LA OCURRENCIA FELIZ
por Nahuel Lardies
I
Cuenta Ashbery en una entrevista televisiva que solía salir a caminar por Nueva York con un grabadorcito en el que se registraba las asociaciones que iban aconteciéndole y los registros de voz, las palabras escuchadas en la calle que atraían su atención, a la manera de un naturalista a la caza de nuevos especímenes. Cuando se le pregunta por la fuente de la que manan sus poemas tiende a poner en primer plano el inconsciente, el espacio interior de los sueños, su significativo misterio. “Creo que trato de reproducir la polifonía que existe adentro de mí, que no creo que sea radicalmente diferente a la de otras personas”.
La antología personal que realizó de una parte de su obra, que abarca desde principio de los ochenta hasta finales de los noventa, se tituló Notes from the air, cuya traducción tentativa podría ser desde “notas tomadas al vuelo” a “apuntes del aire”, como si ese agente inmaterial (¿Ariel?) se animara y empezara a dictar, a la manera de una musa, un espíritu tutelar o un geniecillo maligno, los senderos que el poema anda y desanda al realizarse hasta contraerse en un silencio que deslumbra y anonada, sin demandar asentimiento absoluto, y no exento de perderse por ahí.
II
Me gusta imaginar a Ashbery lanzando ese último suspiro, como la foto que Man Ray le hiciera a Proust en un momento análogo, recitándole a su segunda voz, a su Genio, este fragmento:
Como te dije ya,
Estos actores no eran sino espíritus;
Se han disipado en el aire, en el ingrávido aire,
Y, como la infundada trama de esta visión,
Torres orladas de nubes, espléndidos palacios,
Templos solemnes, y hasta el mismísimo globo,
Sí, y con él quienes lo hereden, han de disolverse
Y, tal como esta tramoya insustancial,
Se desvanecerán sin dejar rastro. Somos
De la misma materia que los sueños y el sueño
Envuelve nuestra vida breve. Estoy inquieto,
Señor, perdona mi debilidad, los años me turban
El cerebro. Que no te aflija mi flaqueza.
Si quieres, retírate en mi celda y descansa.
Yo entretanto daré un paseo para aplacar
Los latidos de mi mente.[1]
(W.Shakespeare, La Tempestad, IV, i)
III
Que Ashbery haya sido cronista y crítico de arte entre mediados de los cincuenta y mediados de los sesenta, sus años de becario Fullbright en Paris, harán del asunto de la estructura de la imagen y sus modos de exhibirla, percibirla y describirla, un problema estético, un oficio y un sustento. Editor de la sección de arte para el New York Herald Tribune (sí, ese mismo que en À bout de soufflé de Godard, tenía como canillita a Jean Seberg), luego de ArtNews, Newsweek, entre otras publicaciones durante la mayor parte de su carrera, hará del viejo tópico ut pictura poesis (“tal como es la pintura es la poesía”) no solo una reflexión poética al interior de una práctica, sino también su remuneración. Artistas como Giorgio de Chirico, Fairfield Porter o Parmigianino serán objeto de su atención recurrente, como si dijéramos imágenes de las maneras y modos de representar alrededor de los cuales Ashbery se amparó, aplicando variaciones, ritornelos. Podríamos decir que cada poema se trama sobre un lienzo (“el perímetro central que nuestra imaginación orbita”, dirá en un pasaje de su célebre poema “Fragment”), aplica trazos siempre en referencia a un estilo y se ensaya y se prueba sobre la marcha viendo qué es lo que pinta, pero como dirá reiteradas veces en referencia al surrealismo, aplicando luego la atención de la conciencia para pulir los resultados finales, que lo harán, por supuesto, parecer circunstancial, espontáneo, como lo que uno podría decirse a sí mismo, si sale a caminar desorientado pero con el grabador del celular listo para no dejar desvanecer la ocurrencia feliz.
III
John Ashbery nació el 28 de julio de 1927 y murió el 3 de septiembre de 2017, a sus 90 años. Mientras me entrego al ejercicio contra-reloj de hacer unas notas al voleo a modo de introducción me entrego, más que al discurso programado o las citas de críticos reconocidos, a la asociación circunstancial. Voy a dejar que esta guíe, modesto y fidedigno réquiem, las dos o tres cosas que a continuación quisiera decir.
IV
En primer lugar, ¿cuál sería uno de los temas principales de Ashbery? En segundo lugar, ¿cómo sería, de manera hipotética, el modo en que Ashbery trabaja ese tema en el primer movimiento hacia un poema? Por último, ¿cómo ese tema y la manera de tratarlo nos graba una impresión, al modo de un sello marca-Ashbery que reconoceríamos intuitivamente al encontrárnoslo donde sea que esté? Como la brevedad riñe con el barroco ensayístico, diría que uno de los principales temas que articulan la obra de Ashbery es el tiempo. Esto, que no parece decir mucho a priori, va afilándose con ciertas indicaciones. Al fugar y variar las formas fijas, la convención, el primer verso de un poema de Ashbery es como la primera pisada de una caminata. Se sale a pasear, se escuchan cosas, se ven cosas, se gira en ciertas esquinas, y todo sucede en un cierto tiempo, dentro del cual, como con las contingencias climáticas, una metáfora que ilumina puede nublarse asociada a otra metáfora, o una palabra puede, al vincularse con otra palabra, en sus letras o campos semánticos, hacernos recordar que deberíamos haber salido con un paraguas cuando iniciado el recorrido la temperatura del significado nos estrechaba con calidez. Una frase, como dicha por voces de una zona extraña e inidentificable, pone a reflexionar a la voz que habla en el poema con espacios de sí misma de la que somos ajenos, hasta que en un momento parece recordar nuestra presencia y nos indica, compasiva, ese árbol, subraya una melodía que también podemos tararear o nos recuerda una lectura en común en la que podemos darnos cita, encontrarnos. Si pensamos que la unidad de un verso en inglés no es la sílaba, sino el acento, y que al acento se lo llama foot, y se compone de dos variables matrices, el yambo (ta-TAM) y el troqueo (TA-ta), ahora podremos imaginarnos esa dimensión temporal como una caminata, en la que los pies alternan, mientras sostienen el cuerpo, cuyos sentidos perciben, por una línea sinuosa, continua y discontinua. William Carlos Williams, pugnando por un lenguaje más apegado al habla polemizó con la tradición métrica de la preceptiva y propuso el pie variable. Los versos de Ashbery se entroncan en esa propuesta. Podríamos recordar también que stanza, la palabra que se utiliza en inglés para estrofa, significó en algún momento habitación, estancia, morada.
Y acá un modelo de lo dicho, Robert Walser, “Declaro que una hermosa mañana, ya no sé exactamente a qué hora, como me vino en gana dar un paseo, me planté el sombrero en la cabeza, abandoné mi habitación de escritor, habitación de fantasmas, y bajé la escalera para salir a buen paso a la calle”, en El Paseo.
V
Como Ashbery es, ante todo, un poeta lírico, en líneas generales los poemas hablan de los efectos del tiempo, ya como un agente más abstracto, en los estados de ánimo. Meditativos cuando el “tú” del poema es un desdoblamiento de la voz del poeta hablando consigo mismo, amorosos cuando es otro ese a quién se le pregunta qué nos sucedió, que fue lo que sentimos durante todos estos años, o por citar a Yeats, ¿qué fue de esa belleza que pasó como un sueño? Y los sueños son ese permiso que la intimidad ofrece al poeta para modificar los puntos de vista. Si el sueño condensa y desplaza, torna extraño lo vivido y retorna al mundo diurno para dar cuenta de ello, sea lo que sea, creo tendríamos que percibir esas licencias como tocatas y fugas sobre un tema. Considerado muchas veces surrealista, Ashbery abreva menos en Breton y sus amiguitos poetas que en artistas más completos y conscientes como Raymond Roussel o Giorgio de Chirico. De la novela Hebdómeros de este último dirá: “El lenguaje de Giorgio de Chirico, como su pintura, es invisible: un medio transparente pero denso que contiene objetos que son más reales que lo real”. Así, el sueño establece otro tiempo, un canal al tiempo originario, y acá el tiempo se transforma en el espacio de la memoria.
VI
Ese giro, por no dejar de simplificarlo todo en demasía, que acompaña y hace gozne con el tiempo, podríamos pensarlo en el encuentro con una imagen. Salir a caminar sin rumbo, guiado por el pulso de los pies, es encontrarse con algo, sorprenderse. Dijo Ezra Pound que una imagen era “un complejo intelectual en un instante de tiempo”. Esa imagen será el vértice, la luz de giro hacia otra dirección. La metáfora será la herramienta con que Ashbery acarreará esa imagen del tiempo de la caminata al tiempo del poema, de la sentada. Lo particularmente difícil de la imagen del tiempo es que, y así titula Ashbery uno de sus extensísimos y celebrados poemarios, es un “diagrama de flujo” (Flow Chart). Es entonces que la pintura viene a ayudar a delinear eso siempre a punto de desvanecerse. Hubo en tiempos antiguos un tópico dentro de los poemas al que se le dio el nombre de écfrasis, y trataba de la descripción, inserta en un momento narrativo, de una obra de arte. Por ejemplo el escudo de Aquiles en La Ilíada. El objetivo con el que épocas posteriores utilizan esta manera de representar es para darle al poema una cualidad plástica, hacerle un espacio, convertirlo en un recipiente. Una estatua, una urna, la descripción de una pintura le ayudan al lector a hacerse una idea del espacio, le sirven, como la métrica para contener los pasos, o el silogismo de una metáfora para ajustar la lógica de una representación, para aferrarse a algo no del todo evidente. Podríamos decir que Ashbery trabaja siempre con esta primera imagen, que presente o ausente, le hace de esquema, como un mapa de una ciudad en la que uno finalmente decidiera perderse. Y el quid de la cuestión radica en que esa imagen no siempre es visual. Ashbery aprendió de Eliot, sobre todo del uso de las citas que arman una estructura de referencias, que una frase puede organizar una escena. En la línea de cómo podríamos representarnos un poema de Ashbery si lo escenificáramos, tendríamos que imaginarnos dos personas charlando en un comedor, con un cuadro en el centro, la imagen, punto de referencia de los interlocutores aunque no siempre tema de conversación. Por ejemplo, si el poema trata del amor, el cuadro de fondo será una Tiziano sobre algún Cupido alado, y ese trasfondo puede ofrecer el afinador para el tono de las voces. El tema puede ser la meditación solitaria sobre sí mismo, y el cuadro será un autorretrato. Ahora bien, la voz de otro, algo leído, una frase, un anuncio, el argot, representan y organizan como lo hace una imagen. Si partimos de la idea de que un poema de Ashbery es también un paseo, un desplazamiento en el espacio, este ejemplo puede extenderse. La persona sale de su habitación, de aquello que lo localiza para perderse en un ritmo, insisto, o en una ensoñación.
En última instancia, en ese cruce de tiempos y espacios, de voces e imágenes, la imaginación es el valor supremo. Y el rendezvous siempre es con ella. Y acá Wallace Stevens aparece y vocifera en una frase que tiene una dimensión teológica pero que ilustra la soledad en que se encuentra todo sujeto secular: “Decimos que Dios y la Imaginación son Uno”, una frase que no podría desglosar. Como sea, ese sello que imprime Ashbery está hecho un poco con todas estas cosas. Sus palabras tienen el carácter zoológico de esos animales imaginarios en espacios reales que pueblan los poemas de Marianne Moore. Su ternura y extrañeza, su juego en lo muchas veces serio de la vida, tienen esa cercanía con la que Elizabeth Bishop puede hablarle a su amada mientras le lava la cabeza con shampoo en una palangana abollada como la luna.
VII
Rescatamos de la crisis del mundo editorial la traducción que hiciera otrora Julián Jiménez Heffernan para la ya fundida DVD ediciones. Es la mejor introducción al tiempo que… iba a decir uno de sus mejores poemas, pero me ahorro un cliché más y doy espacio.
AUTORRETRATO EN ESPEJO CONVEXO
Como hizo el Parmigianino, la mano derecha
mayor que la cabeza, tendida hacia el que mira,
retirándose con suavidad, como queriendo proteger
aquello que revela. Unos vidrios emplomados, vigas viejas,
forro de piel, muselina plisada, un anillo de coral
se acompasan en un vértigo donde descansa el rostro,
que va y viene flotando, como la mano,
pero que está en reposo. Es lo que queda
recluido. Dice Vasari: “Francesco se dispuso un día
a hacer su autorretrato, para lo cual se contempló
en un espejo convexo, como el que usan los barberos…
De este modo pidió que un tornero le hiciese
un globo de madera, y tras dividirlo en dos partes
y reducirlo al tamaño de un espejo, se dispuso
con mucho arte a copiar lo que veía en el cristal.”
Principalmente su reflejo, del que el retrato
es el reflejo cuando se ha apartado.
El cristal decidió reflejar sólo lo que él veía
lo cual bastó a su propósito: su imagen
vidriosa, embalsamada, proyectada en un ángulo de 180 grados.
La hora del día o la densidad de la luz
que se adhiere a su rostro lo mantienen
alerta, intacto, en un gesto recurrente
de llegada. El alma se instala.
¿Pero hasta dónde puede saltar desde los ojos
y regresar a salvo hasta su nido? Al ser convexa
la superficie del espejo, la distancia aumenta
significativamente; o sea, lo bastante para mostrar
que el alma está cautiva, tratada con humanidad,
suspendida, incapaz de avanzar mucho más lejos
que tu mirada al tiempo que intercepta el cuadro.
Al verlo, el Papa Clemente y su corte quedaron “estupefactos”,
según Vasari, y le prometieron un encargo
nunca materializado. El alma ha de quedarse donde está,
aunque esté inquieta, oyendo las gotas de lluvia en el cristal,
el suspiro de las hojas otoñales azotadas por el viento,
soñando con salir y ser libre, pero debe quedarse
posando en este sitio. Debe moverse
lo menos posible. Esto es lo que dice el retrato.
Pero hay en esa mirada una combinación
de ternura, de gozo y de tristeza, tan poderosa
en su contención que no es posible mirarla mucho tiempo.
El secreto es demasiado simple. Su pena mortifica,
hace que broten lágrimas calientes: que el alma no es un alma,
no tiene secreto, es pequeña, y encaja
perfectamente en su hueco: su estancia, nuestro instante de atención.
Esa es la melodía pero faltan las palabras.
Las palabras son sólo especulación
(del latín speculum, espejo)
buscan pero no hallan el sentido de la música.
Nosotros sólo vemos las posturas del sueño,
pasajeros de la moción que gira y revela
al rostro bajo cielos crepusculares,
sin falso desaliño como prueba de autenticidad.
Pero se trata de la vida englobada.
Uno querría extender fuera la mano
y atravesar el globo, pero su dimensión,
lo que lo porta, no lo permite.
No cabe duda de que es esto, y no el reflejo
de querer ocultar algo, lo que hace que la mano se avecine,
enorme, al tiempo que levemente retrocede. No es posible
figurarla plana como la sección de un muro:
debe ajustarse al segmento de un círculo
regresando, errática, al cuerpo al que parece
tan insólitamente pertenecer, para cercar y apuntalar el rostro,
cuyo esfuerzo ante este estado se insinúa
en la sonrisa que apenas se dibuja, como una chispa
o un astro que uno cree haber entrevisto
cuando retorna la oscuridad. Una luz perversa
cuyo imperativo de sutileza condena por anticipado
su presunción de iluminar: sin importancia pero intencionada.
Francesco, tu mano es lo bastante grande
para quebrar la esfera, y demasiado grande,
cabe pensar, para tejer unas mallas delicadas
que sugieran tan sólo su pronta detención.
(Grande, pero no tosca, meramente a otra escala,
como una ballena somnolienta en el fondo del mar
comparada con el pequeño, vanidoso barco que flota
en la superficie). Pero tus ojos proclaman
que todo es superficie. La superficie es lo que hay allí
y sólo puede existir lo que hay allí.
En la estancia no hay recovecos, sólo hornacinas,
y la ventana no importa mucho, ni esa astilla
de ventana o espejo a la izquierda, ni siquiera
como indicador del clima, que en francés se dice
le temps, la palabra para tiempo, y que describe
una trayectoria en la que los cambios son sólo
rasgos del conjunto. El conjunto es estable
en su inestabilidad, un globo como el nuestro, que descansa
sobre un pedestal de vacío, una pelota de ping-pong
confiada sobre su chorro de agua.
Y así como no hay palabras para la superficie, o sea,
no hay palabras que digan lo que realmente es, que no es
superficial sino un centro visible, así tampoco existe
solución para el problema del pathos enfrentado a la experiencia.
Tú te quedarás ahí, díscolo, sereno
en tu gesto que no es ni abrazo ni advertencia
sino que contiene algo de ambos
en pura afirmación que nada afirma.
El globo estalla, la atención
hastiada se retira. Unas nubes
se agitan en el charco como fragmentos cortantes.
Pienso en los amigos
que vinieron a verme, en la impresión
que tengo del ayer. Una rara inclinación
de la memoria que se adentra entre los sueños del modelo
en el silencio del estudio mientras éste considera
si levantar o no su lápiz hacia el autorretrato.
Cuántas personas vinieron y se quedaron un tiempo,
pronunciaron palabras claras u oscuras que pasaron a formar parte de ti,
como la luz tras la niebla y la arena empujadas por el viento,
que las filtra, las influye, hasta que nada permanece
que podamos decir que eres tú. Aquellas voces en la penumbra
ya te lo han dicho todo, pero la historia prosigue
en forma de recuerdos depositados en irregulares
terrones de cristales. ¿De quién es, Francesco, la mano curvada
que controla las estaciones cambiantes y los pensamientos
que se desprenden y alejan con prontitud vertiginosa
como las últimas y pertinaces hojas arrancadas
de las ramas húmedas? Yo aquí tan sólo veo el caos
de tu espejo redondo que todo lo organiza
en torno a la estrella polar de tus ojos vacíos,
que no saben nada, sueñan pero nada revelan.
Siento que el carrusel arranca lentamente
y acelera y acelera: mesa, papeles, libros,
fotografías de amigos, la ventana y los árboles
fundiéndose en un solo anillo neutro que me rodea
por todas partes, mire donde mire.
Y no puede explicar el mecanismo de nivelación,
la razón de que todo haya de reducirse a una sola
sustancia uniforme, un magma de interiores.
Mi guía en estas materias eres tú,
firme, oblicuo, aceptándolo todo con la misma
sonrisa espectral, y mientras el tiempo se acelera hasta que pronto
es mucho más tarde, tan sólo logro averiguar la salida más directa,
la distancia que existe entre nosotros. hace mucho tiempo
las pruebas esparcidas significaban algo,
los pequeños accidentes y placeres
del día que en su desidia se arrastraba,
un ama de casa sumida en sus tareas. Ahora es imposible
restaurar aquellas propiedades en esa indistinción plateada
que es el registro de lo que tú has logrado al sentarte
“con mucho arte a copiar lo que veías en el cristal”
con el objeto de perfeccionar y descartar lo extraño
para siempre. En el círculo de tus intenciones aún persisten
ademanes que perpetúan el hechizo de un yo con otro yo:
miradas que se lanzan, muselina, coral. Da lo mismo
pues estas cosas pertenecen al hoy
antes de que la sombra de uno pueda escapar
del campo hacia los pensamientos del mañana.
El mañana está claro, pero el hoy por trazar,
desolado, remiso como cualquier paisaje
a ceder lo que son las leyes de la perspectiva,
solamente, en realidad, para el pintor
profundamente desconfiado, un instrumento débil
pero necesario. Que, por supuesto, sabe
que algunas cosas son posibles, pero
no sabe cuáles. Algún día intentaremos
hacer todas las cosas que podamos
y quizás lo logremos con un buen puñado
de ellas, pero esto no tendrá nada
que ver con la promesa de hoy, nuestro
paisaje que se nos escapa para desaparecer
en el horizonte. Hoy queda suficiente forro para bruñir
y mantener unida la suposición de las promesas
en un solo trozo de superficie, permitiéndole a uno
regresar desde ellas paseando hacia casa para que estas
posibilidades incluso más fuertes puedan permanecer
intactas sin tener que ponerlas a prueba. De hecho
la piel de la cámara de burbujas es tan dura
como los huevos de reptil; allí todo se “programa”
a su debido tiempo: cada vez se incluyen más cosas
sin añadir nada al conjunto, y así como uno
se acostumbra a un ruido
que le impedía dormir aunque ya no lo hace,
la estancia contiene este flujo como un reloj de arena
sin variación de clima o cualidad
(salvo quizás para alumbrarse pálida y casi
invisible, en un ángulo de atención precipitado a la muerte –lo retomo
más tarde). Lo que debiera ser el vaciado de un sueño
se va inundando, incesante, a medida que se abre
la fuente de los sueños para que este sueño
pueda crecer, florecer como una rosa densa, desmedida,
desafiando leyes suntuarias, abandonándonos
al despertar y al intento de comenzar a vivir
en lo que ahora es ya un suburbio. Sydney Freeberg
dice en su Parmigianino: “En este retrato el realismo
ya no produce una verdad objetiva, sino una bizarria…
Sin embargo su distorsión no genera
una sensación inarmónica… Las formas conservan
una alta proporción de bella ideal,” porque se nutren
de nuestros sueños, tan vanos, hasta que un día
sentimos el vacío que dejaron. Ahora está clara
su importancia, por no decir su sentido. Estaban ahí
para alimentar un sueño que los incluye a todos,
en su inversión final en el espejo acumulante.
Parecían extraños porque en realidad no podíamos verlos.
Y sólo comprendemos esto en el instante en que se pierden
como una ola que rompe en una roca, que renuncia
a su forma en un gesto que expresa dicha forma.
Las formas conservan una alta proporción de belleza ideal
mientras secretamente hurgan en nuestra idea de distorsión.
¿Por qué no conformarse con este arreglo si en el fondo
los sueños nos prolongan mientras son absorbidos?
Sucede una cosa parecida a la vida, un movimiento
que va desde el sueño hasta su codificación.
Justo cuando empiezo a olvidarlo
vuelve a presentar su estereotipo
pero se trata de un estereotipo poco familiar, el rostro
anclado, incólume tras muchos lances, preparado
para enfrentarse a otros, “más ángel que hombre” (Vasari).
Quizás un ángel se parezca a todo
lo que hemos olvidado, quiero decir cosas
olvidadas que no nos parecen familiares cuando
las volvemos a ver, irremediablemente perdidas,
que una vez fueron nuestras. Esto justificaría
invadir la intimidad de este hombre
que “jugó con la alquimia, pero cuya intención
aquí no fue ya examinar las sutilezas del arte
con espíritu científico, distanciado: las empleó
para transmitir al espectador una sensación de novedad y asombro”
(Freedberg). Retratos posteriores como el “Caballero”
de los Uffizi, el “Joven Prelado” del Borghese,
y la “Antea” de Nápoles brotan de tensiones
manieristas, pero en éste, como apunta Freedberg,
la sorpresa, la tensión están más en el concepto
que en su realización.
La consonancia del Primer Renacimiento
está presente, aunque distorsionada por el espejo.
Lo que es nuevo es el extremo cuidado con el que traza
las veleidades de la redondeada superficie reflectora
(se trata del primer retrato en espejo), hasta el punto
de sentirte confundido por un momento
antes de darte cuenta de que el reflejo
no es el tuyo. Te sientes como uno de esos
personajes de Hoffmann que fueron desposeídos
de su reflejo, salvo que toda mi persona
parece haber sido suplantada por la estricta
alteridad del pintor situado
en otra estancia. Lo hemos sorprendido
trabajando, pero no, él nos ha sorprendido
mientras trabaja. El cuadro está casi terminado,
la sorpresa casi olvidada, como cuando uno mira hacia fuera,
asustado por la nevada que incluso ahora se extingue
deshaciéndose en briznas y destellos de nieve.
Sucedió mientras tú estabas dentro, dormido,
y no hay motivo para que hubieses estado
esperándolo despierto, salvo que el día
concluye, y habrá de costarte mucho
conciliar el sueño esta noche, al menos hasta tarde.
La sombra de la ciudad inyecta su propia
urgencia: la Roma en la que Francesco
estaba trabajando durante el Saco: sus invenciones
fascinaron a los soldados que irrumpieron en su estudio;
decidieron salvar su vida, pero él se marchó poco después;
la Viena en la que hoy está el cuadro, donde
la vi con Pierre en el verano de 1959; Nueva York,
donde estoy ahora, que no es sino un logaritmo
de otras muchas ciudades. Nuestro paisaje
palpita con filiaciones, con enlaces;
los negocios se mantienen con miradas, gestos,
rumores. Es una vida alternativa para la ciudad,
el respaldo del espejo en el estudio
sin identificar aunque nítidamente esbozado. Persigue
desviar la vida del estudio, deflactar su espacio
trazado, abatirlo en promulgaciones, aislarlo.
La operación ha sido temporalmente interrumpida
pero algo nuevo se aproxima, un nuevo preciosismo
empujado en el viento. ¿Lo puedes soportar,
Francesco? ¿Eres suficientemente fuerte?
Este viento trae lo que ignora, llega
autopropulsado, ciego, sin noción alguna
de sí mismo. Es una inercia que una vez
reconocida socava toda actividad, secreta o pública;
suspiros del mundo que no pueden comprenderse
pero pueden sentirse, un escalofrío, una plaga
extendiéndose por los cabos y penínsulas
de tus venas hasta los archipiélagos, hasta esa
clandestinidad, limpia, espaciosa, de alta mar.
Éste es su lado negativo. Su lado positivo
es hacerte percibir la vida y las tensiones
que tan sólo parecían marcharse, pero que ahora,
al ser puestas en duda por este nuevo modo, parecen
precipitarse fuera de moda. Sólo llegarán a ser clásicos
cuando decidan claramente de qué lado están.
Su reticencia ha ido minando
el escenario urbano, permitiendo que sus ambigüedades
parezcan agotadoras, tercas, los pasatiempos de un viejo.
Lo que ahora necesitamos es a este improbable
aspirante aporreando las puertas de un castillo
asombrado. Tu argumento, Francesco,
comenzó a enranciarse al no existir esperanza
de una o varias respuestas. Si se disuelve
en polvo, significa tan sólo que su hora
llegó hace algún tiempo, pero mira y escucha:
puede que haya otra vida allí dentro guardada
en lugares recónditos e ignotos; que ella,
y no nosotros, seamos el cambio; que en realidad seamos
ella si pudiésemos volver a ella, revivir su apariencia
de algún modo, volver nuestros rostros hacia el globo
al tiempo que desciende, y lograr, sin embargo, escaparnos seguros:
pulso normal, respiración normal. Al ser una metáfora
hecha para incluirnos, somos parte de ella
y podemos vivir dentro de ella como de hecho vivimos,
aunque sabemos que nunca podrá ser aleatorio
que nuestras mentes se queden desnudas para interrogar
sino que habrá que ocurrir con un orden que no supone amenaza
para nadie –en el modo normal en que se hacen las cosas,
como el crecimiento concéntrico de los días
alrededor de una vida: correctamente, si lo piensas.
Una brisa cual página que pasa
me devuelve tu rostro: el instante
se apropia de un bocado tan vasto de la niebla
de la dulce intuición que la sucede.
Ajustarse a un lugar significa “morir”
como dijera Berg de una frase de la Novena de Mahler,
o, citando a Imogen en Cymbeline, “No hay
en la muerte punzada más aguda que ésta,” pues,
pese a ser solamente táctica, ejercicio, acarrea
la inercia de una convicción que se ha ido formulando.
El olvido tan sólo no podrá cancelarlo
ni el deseo regresarlo, en tanto que persista
como blanco precipitado de su sueño
en el clima de suspiros arrojados al mundo,
una tela que cubre una jaula. Pero es cierto
que lo bello solamente se muestra en relación a una vida
específica, experimentada o no, encauzada hacia una forma
bañada en la nostalgia de un pasado colectivo.
Hoy se abate la luz con el mismo entusiasmo
que conocí en otro sitio, y comprendí el motivo
de su sentido aparente, de que otros sintieran
hace años lo mismo. Me empeño en consultar
este espejo que ya no es mi espejo
buscando la porción de fresco vacío
que ahora me corresponde. Y el jarrón siempre está lleno
porque sólo queda ese espacio preciso
y lo acoge todo. La muestra
que uno ve no debe ser tomada sólo
como tal, sino como todo
lo que quepa imaginar fuera del tiempo –no como un gesto
sino como todo en estado refinado, asimilable.
Pero ¿adónde nos lleva este umbral del universo
a medida que gira y oscila hacia dentro, hacia fuera,
negándose a cercarnos pero siendo
lo único que vemos? El amor una vez
inclinó la balanza pero ahora resulta impreciso, invisible,
aunque misteriosamente presente, cerca, en algún lugar.
Aunque sabemos que no puede encajarse
entre dos momentos adyacentes, que sus meandros
no conducen a nada salvo a nuevos afluentes
y que estos se vierten en una vaga sensación
de algo que nunca logra conocerse del todo
por mucho que sea probable que cada uno
de nosotros sepa de qué se trata y consiga
comunicárselo al otro. Pero el aspecto
que algunos portan como señal hace
que deseemos seguir avanzando sin prestar
atención a la aparente ingenuidad del intento,
sin reparar en que ya nadie escucha, pues la luz
ha iluminado sus ojos de una vez por todas
y comparece, incólume, constante anomalía,
despierta y silenciosa. Sobre su superficie
no hay razón especial para que el amor
sea enfocado por esta luz, o para que la ciudad
ocupando con todos sus hermosos suburbios
un espacio crecientemente turbio e indistinto
deba ser comprendida como apoyo en su progreso,
el caballete sobre el cual se desplegó la tragedia
hasta alcanzar su plenitud, llegando hasta el final
de nuestros sueños, un final que nosotros jamás
imaginamos, bajo una luz gastada, con la promesa
pintada que se asoma como indicio, un vínculo.
Esta hora del día anodina, indefinible,
es el secreto del lugar en que sucede
y ya no podemos retornar a esas declaraciones
diversas, enfrentadas, que se acumulan, lapsos
de la memoria en testigos principales. Todo
lo que sabemos es que hemos llegado un poco pronto,
que este día tiene una esencia lapidaria,
que la luz diurna puede fielmente reproducir
arrojando sombras de ramas en aceras
joviales. Ningún día anterior habría sido como éste.
Yo solía pensar que todos se asemejaban,
que el presente parecía siempre igual a todo el mundo
pero esta confusión se desagua a medida
que uno encumbra las olas de su propio presente.
Sin embargo, ese espacio “poético”, pajizo,
del pasillo alargado que conduce de nuevo al cuadro,
su contrario ensombrecido -¿es esto acaso
una quimera del “arte”, que no debe concebirse
como real y mucho menos especial? ¿No tiene su guarida
también el presente del que siempre escapamos
para siempre volver, mientras la noria de los días
insiste en su curso sereno, sin incidentes?
Creo que intenta decir que es hoy
y debemos salir mientras que el público se arrastra
en este momento a través del museo para estar
en la calle cuando cierren. No puedes vivir allí.
El barniz gris del pasado corroe toda experiencia:
secretos de limpieza y acabado que tardaron una vida
en aprenderse y que quedan reducidos a la condición
de ilustraciones en blanco y negro en un libro con pocas
láminas coloreadas. Es decir, todo el tiempo
se reduce a ningún momento especial. Nadie
alude al cambio; hacerlo supondría
llamar la atención y eso
aumentaría el miedo de no poder salir
antes de haber visto toda la colección
(exceptuando las esculturas del sótano:
están donde se merecen).
Nuestro tiempo queda velado, comprometido
por el deseo de durar del retrato. Insinúa
nuestro deseo, que buscábamos mantener oculto.
No necesitamos ni cuadros
ni ripios escritos por poetas maduros
cuando la explosión es tan lograda, tan pulcra.
¿Tiene algún sentido admitir la existencia
de todo eso? ¿Existe acaso?
Desde luego ya ha dejado de existir
ese ocio que permitía pasatiempos
majestuosos. El hoy no tiene márgenes, el suceso llega
encajado en sus bordes, comparta la misma sustancia
que ellos. “Jugar” es otra cosa;
Se da en una sociedad específicamente
organizada como una manifestación de sí misma.
No hay otra manera, y todos esos capullos
que lo confunden todo con sus juegos de espejos
que parecen multiplicar las apuestas y azares,
o que sencillamente enturbian las cosas con un aura
invasora que erosiona la arquitectura
del todo en una bruma de burla reprimida,
resultan irrelevantes. Están fuera del juego,
que no existe hasta que estén completamente fuera.
Parece un universo muy hostil
pero, como el principio de cada cosa individual
es también hostil y existe a expensas del resto,
como muchos filósofos han señalado, al menos
esta cosa, el presente mudo e indiviso,
tiene la justificación de la lógica,
lo cual en este caso no es malo
o no lo sería, si no fuese porque el modo
de decirlo no importunase un poco, tergiversando el resultado
final hacia una caricatura de sí mismo. Esto
siempre sucede, como en el juego en el que una frase
susurrada de unos a otros alrededor de una estancia
acaba siendo al final totalmente distinta.
Es el mismo principio que convierte a las obras de arte
en algo tan diferente de lo planeado por el artista.
Con frecuencia descubre que ha omitido aquello
que quería decir al comienzo. Seducido por flores,
explícitos placeres, se culpa a sí mismo (aunque
secretamente satisfecho con el resultado), imaginando
que pudo opinar sobre este asunto, que ejerció un derecho
a elegir del que casi no era consciente,
sin saber que la necesidad sortea estas decisiones
para crear de este modo algo nuevo
por sí mismo, que no hay otra manera,
que la historia de la creación avanza conforme
a leyes estrictas, que así es
como son las cosas, pero nunca las cosas
que planeamos realizar y que desesperadamente
quisimos ver nacer. Parmigianino
debió de darse cuenta de esto mientras trabajaba
en aquella tarea que frenaba su vida. Estamos obligados
a descubrir el logro perfectamente posible de un proyecto
en ese acabado suave, quizás desabrido (pero tan
enigmático). ¿Debemos tomarnos en serio
alguna cosa fuera de esta alteridad
que acaba insinuándose en las formas más simples
de nuestra vida diaria, que lo cambia todo
leve y profundamente, que nos arrebata de las manos
la materia de la creación, de cualquier creación,
no sólo de la creación artística, para instalarla en alguna
monstruosa y cercana cumbre, demasiado próxima
para ignorarla, demasiado lejana
para que podamos intervenir? Esta alteridad, este
“no ser nosotros” es todo lo que podemos
ver en el espejo, por mucho que nadie sepa
decir cómo ocurrió. Un barco con bandera
desconocida ha entrado en el puerto.
Estás permitiendo que asuntos extraños
desintegren tu día, que nublen el foco
del globo de cristal. Su escena se aleja
sin rumbo cual vapor esparcido en el viento. Aquellas
fértiles asociaciones mentales que tan fácil surgían,
ya no acuden jamás, o lo hacen raramente.
Sus coloraciones son menos intensas, borradas
por lluvias y por vientos otoñales, enlodadas, anuladas,
devueltas a tu persona porque ya no valen nada.
Pero somos de tal modo animales de costumbres
que sus implicaciones nos envuelven aún, en permanence,
enturbiando las cosas. Tomarse en serio
solamente el sexo es quizás una manera, pero las dunas
silban mientras avanzan hacia el comienzo de la gran caída
en lo sucedido. Este pasado
está aquí ahora: el rostro
reflejado del pintor, en el que perduramos,
recibiendo sueños e inspiraciones con una frecuencia
no asignada, pero los tonos se han vuelto metálicos,
las curvas y bordes no son tan suntuosos. Cada persona
tiene una gran teoría para explicar el universo
pero no cuenta la historia completa
y al final lo importante es lo que yace fuera
de esa persona, para ella y especialmente para nosotros
que no hemos recibido ayuda alguna
para descodificar nuestro cociente a escala humana
y tenemos que confiar en conocimientos de segunda mano.
Sin embargo, sé positivamente que el gusto de otra
persona no sirve de nada, y puede ser ignorado.
En otro tiempo parecía tan perfecto – brillo en la piel
pecosa y delicada, labios humedecidos como a punto de abrirse
liberando palabras, y ese aspecto familiar
de ropas y de muebles que uno olvida.
Éste pudo haber sido nuestro paraíso: un refugio
exótico en un mundo agotado, pero eso no estaba
en las cartas, porque no habría sido
lo relevante. Simular llaneza puede ser el primer paso
para alcanzar una calma interior
pero es sólo el primer paso, y con frecuencia
un gesto congelado de bienvenida permanece grabado
en el aire que se va materializando tras él,
una convención. Y realmente no nos queda
tiempo para estos gestos, salvo si los usamos
para encender una pasión. Cuanto antes se consuman
mejor para los papeles que hemos de representar .
Por ello, te lo suplico, retira esa mano,
no la ofrezcas ya más como escudo o saludo,
el escudo de un saludo, Francesco:
hay sitio para una bala en la recámara:
nuestra mirada por el lado equivocado
del telescopio mientras tú retrocedes
a una velocidad superior a la de la luz, aplanado,
confundido con los otros rasgos de la estancia,
una invitación nunca enviada, el síndrome
“todo fue un sueño”, aunque el “todo”
lacónicamente revela que no lo fue. Su existencia
fue real, aunque agitada, y el dolor de este sueño
interrumpido no podrán nunca ahogar
el diagrama que aún flota esbozado en el viento,
selecto, diseñado para mí y materializado
en el brillo enmascarante de esta estancia.
Hemos visto la ciudad; es el ojo creciente
y espejado de un insecto. Todo sucede
en su platea y luego se retoma dentro,
pero la acción es el avance frío, almibarado,
de un desfile. Uno se siente demasiado recluido,
filtrando la luz de abril en busca de pistas,
en la mera quietud de la soltura
de su parámetro. La mano no sostiene tiza
y cada parte del todo se desprende
y no puede saber que supo, excepto
aquí o allí, en fríos reductos
de memoria, susurros pronunciados a destiempo.
[1] Versión de Marcelo Cohen y Graciela Speranza