Diana & Acteón

por Alejandro Crotto

(…)[1]

 

Desde chico –quizá porque nada me gustaba más de chico que cazar– me fascina la historia de Acteón: el cazador que vio por accidente desnuda a Diana, diosa virgen de la cacería y de la fertilidad animal, y que transformado en ciervo fue abatido por sus propios perros. La cuenta Ovidio en el tercer libro de sus Metamorfosis.

            Hay algo en los mejores pasajes de las Metamorfosis que cualquier poeta siente inmediatamente: el placer material, infinitamente plástico, de la palabra en el acto de crear realidad. Y creo que esa potencia les viene a esos pasajes del hecho de que los mitos que retoman conservan núcleos irreductibles que funcionan como matrices de la imaginación poética. Y ese núcleo irreductible está muy evidenciado en el mito de Acteón: todo en los versos que cuentan su historia, todas las sucesivas felicidades de su desarrollo (que el verbo saciar se use al principio referido a los perros, y al final a la sed de venganza de la diosa; que el discurso de Acteón empiece y termine con la palabra redes; la imagen de la cabeza de la diosa destacada sobre el cerco de ninfas; su ponerse resueltamente de perfil ocultándose y al mismo tiempo adoptando la posición de lanzar una flecha; la frase irónica que dice mientras salpica al héroe; la metamorfosis en sí; las pinceladas sobre el estado mixto de Acteón; la temible lista de los perros; el sangriento final; la ambigüedad última sobre si fue o no justo lo sucedido) se orientan a ese núcleo irreductible.

 

Traduzco el pasaje:

 

METAMORFOSIS, LIBER III (140-255)

…y ustedes, perros que se saciaron con la sangre
de su dueño. Y si bien se la mira, su falta
fue culpa de la suerte, no es que hubiera impiedad:
¿qué impiedad puede haber en un error? Había
un monte ahí, y estaba teñido por la sangre
de animales salvajes. Era ya el mediodía,
se habían acortado las sombras de las cosas,
el sol estaba a la mitad de su camino,
y aquel joven, sereno, les dijo estas palabras
a los que iban junto a él de cacería
recorriendo cansados el difícil terreno:
“En las redes gotea, compañeros, y el hierro
la sangre de las presas; la caza fue excelente;
mañana traerá el alba en sus ruedas doradas
una vez más la luz: seguiremos entonces
con lo nuestro, ahora el sol está a mitad
de su camino y raja con su calor los campos;
descansen del trabajo y desaten las redes”.
Y ellos obedecieron, dejando sus tareas.
Había un valle denso de cipreses y pinos:
se llamaba Gargafia, y estaba consagrado
a Diana cazadora. Lejos, en un extremo
de ese valle se encuentra una zona rocosa
en donde la naturaleza, imitando al arte,
había alzado un arco natural en la piedra.
A la derecha cruza un manantial traslúcido
con su dulce corriente. En las orillas se abren
amplios remansos con pasto verde rodeándolos.
Aquí la diosa indómita solía, tras la caza,
venir a refrescar sus miembros virginales
en la corriente limpia. Entra entonces la diosa
y le da a una de sus ninfas portadoras
el carcaj y las flechas y el arco destensado;
otra toma en sus brazos su vestido. Otras dos
desatan sus sandalias. Ismene, la más hábil,
recoge en un rodete el cabello esparcido
en los hombros desnudos de la diosa. (Ella el suyo
traía largo y suelto). Recogen agua Hilda
y Néfele y Ránide en vasijas, y Fílada
y Psínada la vierten. Y así mientras la diosa
como solía se bañaba en la corriente,
pasó que, suspendida la cacería, el nieto
de Cadmo errante por ese desconocido
bosque al lugar sagrado llegó: la suerte así
lo quiso. Y al cruzar aquel arco rocoso
de húmedas paredes, fue visto por las ninfas
que golpearon, desnudas como estaban, sus pechos,
y sus súbitos gritos llenaron todo el bosque,
y rodearon cubriéndola con sus cuerpos a Diana.
Pero ella era más alta que las otras, y nítida
sobresalía su cabeza. Ese color
del que tiñe las nubes el sol cuando las roza,
o el de la aurora, fue ese el color de la cara
de Diana al verse vista desvestida. Y entonces,
mientras sus compañeras se apiñaban, se puso
de perfil con sus ojos al frente: ella querría
haber tenido sus veloces flechas, pero
tenía al menos agua, y salpicó con ella,
vengadora, la cara del varón y su pelo,
diciendo estas palabras de siniestro presagio:
“Vete ahora a contar que me viste desnuda;
si puedes, lo permito”. Y sin más ella hace
que se le alargue el cuello, van creciéndole cuernos
en el pelo mojado, se aguzan sus orejas,
las manos se hacen cascos, largas patas los brazos,
y un pelaje con manchas cubre todo su cuerpo.
Por último, le insufla el miedo. Él huye entonces
y corriendo se admira de su velocidad;
pero al ver en el agua sus cuernos y sus ojos
“¡Pobre de mí, ay!” quiso decir pero la voz
no salía. Gimió: su voz era ahora esto.
Y de sus ojos no fluyó ninguna lágrima.
Solo su mente quedó intacta. Ahora, ¿qué hacer?
¿Volver hacia su casa, al palacio real?
¿Esconderse en el bosque? Esto el pudor y aquello
el miedo le impedían. Y así, mientras dudaba,
su perros lo sintieron. Los primeros, Melampro
e Icnóbates, sagaces, que dieron la señal
con ladridos. Icnóbates y Melampro, espartanos.
Y en seguida los otros, más rápidos que el viento,
todos: Dorcazo, Fragro y Orilandro, feroces,
el osado Nebrofo, el cruel Trerón, Dentina,
Prerela, velocísima, Agré, de gran olfato,
Idrón, al que había herido un jabalí hace poco,
Lapre, de lobo concebida, acosadora
de rebaños, Harpía, madre de dos cachorros,
Lardón, veloz y enjuto, Droma, Canra y Sitecta
y Tigra y Alcra, el blanco Aucrón, Asborlo, negro,
Lacrán, el fuerte, Aelro, que nunca se cansaba,
y Trus y Ciprio, rápido como su hermano Lisque,
y Harpón, negro con una mancha blanca en la frente,
y Melrano y Lacné, que era peluda, todos
cruza de padre lucto y de madre espartana,
Labrós, Argío, Hilactro, el de ladrido agudo,
y varios más que detallar sería largo.   
Esa jauría, toda ávida de su presa,
entre piedras y rocas y hondonadas abruptas,
por senderos difíciles, o donde no hay sendero,
lo persigue; y él huye por los mismos lugares
donde antes acechaba: ¡Ay, huye de sus perros!
Y quisiera gritarles: “Soy Acteón, reconozcan
a su amo”, pero faltan las palabras, y el aire
se llena de ladridos. Fue el primero Melrano
el morderlo en el lomo, y enseguida Tediena,
y Orés lo sujetó arriba, de la pata
(habían salido más tarde, pero cortaron
camino por el monte). Mientras así retienen
a su dueño, los otros llegan y a dentelladas
atacan todo el cuerpo: ya no queda lugar
para nuevas heridas. Él gime y el lamento
(que no era humano, pero que un ciervo no podría
producir) llena el monte. Y, rodillas en tierra,
suplicante sacude, faltándole los brazos,
sus mudos ojos, pero con los gritos de siempre
azuzan a los perros sus viejos compañeros,
ignorantes, y buscan con los ojos a Acteón,
y como no lo ven, obviamente, “¡Acteón!”, gritan
(él gira la cabeza cuando oye su nombre)
y lamentan su ausencia: que esté, por indolente,
perdiéndose la pieza que ahora abaten, magnífica.
Y él quisiera, claro, estar ausente, pero
está presente, y sin dudas preferiría
ver la hazaña feroz de sus perros en vez
de tener que sentirla. Y ahora hundiendo los dientes
en su cuerpo, a su amo, bajo la falsa forma
de un ciervo, despedazan. Y si no hubiera muerto
todo sangrante y roto, no se habría la ira
de Diana, la de aljaba, saciado. La opinión
se encuentra dividida. Para algunos, la diosa
se excedió en su violencia, pero otros la alaban
por el severo celo de su virginidad:
una parte y la otra encontraron razones…

 

METAMORFOSIS, LIBER III (140-255)

…vosque, canes satiata e sanguine erili.
At bene si quaeras, Fortunae crimen in illo,
non scelus invenies; quod enim scelus error habebat?
Mons erat infectus variarum caede ferarum,
iamque dies medius rerum contraxerat umbras
et sol ex aequo meta distabat utraque,
cum iuvenis placido per devia lustra vagantes
participes operum conpellat Hyantius ore:
‘lina madent, comites, ferrumque cruore ferarum,
fortunaeque dies habuit satis; altera lucem
cum croceis invecta rotis Aurora reducet,
propositum repetemus opus: nunc Phoebus utraque
distat idem meta finditque vaporibus arva.
sistite opus praesens nodosaque tollite lina!’
iussa viri faciunt intermittuntque laborem.
Vallis erat piceis et acuta densa cupressu,
nomine Gargaphie succinctae sacra Dianae,
cuius in extremo est antrum nemorale recessu
arte laboratum nulla: simulaverat artem
ingenio natura suo; nam pumice vivo
et levibus tofis nativum duxerat arcum;
fons sonat a dextra tenui perlucidus unda,
margine gramineo patulos incinctus hiatus.
Hic dea silvarum venatu fessa solebat
virgineos artus liquido perfundere rore,
quo postquam subiit, nympharum tradidit uni
armigerae iaculum pharetramque arcusque retentos,
altera depositae subiecit bracchia pallae,
vincla duae pedibus demunt; nam doctior illis
Ismenis Crocale sparsos per colla capillos
colligit in nodum, quamvis erat ipsa solutis.
Excipiunt laticem Nepheleque Hyaleque Rhanisque
et Psecas et Phiale funduntque capacibus urnis.
Dumque ibi perluitur solita Titania lympha,
ecce nepos Cadmi dilata parte laborum
per nemus ignotum non certis passibus errans
pervenit in lucum: sic illum fata ferebant,
qui simul intravit rorantia fontibus antra,
sicut erant, nudae viso sua pectora nymphae
percussere viro subitisque ululatibus omne
inplevere nemus circumfusaeque Dianam
corporibus texere suis; tamen altior illis
ipsa dea est colloque tenus supereminet omnis,
qui color infectis adversi solis ab ictu
nubibus esse solet aut purpureae Aurorae,
is fuit in vultu visae sine veste Dianae,
quae, quamquam comitum turba est stipata suarum,
in latus obliquum tamen adstitit oraque retro
flexit et, ut vellet promptas habuisse sagittas,
quas habuit sic hausit aquas vultumque virilem
perfudit spargensque comas ultricibus undis
addidit haec cladis praenuntia verba futurae:
‘nunc tibi me posito visam velamine narres,
si poteris narrare, licet!’ nec plura minata
dat sparso capiti vivacis cornua cervi,
dat spatium collo summasque cacuminat aures
cum pedibusque manus, cum longis bracchia mutat
cruribus et velat maculoso vellere corpus;
additus et pavor est: fugit Autonoeius heros
et se tam celerem cursu miratur in ipso.
Ut vero vultus et cornua vidit in unda,
‘me miserum!’ dicturus erat: vox nulla secuta est!
ingemuit: vox illa fuit, lacrimaeque per ora
non sua fluxerunt; mens tantum pristina mansit.
Quid faciat? repetatne domum et regalia tecta
an lateat silvis? pudor hoc, timor inpedit illud.
Dum dubitat, videre canes, primique Melampus
Ichnobatesque sagax latratu signa dedere,
Cnosius Ichnobates, Spartana gente Melampus,
inde ruunt alii rapida velocius aura,
Pamphagos et Dorceus et Oribasos, Arcades omnes,
Nebrophonosque valens et trux cum Laelape Theron
et pedibus Pterelas et naribus utilis Agre
Hylaeusque ferox nuper percussus ab apro
deque lupo concepta Nape pecudesque secuta
Poemenis et natis comitata Harpyia duobus
et substricta gerens Sicyonius ilia Ladon
et Dromas et Canache Sticteque et Tigris et Alce
et niveis Leucon et villis Asbolos atris
praevalidusque Lacon et cursu fortis Aello
et Thoos et Cyprio velox cum fratre Lycisce
et nigram medio frontem distinctus ab albo
Harpalos et Melaneus hirsutaque corpore Lachne
et patre Dictaeo, sed matre Laconide nati
Labros et Argiodus et acutae vocis Hylactor
quosque referre mora est: ea turba cupidine praedae
per rupes scopulosque adituque carentia saxa,
quaque est difficilis quaque est via nulla, sequuntur.
Ille fugit per quae fuerat loca saepe secutus,
heu! famulos fugit ipse suos. clamare libebat:
‘Actaeon ego sum: dominum cognoscite vestrum!’
verba animo desunt; resonat latratibus aether.
Prima Melanchaetes in tergo vulnera fecit,
proxima Theridamas, Oresitrophos haesit in armo:
tardius exierant, sed per conpendia montis
anticipata via est; dominum retinentibus illis,
cetera turba coit confertque in corpore dentes.
Iam loca vulneribus desunt; gemit ille sonumque,
etsi non hominis, quem non tamen edere possit
cervus, habet maestisque replet iuga nota querellis
et genibus pronis supplex similisque roganti
circumfert tacitos tamquam sua bracchia vultus,
at comites rapidum solitis hortatibus agmen
ignari instigant oculisque Actaeona quaerunt
et velut absentem certatim Actaeona clamant
(ad nomen caput ille refert) et abesse queruntur
nec capere oblatae segnem spectacula praedae.
Vellet abesse quidem, sed adest; velletque videre,
non etiam sentire canum fera facta suorum.
Undique circumstant, mersisque in corpore rostris
dilacerant falsi dominum sub imagine cervi,
nec nisi finita per plurima vulnera vita
ira pharetratae fertur satiata Dianae.
Rumor in ambiguo est; aliis violentior aequo
visa dea est, alii laudant dignamque severa
virginitate vocant: pars invenit utraque causas.

 

 

[1] Esta entrada del Portal Web es un fragmento del artículo “Metamorfosis, Liber III (140-255)” publicado en el número #39 en papel de Hablar de Poesía.

 


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