Los autorretratos de Mastronardi

por Ricardo H. Herrera

 

            (…)

            En el último autorretrato de Mastronardi, “El forastero”, escrito con posterioridad a las páginas de Conocimiento de la noche, ya no cabe hablar de encantamiento ni de ensoñación; el léxico pierde sus colores y la argumentación sus matices, el acompasado discurrir abandona las imágenes poéticas y vira resueltamente hacia lo conceptual. La idea de fondo no carece de música, sin embargo; sigue un ritmo muy marcado –lapidario– que ahonda la fosa que Mastronardi se empeña en cavar: un renunciamiento de humor estoico; positivamente negativo, por así decirlo, ya que no manifiesta arrepentimiento ni remordimiento por el hecho de haber dedicado la existencia a nombrar una muy acotada zona de realidad: la zona mágica de la niñez reflejada en las imágenes poéticas, una zona que podríamos identificar con la promesa de plenitud que la luz del amanecer le hace a cada nueva jornada, una promesa que, en su caso, fue ahondando de día en día la oscuridad de sus noches.

            Median más de veinte años entre la publicación de “El tema de la noche y el hombre” y “El forastero”; el primero apareció en 1937, el segundo en 1961.[1] En ese lapso, que va del fin de la juventud del poeta al comienzo de su senectud, la noción de tiempo comienza a disgregarse aceleradamente, da inicio a otra época, a nuestra época. El paso de los años ya no aquilata las obras; por el contrario, las hace desaparecer. “Los artistas trabajan, a lo sumo, para los hombres de su generación”, anota Mastronardi.[2] Adecuar su estética a los nuevos tiempos constituía una operación difícil, si no imposible; habría tenido que nacer de nuevo, aboliendo tanto su cálida noción de intimidad como la magia verbal que la animaba delicadamente; se limitó por lo tanto a desnudar su estilo. Se impuso una adjetivación menos sugerente y una línea semántica más pronunciada, más cercana a la prosa. En contrapartida, el núcleo de su poética se mantuvo refractario al alud de novedades que aportaba la industria cultural. Simultáneamente, el tesoro del pasado abandonaba sus imágenes, dejó de fecundar su imaginación musical.

            La palabra maravillada que inicialmente intentó la comunicación celebrando el encanto y la gracia, flaqueó de súbito mostrando su pálido reverso: nadie la oye, nadie la atiende, nadie la comprende; la poesía no es más que un “desvelo para nadie”, constató el poeta. Consecuentemente, al percibir la irrupción de esta desmoralizadora evidencia, el clasicismo de su poética se estremeció hasta la raíz, perdió la seguridad que lo afianzaba. A partir de ese momento la prosa prolifera y la poesía comienza a escasear. Aunque la cosecha de esos años –Siete poemas (1967)– no es algo menor (contiene el poema “Algo que te concierne”, una de las cimas de su arte), la prosa toma la delantera: la exploración analítica tiende a suplantar la expresión sintética. Durante la década del sesenta Mastronardi escribe sus Memorias y retoma con constancia las anotaciones que darán cuerpo a los voluminosos Cuadernos que lo mantendrán ocupado hasta el fin; en ambos libros hay sobradas pruebas de que escribir poesía se la hacía cada vez más difícil.

            Leamos el poema, un extenso y vertiginoso epitafio:

 

 

        EL FORASTERO[3]

        Renuncia este hombre opaco y extraviado
        al juego de los otros, a la unánime empresa
        de probar el sabor del mundo cierto,
        como si el tiempo que iracundo arroja
        el hueso del presente codicioso
        a la despierta voluntad de todos,
        nunca lo hubiera visto,
        como si la hermandad innumerable
        que rueda hacia el dolor y la delicia
        no pudiese rendirlo a sus verdades claras.

        Renuncia este hombre al don de la hora vívida,
        al esplendor del día donde caben
        las venturas concretas, los adioses,
        la parcial efusión que arde y resurge,
        los trofeos del odio y la batalla,
        las zozobras que el alma quiere en secreto, y todo
        cuanto pide, no signos, sino real llamarada.

        Quién sabe cuantas noches lo asociaron al quieto
        reino de las personas ilusorias,
        donde el castigo es tenue y es vaga la delicia,
        y así en mansa demora miró correr los años,
        pues quiso confundirse con mentidas criaturas
        para que fuera leve también, y no de hierro,
        el plazo de los días cardinales
        que son nuestros sepulcros sucesivos.

        Como quien se libera en el exilio,
        vive oculto en comarca de signos y de fábulas,
        donde las almas pueden desandar sus jornadas
        y rehacerse a despecho de los hados,
        pues lo domina el insensato empeño
        de volverse un tramposo del destino.

        Desoye –¿los vivientes podrán creerlo?–
        el férvido llamado de las horas
        que no le traen el hijo ni los viajes,
        ni la curiosidad por otros seres,
        porque el desierto es su jardín luciente
        y, como ajeno al orden natural de las cosas
        –ya tranquilo en su mundo menor y vaporoso–,
        todo lo sacrifica a unas imágenes.

        Ni siquiera el sonido del mar sobre la playa
        donde juegan los cuerpos; tampoco el rostro nuevo
        que se anima en la fiesta,
        porque indirectos cielos lo aprisionan,
        y su alma distraída solo goza
        los bienes negativos de la calma y la ausencia.

        Y semejante al párvulo, que en su candor se pierde,
        deslumbrado en los reinos
        que fundan con engaño las palabras,
        vive prestada vida y aventura refleja.
        Y las criaturas que en sí mismo engendra,
        hijas de su delirio cuidadoso,
        en vano salen a probar fortuna,
        al azar ofrecidas, a lo incierto,
        al capricho y la música de algún hombre recóndito.
        Así, en ese desvelo para nadie,
        en un país de símbolos humosos,
        pierde su vida el lento forastero
        que oscuro persevera,
        esclavo de unas sombras.

 

[FRAGMENTO. Ensayo completo en las páginas 131 a 141 de Hablar de Poesía n° 37]

 

[1] En Sur, nº 268, Buenos Aires, enero-febrero de 1961.

[2] Cuadernos de vivir y pensar, p. 98

[3] Ídem nota 4.


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