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Alrededor del Rinoceronte de Durero

Alrededor del Rinoceronte de Durero

Uno de los artículos del número #38 que más nos gusta es de la sección “Dentro del poema”. En esa sección un lector escribe a partir de un poema que por algún motivo lo interpela. En este caso, el artículo lleva por título “El Rinoceronte de Durero: diarios”, lo escribió Nahuel Lardies y gira en torno al poema de John Burnisde[1] “Dürer´s Rhinoceros”, que tienen en su centro el célebre grabado de Durero.

Compartimos el poema de Burnisde en inglés y luego dos entradas del “artículo-diario” que incluyen una versión del poema.

 

Dürer´s Rhinoceros

This is the beast he imagines: sad
and dangerous, and so unlike itself
he gives it armour and an extra horn
to make it real.
A hearsay animal,
it wavers at the edge of geometry
or recollects his own Death and the Knight; 

and accurate is less than what he meant
by taking pen and ink, naming the parts,
and hatching deliberate shadows on the skull
and belly, like the darkness in the gaps
between the feathers of an angel’s wing. 

He never saw the creature for himself
but drew it from a sketch, or someone’s
hazy recollection of the thing;
and though he must have heard the ship capsized
bringing it home, he never thought to draw
the slow fall through the water as it drowned,
craning its head to glimpse the savage light
of God’s creation, locked in salt and sky.

 

*********

 

15/9/2018

 

          La anécdota es que Durero nunca llega a ver el rinoceronte que dibujó.

          El barco en que lo transportaban naufragó en costas italianas.

          El sultán Muzafar II se lo había obsequiado al gobernador de las Indias portuguesas, Alfonso de Albuquerque, en un sutil y evasivo intercambio: no se le permitió la edificación de un fuerte para “resguardo de las rutas marítimas”, pero sí, en compensación, se le obsequia una bestia que el Sultán, con la astucia de un cortesano, otorga por las resonancias simbólicas. Era una figurita difícil.

          Desde la antigüedad, los libros de viajeros (de Estrabón a Marco Polo) registraban y describían prodigios. Luego misiones zarpaban a explorar el orbe y expandir las rutas comerciales, políticas y simbólicas, basándose en una recopilación de testimonios extraordinarios: un deseo expansivo se organizaba a través de una imaginación que empezaba a cartografiar sus anhelos.

          Así, en mayo de 1515 un rinoceronte indio desembarcó en las costas de Lisboa.

          La presencia del rinoceronte en tierras occidentales fue, durante muchos siglos, una etimología contaminada: en el griego del geógrafo e historiador Estrabón (quien le otorga el nombre con que aún hoy lo conocemos) rinóceros, que significaba naríz más cuerno, por ejemplo, se confunde y distorsiona, luego, con el monóceros, el unicornio de las fábulas y los bestiarios medievales. Durante el Renacimiento, redescubierta la Historia Natural de Plinio, el rinoceronte aparece como otra pieza del rompecabezas diseminado de la antigüedad, del mismo modo que una estatua o un manuscrito.

          Estrabón había escrito “yo cuento estos detalles a partir del ejemplar que yo pude ver, pero Artemidoro se extiende más y dice que este animal es particularmente proclive a combatir con el elefante por lugares de pasto”. Plinio, más distante, anota que en los juegos de Pompeyo Magno “se vio al rinoceronte de un solo cuerno en la nariz […] Éste es el segundo enemigo natural del elefante”.

          Un radiante sábado de junio de ese mismo año, con el pueblo expectante, la corte y el rey de Portugal se reunieron en un improvisado coliseo para admirar un espectáculo: el rinoceronte iba a enfrentarse al elefante. Como una palabra que recupera la dimensión de su significado, el rinoceronte es arrastrado a realizar lo que los textos plasmaron en las citas, que lo habían pintado como la parcialidad que fue hasta entonces; esto, básicamente: después de afilar su cuerno contra las piedras [el rinoceronte] se prepara para la lucha, buscando en el combate sobre todo el vientre, que sabe que es más blando, escribe Plinio, la autoridad.

          La cita, ahora, se animaba.

          Valemtim Fernandes, tipógrafo e impresor, observaba la escena con avidez. Envió un testimonio por carta a Conrad Peutinger, bibliófilo alemán, experto en lenguas clásicas y amigo de Durero. En dicha carta había un boceto, que no ha sobrevivido, y una descripción del animal. Tres cuartas partes de lo que vio es una cita de Plinio.

          Mientras el rinoceronte y el elefante se ignoraban mutuamente, a alguien (un cortesano, el rey mismo, un consejero) se le ocurrió una idea. Ya tenían más que claro a quien le interesaban estas cosas: el Papá León X, hijo de Lorenzo de Médici, el Magnífico. A León X—que ya contaba en su zoológico con el pintor Rafael, quien de hecho había dibujado a su, por entonces, bestia favorita, el elefante Hanno (también ofrendado por Manuel I) —se le enviaba ahora el rinoceronte indio para completar la cita, la contienda, el cotejo. El elefante y el rinoceronte eran como un cuerpo y su sombra. La Roma de Augusto y la Roma de los Médici eran como la sombra que deja el cuerpo cuando huye.

          Pero el barco en que lo transportaban naufragó en costas italianas.

          El mundo es un fenómeno movido por los hilos de la traducción y la filología, a la sombra de las calamidades de la Historia.

 

26/10/2016

Mando entonces al mail una nueva versión de la traducción del poema de Burnisde.

 

Esta es la bestia que imagina: triste
y peligrosa, tan distinta a ella misma
que le calzó armadura y un cuerno extra
para hacerla creíble.
Animal hecho de rumores, vacila al borde de la geometría
o nos evoca a “El caballero, la muerte y el demonio”.

        Y ser preciso es menos de lo que pretendía
        al tomar pluma y tinta, darle nombre a las partes,
        deliberando sombras por el cráneo y el vientre,
        como esa oscuridad que anida entre los huecos
        de las plumas de un ángel.

        Nunca vio a la criatura por sí mismo
        sino que la esbozó desde un boceto,
        o de la descripción que alguien hizo, difusa;
        y si bien pudo haber oído sobre el barco que se hundió
        trayéndolo de vuelta a Roma, no pensó en dibujar
        esa caída lenta por el agua mientras se iba ahogando
        y alzaba la cabeza para entrever la luz salvaje
        de la Creación, trabada entre la sal y el cielo.

 

 

 

[1] De John Burnside puede leerse en el #38 un ensayo intitulado “La ciencia de pertenecer: poesía como ecología” que puede hojearse acá: http://hablardepoesia-numeros.com.ar/numero-38/la-ciencia-pertenecer-poesia-ecologia/

 


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