Mi Auden

por Alejandro Crotto

No recuerdo la primera vez que leí a Auden. Probablemente haya sido al pasar, en alguna antología durante mi adolescencia. En todo caso, no supe verlo entonces. Lo conocí más tarde: yo tenía veinte años, estudiaba Letras y no sabía muy bien qué hacer de mi vida más allá del deseo oscuro de ser poeta. Contra este recurrente desasosiego tenía un antídoto infalible: leer a P. G. Wodehouse. En casa había decenas de sus libros: libros verdes, chiquitos, de la editorial Anagrama. Se trataba, obviamente, de una alegría vergonzante para un estudiante de Puán: Wodehouse no aparecía en ningún canon… Fue entonces cuando llegó a mis manos mi primer libro de W. H. Auden. Se llamaba La mano del teñidor, era una colección de ensayos, y traía entre otras muchas cosas una breve crítica literaria sobre Wodehouse. Bertie Wooster (el joven aristócrata que protagoniza varios de sus cuentos y novelas, cándido e impresentable), afirmaba el crítico, tenía la más rara de las virtudes: la humildad, y por eso “estaba bendito”, y en su relación con su genial mayordomo Jeeves se expresaba “la voz del ágape, la voz del Amor Divino”. Fue un shock. Y la primera lección que recibí de Auden: la de animarme a reivindicar mi gusto sin preocuparme tanto de lo demás. Y desde entonces siguió y sigue siempre ayudándome, y muchas veces de esa misma manera indirecta, o sea: alentándome y confirmándome en mis mejores intuiciones. Como dice el epígrafe de Novalis con el que Conrad abre su Lord Jim: “Sin duda mi Convicción crece infinitamente cuando otra alma cree en ella”. Así, por ejemplo, le debo mucho a algunas de sus opiniones sobre poesía, que me llegaron en el momento exacto en el que yo buscaba reafirmar las mías:

“Algunos escritores confunden la autenticidad, que debiera ser su objetivo constante, con la originalidad, a la que no deberían conceder ni un segundo de atención.”

“Aquí me gustaría citar a Valéry, que dijo que una persona es poeta si su imaginación se ve estimulada por las dificultades inherentes a su arte, y no si su imaginación se siente agobiada ante ellas.”

“La diferencia que hay entre una artesanía pura, como la carpintería, y el arte propiamente dicho, es que cuando el carpintero se pone a trabajar sabe con toda exactitud cómo debe ser el producto una vez terminado, mientras que el artista nunca llega a saber qué es lo que hará, al menos mientras no lo haya hecho. Al igual que el carpintero, sin embargo, todo lo que puede o debe pensar conscientemente es cómo hacerlo de la mejor manera posible.”

                  No sé si alguna vez citó Auden el verso 309 del Ars poetica de Horacio: Scribendi recte sapere est et principium et fons,[1] pero sin dudas lo suscribía. A Auden le resulta incomprensible que alguien con deseos de escribir pueda voluntariamente desinteresarse de las cuestiones formales (“Además de las obvias ventajas correctivas, el verso formal nos libera de las cadenas del propio ego”), pero sabe que no basta con adecuarse a una forma para escribir poesía (“Nuestro problema en el siglo veinte no es cómo escribir en yambos sino evitar el automatismo de la costumbre cuando no sirve a nuestros propósitos”). Los poemas que nos enamoran, nos enseña Auden –y no hay nada más valioso que deba aprender un aspirante a poeta–, por distintos que sean entre sí, tienen algo en común: han sido escritos, son siempre el resultado de una feliz adecuación retórica.

                  Y no se trata sólo de que sea verdadero lo que dice. Es también su encanto, una especie de buen humor basado en la inteligencia (en esto, como en muchas otras cosas –por ejemplo en su afirmación de que el verso libre, contrariamente a lo que parece a primera vista, es mucho más difícil de escribir que el verso medido–, se parece a Borges). En pleno auge del furor beatnik, preguntado sobre sus experiencias con las drogas, responde: “Probé una vez, bajo supervisión médica, LSD. No pasó demasiado, pero tuve la vívida impresión de que unos pájaros intentaban comunicarse conmigo”. Un humor marcadamente británico, que sabe cómo decir algo disimuladamente además de lo que se dice en primer plano: “Si un estudiante universitario le anuncia una mañana a su tutor que Gertrude Stein es la mejor escritora de todos los tiempos o que Shakespeare no es bueno, en realidad está diciendo esto: «Aún no sé qué escribir ni cómo, pero ayer, mientras leía a Gertrude Stein, me pareció vislumbrar una clave –o– ayer, mientras leía a Shakespeare, me di cuenta de que uno de mis defectos es que tiendo al efectismo retórico»”.

                  Y lo más importante, lo que hace más urgente y necesaria su amistad, es que no sólo dice verdades literarias, sino verdades esenciales. Me permitiré sólo una cita:

“Los que tenemos la osadía de llamarnos cristianos haríamos bien en ser extremadamente reticentes en este tema. Por cierto, casi la definición de un cristiano es la de alguien que sabe que no lo es, tanto en la fe como en la moral. En lo que respecta a la fe, muy pocos de nosotros tenemos derecho a decir más que –para variar un dicho de Simone Weil– “yo creo en un Dios que es Verdadero en todo, excepto que no existe pues yo todavía no he llegado al punto en que Dios existe”. Con respecto a amar a nuestros enemigos, cuanto menos digamos de ello, mejor. Nuestra falta de fe y amor son hechos que debemos reconocer, pero no mejoraremos tampoco con un lamento morboso y esencialmente narcisista por nuestras deficiencias.”

                  Tanto me admira su forma de pensar, su sabio realismo, su bondadosa inteligencia con una gota de melancolía, tan cercano lo he sentido tantas veces, que cuando me encuentro con una afirmación suya que no comparto (por ejemplo, “Escribir es la mejor forma de comulgar con los muertos. Y si no existe esta comunicación con los muertos, la vida humana es imposible y no vale la pena vivirla”) lo primero que pienso, después de constatar que no la comparto, es que no puedo terminar de entenderla todavía, pero que ya llegará la edad en la que esas palabras cobrarán sentido y serán para mí iluminadoras y claras.

                  Respecto a su poesía, son muchos los poemas a los que vuelvo una y otra vez. Y exactamente por el mismo motivo por el que vuelvo a sus ensayos: porque dicen algo verdadero, porque los siento escritos para mí. Así, hablando sobre lo más valioso que puede darnos un poeta, escribe sobre Yeats:

With your unconstraining voice
Still persuade us to rejoice.

O este otro pareado, la formulación de un deseo en el que belleza, verdad y virtud quedan indisolublemente ligadas:

If equal affection cannot be,
Let the more loving one be me.

Al mismo tiempo, como se ve en estos ejemplos, es un poeta muy difícil de traducir. “Con tu voz liberadora/ seguí persuadiéndonos de que nos regocijemos”, “si el afecto no puede ser igual/que sea entonces yo quien ame más”. Algo se pierde: esa especie de mezcla entre feliz articulación formal y naturalidad. Y muchas veces lo que lo hace intraducible es algo más sutil, que no acierto a describir, algo que hace que sus palabras iluminen tan arbitraria como necesariamente lo que predican:

          But in that child the rhetorician’s lie
          Burst like a pipe: the cold had made a poet

O:

           In a lonely field the rain
          Lashes an abandoned train;

                  Son muchos los admiradores que hacen referencia a ese algo fascinante en su poesía y que tratan de explicarlo. Alfonso Berardinelli habla de “cortocircuitos entre abstracción y materialidad, entre conceptos e imágenes”. Seamus Heaney, de una “combinación entre la inminencia de la catástrofe y la energía desatada”. Sumándome a estas aproximaciones, diría que se trata de la completa identidad en el mejor Auden entre lo que el verso dice y lo que el verso es.

[1] La sensatez es principio y fuente de escribir bien, traduce deliciosamente Caballero.


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