por Ricardo H. Herrera
Contra lo que se suele creer, amarse a sí mismo constituye un supuesto que exige fe y constancia, sobre todo cuando el cuerpo comienza a decaer y la aceleración del tiempo en fuga echa por tierra todo conato de vanidad. Se vilipendia hasta el cansancio al narcisismo, pero con no menos labia se enaltece a la autoestima, sin que sea fácil demarcar con precisión dónde comienzan y terminan sus territorios colindantes. Con su habitual honestidad intelectual, Valéry ha hecho notar que “es más fácil entender el odio a los otros que el amor a sí mismo”, revelando al sesgo cuán confuso es el campo verbal en el que se debaten cuestiones que suelen dar curso a procesos kafkianos.
Una paradoja de esa índole atraviesa la poesía última de Giorgio Caproni[1], poesía que puede ser leída como una variación reciente de un motivo clásico: la catuliana antinomia odi et amo. En los versos del poeta italiano, la contradicción de los términos tiene las características de un ritornelo cantable: Cuánto odio, en el amor. / Cuánto amor, en el odio. No es la suya una causa personal, como lo fue el encuentro y el desencuentro entre Catulo y Lesbia, piedra fundante del escándalo que nos ocupa; su percepción es de otra índole, tiene que ver con un caso social bastante extendido: la desbocada sed de venganza que suscita el amor fracasado. En labios de un viejo poeta de izquierda la advertencia de marras tiene perturbadoras consecuencias, ya que señala sin vueltas que extremar el amor constituye un peligro. Descubrir el veneno en el fruto más preciado –los más entrañables vínculos humanos– tiene un costo decididamente alto a la hora de escribir poesía: puede expulsar el tema amatorio del repertorio lírico o hacer de las palabras amorosas mera palabrería. El vínculo amoroso es una realidad de extraordinario peso respecto de lo que significa existir, no tiene caso minimizar su importancia; en la poesía lírica ha sido desde siempre un tema dominante.
Para conjurar la fatalidad de aclaraciones que oscurezcan aún más el turbio horizonte del problema, el poeta se impone a sí mismo una severa economía verbal, un arte humilde e irónico. La fórmula “un artista del hambre” se ajusta holgadamente a la personalidad poética del Caproni último, ya que su ascetismo expresivo guarda un estrecho parentesco con el de Kafka. En los dos casos se trata de un arte ayuno de sacralidad, de un arte privado de la única luz que podría sustraerla de las tinieblas; el ateísmo de ambos es un ateísmo de suplicantes, de hambrientos de Dios; tanto el uno como el otro son hijos legítimos de “El loco” descripto por Nietzsche en La gaya ciencia. Tan es así que, al tiempo que proclama su ateísmo, el poeta se reserva la libertad “de creer en Dios, aun sabiendo –definitivamente– que no hay Dios, que Dios no existe”. Esta paradoja (digna de Tertuliano) se hace extensiva a la literatura: duda de la función social de la poesía, pero es en la duda donde esta alcanza su original plenitud expresiva. De ahí que su desgarramiento lírico sea siempre armónico, sin la menor traza de disonancia. Su verso es breve, tenso y muy melódico, aunque puede remansarse y alcanzar la cadencia de la plegaria, como en los conmovedores versos con los que el poeta se alecciona a amarse a sí mismo: “Quiérete bien, Giorgio, / Date todo el bien / que nadie que te quiere bien / te da. / Acaríciate / el pobre cuerpo flaco / que ya nadie acaricia.” Como sostuve al principio, no es algo tan natural como se supone eso de ser un buen compañero del propio cuerpo y de la propia mente. De hecho, no falta la nota ambigua y patética en esto de llevarse bien con uno mismo: “Divertido / con mi orgasmo, me puse / –atento –a escuchar /–con una sonrisa –mi llanto.”
Al margen de esas notas íntimas, en la vereda opuesta y a la vista de la mise en scène de sus sátiras, diría que por momentos hay algo de operístico en el arte de Caproni; cabría incluso hablar de una suerte de ballet bufo en el que conceptos e imágenes retozan y se agreden entre sí. Una aguda conciencia de la inadecuación de la poesía lírica con los tiempos que corren lo impulsa a realizar un constante ejercicio paródico del virtuosismo musical; sirviéndose del ritmo marcado y de la rima enfática –vale decir: de un lirismo extremado, incluso potenciado– intenta rescatar al hombre de la alienación que lo anula. Cercado por la edad y por el impacto demoledor del desarraigo, Caproni siente que no hay salida, que la suerte de la poesía está echada. Justamente por eso, sin dejar de ser un paciente recolector de rimas y un desvelado soñador de palabras, sirviéndose de los estertores de un arte al que le ha dedicado la vida, apuesta con maestría el todo por el todo en el final del juego, un juego en el que ya quedan pocas piezas en el tablero, pocas palabras sobre la página: su vejez desvalida, alguna trasnochada gata callejera y el pavoroso silencio del mundo sin rumbo. La vida vaciada de sentido reconoce su anodino monumento en una inactiva terminal suburbana; allí se detiene el vagabundeo del poeta, espantado de su irrisoria situación vital, imposibilitado de darle algún significado venerable al entorno absurdo, al domingo laico.
ARIA DEL TENOR
Andante, un poco convulso.
Listos a atacarse.
En la ruptura, ahora.
Cada uno detrás del tronco
de un acebo.
Se espiaban.
A pocos pasos.
Nunca
los embargó
una alegría tan ardiente.
Casi
se amaban.
Copulaban.
En el odio que los calcinaba, casi
hubiesen querido abrazarse
antes de disparar.
Puede darse
que haga este tipo de bromas
el amor, cuando es total.
En torno, ningún animal.
Ni una sombra.
Solos.
Empezó a nevar.
Liebres blancas.
Blancos
helechos, entre juníperos
de Árbol de Navidad.
Todo un blanco mental
de blanca infancia.
Un mar
blanco de alegría, entre los acebos
que se hacían negros
en la blancura de los pensamientos.
Se odiaban, enternecidos
hermanos.
Abel
y Caín.
En roles
reversibles.
Imágenes
de un mismo destino
o amor perfecto.
¡Solos!
Un hombre solo en dos.
Dos hombres en uno.
Dos yos enfrentados.
Un solo yo.
Gozaban.
¿Acaso ambos sabían
que el hombre se mata a sí mismo
–el hombre –matando al otro?
Orgasmo del suicidio.
En la lenta instilación
de la hora, iban sorbiendo
la propia muerte.
¡Solos!
Todavía nevaban
liebres de silencio y helechos.
Hacía un año que se acechaban,
en los lugares donde más vivo
era el tumulto.
En el puerto.
En la estación.
En los retorcidos
intestinos de la city.
En vano.
La culpa les había dado una mano.
Ofrecido una ocasión.
Ahora, saboreaban lentamente
el instante.
Llegada por fin
la hora del exterminio.
Listos para atacarse.
En la ruptura.
De pronto,
un sobresalto.
Ninguno
de los dos quería ser el primero
en disparar el arma.
Apretaron
a quemarropa el gatillo.
Los vi caer juntos
bajo la ráfaga.
El aullido
que lanzaron, golpeó mi pecho
como plomo.
Huí.
Me quema en la memoria,
aún, mi vil victoria.
ARIA DEL TENORE
Andante, un poco convulso
Col fucile spianato.
Ai ferri corti, ormai.
Ciascuno dietro il tronco
d’un leccio.
Si spiavano.
A pochi passi.
Mai
un’allegria più ardente
li aveva colti.
Si amavano,
quasi.
Coivano.
Nell’odio che li inceneriva, quasi
avrebbero voluto abbracciarsi
prima di sparare.
Può darse
che faccia di questi scherzi
l’amore, quand’è totale.
Intorno, non un animale.
Non un’ombra.
Soli.
Si mise a nevicare.
Lepri bianche.
Bianche
felci, fra ginepri
da Albero di Natale.
Tutto un bianco mentale
di bianca infanzia.
Un mare
bianco di gioia, fra i lecci
che restabano neri
nel bianco dei pensieri.
Si odiavano, inteneriti
fratelli.
Abele
e Caino.
In ruoli
reversibili.
Imagini
d’uno stesso destino
o amor perfetto.
Soli!
Un uomo solo in due.
Due uomini in uno
Due io affrontati.
Un solo io
Godevano.
Forse, tutti e due sapevano
che l’uomo uccide se stesso
―l’uomo–uccidendo l’altro?
Orgasmo del suicidio.
Nel lento stillicidio
dell’ora, centellinavano
la propia morte.
Soli!
Ancora nevicavano
lepri di silencio e felci.
Da un anno si braccavano,
nei luoghi dove più vivo
era il trambusto.
Al porto.
Alla stazione.
Nel torto
budello della city.
Invano.
La macchia gli aveva dato una mano.
Oferto l’occasione.
Ora, assaporavano lenti
l’attimo.
Finalmente giunta
l’ora dell’uccisione.
Col fucile spianato,
Ai ferri corti.
Li colsi
di soprassalto.
Nessuno
dei due voleva per primo
scaricar l’arma.
Premetti
a bruciapelo il grilletto.
Li vidi insieme
sotto la raffica
L’urlo
che alzarono, mi colpi in petto
come piombo.
Fuggii.
Mi bruccia nella memoria,
ancora, la mia vile vittoria.
[1] Giorgio Caproni (Livorno, 1912 – Roma, 1990). El poema “Aria del tenor”, que se analiza y traduce, pertenece al libro Il francocacciatore (1982).