalmente en el habla y determina un destino.


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