La ocurrencia feliz

LA OCURRENCIA FELIZ 

por Nahuel Lardies

I

Cuenta Ashbery en una entrevista televisiva que solía salir a caminar por Nueva York con un grabadorcito en el que se registraba las asociaciones que iban aconteciéndole y los registros de voz, las palabras escuchadas en la calle que atraían su atención, a la manera de un naturalista a la caza de nuevos especímenes. Cuando se le pregunta por la fuente de la que manan sus poemas tiende a poner en primer plano el inconsciente, el espacio interior de los sueños, su significativo misterio. “Creo que trato de reproducir la polifonía que existe adentro de mí, que no creo que sea radicalmente diferente a la de otras personas”.

       La antología personal que realizó de una parte de su obra, que abarca desde principio de los ochenta hasta finales de los noventa, se tituló Notes from the air, cuya traducción tentativa podría ser desde “notas tomadas al vuelo” a “apuntes del aire”, como si ese agente inmaterial (¿Ariel?) se animara y empezara a dictar, a la manera de una musa, un espíritu tutelar o un geniecillo maligno, los senderos que el poema anda y desanda al realizarse hasta contraerse en un silencio que deslumbra y anonada, sin demandar asentimiento absoluto, y no exento de perderse por ahí.

 

II

       Me gusta imaginar a Ashbery lanzando ese último suspiro, como la foto que Man Ray le hiciera a Proust en un momento análogo, recitándole a su segunda voz, a su Genio, este fragmento:

       Como te dije ya,
       Estos actores no eran sino espíritus;
       Se han disipado en el aire, en el ingrávido aire,
       Y, como la infundada trama de esta visión,
       Torres orladas de nubes, espléndidos palacios,
       Templos solemnes, y hasta el mismísimo globo,
       Sí, y con él quienes lo hereden, han de disolverse
       Y, tal como esta tramoya insustancial,
       Se desvanecerán sin dejar rastro. Somos
       De la misma materia que los sueños y el sueño
       Envuelve nuestra vida breve. Estoy inquieto,
       Señor, perdona mi debilidad, los años me turban
       El cerebro. Que no te aflija mi flaqueza.
       Si quieres, retírate en mi celda y descansa.
       Yo entretanto daré un paseo para aplacar
       Los latidos de mi mente.[1]

       (W.Shakespeare, La Tempestad, IV, i)

 

III

       Que Ashbery haya sido cronista y crítico de arte entre mediados de los cincuenta y mediados de los sesenta, sus años de becario Fullbright en Paris, harán del asunto de la estructura de la imagen y sus modos de exhibirla, percibirla y describirla, un problema estético, un oficio y un sustento. Editor de la sección de arte para el New York Herald Tribune (sí, ese mismo que en À bout de soufflé de Godard, tenía como canillita a Jean Seberg), luego de ArtNews, Newsweek, entre otras publicaciones durante la mayor parte de su carrera, hará del viejo tópico ut pictura poesis (“tal como es la pintura es la poesía”) no solo una reflexión poética al interior de una práctica, sino también su remuneración. Artistas como Giorgio de Chirico, Fairfield Porter o Parmigianino serán objeto de su atención recurrente, como si dijéramos imágenes de las maneras y modos de representar alrededor de los cuales Ashbery se amparó, aplicando variaciones, ritornelos. Podríamos decir que cada poema se trama sobre un lienzo (“el perímetro central que nuestra imaginación orbita”, dirá en un pasaje de su célebre poema “Fragment”), aplica trazos siempre en referencia a un estilo y se ensaya y se prueba sobre la marcha viendo qué es lo que pinta, pero como dirá reiteradas veces en referencia al surrealismo, aplicando luego la atención de la conciencia para pulir los resultados finales, que lo harán, por supuesto, parecer circunstancial, espontáneo, como lo que uno podría decirse a sí mismo, si sale a caminar desorientado pero con el grabador del celular listo para no dejar desvanecer la ocurrencia feliz.

 

III

       John Ashbery nació el 28 de julio de 1927 y murió el 3 de septiembre de 2017, a sus 90 años. Mientras me entrego al ejercicio contra-reloj de hacer unas notas al voleo a modo de introducción me entrego, más que al discurso programado o las citas de críticos reconocidos, a la asociación circunstancial. Voy a dejar que esta guíe, modesto y fidedigno réquiem, las dos o tres cosas que a continuación quisiera decir.

 

IV

       En primer lugar, ¿cuál sería uno de los temas principales de Ashbery? En segundo lugar, ¿cómo sería, de manera hipotética, el modo en que Ashbery trabaja ese tema en el primer movimiento hacia un poema? Por último, ¿cómo ese tema y la manera de tratarlo nos graba una impresión, al modo de un sello marca-Ashbery que reconoceríamos intuitivamente al encontrárnoslo donde sea que esté? Como la brevedad riñe con el barroco ensayístico, diría que uno de los principales temas que articulan la obra de Ashbery es el tiempo. Esto, que no parece decir mucho a priori, va afilándose con ciertas indicaciones. Al fugar y variar las formas fijas, la convención, el primer verso de un poema de Ashbery es como la primera pisada de una caminata. Se sale a pasear, se escuchan cosas, se ven cosas, se gira en ciertas esquinas, y todo sucede en un cierto tiempo, dentro del cual, como con las contingencias climáticas, una metáfora que ilumina puede nublarse asociada a otra metáfora, o una palabra puede, al vincularse con otra palabra, en sus letras o campos semánticos, hacernos recordar que deberíamos haber salido con un paraguas cuando iniciado el recorrido la temperatura del significado nos estrechaba con calidez. Una frase, como dicha por voces de una zona extraña e inidentificable, pone a reflexionar a la voz que habla en el poema con espacios de sí misma de la que somos ajenos, hasta que en un momento parece recordar nuestra presencia y nos indica, compasiva, ese árbol, subraya una melodía que también podemos tararear o nos recuerda una lectura en común en la que podemos darnos cita, encontrarnos. Si pensamos que la unidad de un verso en inglés no es la sílaba, sino el acento, y que al acento se lo llama foot, y se compone de dos variables matrices, el yambo (ta-TAM) y el troqueo (TA-ta), ahora podremos imaginarnos esa dimensión temporal como una caminata, en la que los pies alternan, mientras sostienen el cuerpo, cuyos sentidos perciben, por una línea sinuosa, continua y discontinua. William Carlos Williams, pugnando por un lenguaje más apegado al habla polemizó con la tradición métrica de la preceptiva y propuso el pie variable. Los versos de Ashbery se entroncan en esa propuesta. Podríamos recordar también que stanza, la palabra que se utiliza en inglés para estrofa, significó en algún momento habitación, estancia, morada.

       Y acá un modelo de lo dicho, Robert Walser, “Declaro que una hermosa mañana, ya no sé exactamente a qué hora, como me vino en gana dar un paseo, me planté el sombrero en la cabeza, abandoné mi habitación de escritor, habitación de fantasmas, y bajé la escalera para salir a buen paso a la calle”, en El Paseo.

 

V

       Como Ashbery es, ante todo, un poeta lírico, en líneas generales los poemas hablan de los efectos del tiempo, ya como un agente más abstracto, en los estados de ánimo. Meditativos cuando el “tú” del poema es un desdoblamiento de la voz del poeta hablando consigo mismo, amorosos cuando es otro ese a quién se le pregunta qué nos sucedió, que fue lo que sentimos durante todos estos años, o por citar a Yeats, ¿qué fue de esa belleza que pasó como un sueño? Y los sueños son ese permiso que la intimidad ofrece al poeta para modificar los puntos de vista. Si el sueño condensa y desplaza, torna extraño lo vivido y retorna al mundo diurno para dar cuenta de ello, sea lo que sea, creo tendríamos que percibir esas licencias como tocatas y fugas sobre un tema. Considerado muchas veces surrealista, Ashbery abreva menos en Breton y sus amiguitos poetas que en artistas más completos y conscientes como Raymond Roussel o Giorgio de Chirico. De la novela Hebdómeros de este último dirá: “El lenguaje de Giorgio de Chirico, como su pintura, es invisible: un medio transparente pero denso que contiene objetos que son más reales que lo real”. Así, el sueño establece otro tiempo, un canal al tiempo originario, y acá el tiempo se transforma en el espacio de la memoria.

 

VI

       Ese giro, por no dejar de simplificarlo todo en demasía, que acompaña y hace gozne con el tiempo, podríamos pensarlo en el encuentro con una imagen. Salir a caminar sin rumbo, guiado por el pulso de los pies, es encontrarse con algo, sorprenderse. Dijo Ezra Pound que una imagen era “un complejo intelectual en un instante de tiempo”. Esa imagen será el vértice, la luz de giro hacia otra dirección. La metáfora será la herramienta con que Ashbery acarreará esa imagen del tiempo de la caminata al tiempo del poema, de la sentada. Lo particularmente difícil de la imagen del tiempo es que, y así titula Ashbery uno de sus extensísimos y celebrados poemarios, es un “diagrama de flujo” (Flow Chart). Es entonces que la pintura viene a ayudar a delinear eso siempre a punto de desvanecerse. Hubo en tiempos antiguos un tópico dentro de los poemas al que se le dio el nombre de écfrasis, y trataba de la descripción, inserta en un momento narrativo, de una obra de arte. Por ejemplo el escudo de Aquiles en La Ilíada. El objetivo con el que épocas posteriores utilizan esta manera de representar es para darle al poema una cualidad plástica, hacerle un espacio, convertirlo en un recipiente. Una estatua, una urna, la descripción de una pintura le ayudan al lector a hacerse una idea del espacio, le sirven, como la métrica para contener los pasos, o el silogismo de una metáfora para ajustar la lógica de una representación, para aferrarse a algo no del todo evidente. Podríamos decir que Ashbery trabaja siempre con esta primera imagen, que presente o ausente, le hace de esquema, como un mapa de una ciudad en la que uno finalmente decidiera perderse. Y el quid de la cuestión radica en que esa imagen no siempre es visual. Ashbery aprendió de Eliot, sobre todo del uso de las citas que arman una estructura de referencias, que una frase puede organizar una escena. En la línea de cómo podríamos representarnos un poema de Ashbery si lo escenificáramos, tendríamos que imaginarnos dos personas charlando en un comedor, con un cuadro en el centro, la imagen, punto de referencia de los interlocutores aunque no siempre tema de conversación. Por ejemplo, si el poema trata del amor, el cuadro de fondo será una Tiziano sobre algún Cupido alado, y ese trasfondo puede ofrecer el afinador para el tono de las voces. El tema puede ser la meditación solitaria sobre sí mismo, y el cuadro será un autorretrato. Ahora bien, la voz de otro, algo leído, una frase, un anuncio, el argot, representan y organizan como lo hace una imagen. Si partimos de la idea de que un poema de Ashbery es también un paseo, un desplazamiento en el espacio, este ejemplo puede extenderse. La persona sale de su habitación, de aquello que lo localiza para perderse en un ritmo, insisto, o en una ensoñación.

       En última instancia, en ese cruce de tiempos y espacios, de voces e imágenes, la imaginación es el valor supremo. Y el rendezvous siempre es con ella. Y acá Wallace Stevens aparece y vocifera en una frase que tiene una dimensión teológica pero que ilustra la soledad en que se encuentra todo sujeto secular: “Decimos que Dios y la Imaginación son Uno”, una frase que no podría desglosar. Como sea, ese sello que imprime Ashbery está hecho un poco con todas estas cosas. Sus palabras tienen el carácter zoológico de esos animales imaginarios en espacios reales que pueblan los poemas de Marianne Moore. Su ternura y extrañeza, su juego en lo muchas veces serio de la vida, tienen esa cercanía con la que Elizabeth Bishop puede hablarle a su amada mientras le lava la cabeza con shampoo en una palangana abollada como la luna.

 

VII

       Rescatamos de la crisis del mundo editorial la traducción que hiciera otrora Julián Jiménez Heffernan para la ya fundida DVD ediciones. Es la mejor introducción al tiempo que… iba a decir uno de sus mejores poemas, pero me ahorro un cliché más y doy espacio.

 

       AUTORRETRATO EN ESPEJO CONVEXO

       Como hizo el Parmigianino, la mano derecha
       mayor que la cabeza, tendida hacia el que mira,
       retirándose con suavidad, como queriendo proteger
       aquello que revela. Unos vidrios emplomados, vigas viejas,
       forro de piel, muselina plisada, un anillo de coral
       se acompasan en un vértigo donde descansa el rostro,
       que va y viene flotando, como la mano,
       pero que está en reposo. Es lo que queda
       recluido. Dice Vasari: “Francesco se dispuso un día
       a hacer su autorretrato, para lo cual se contempló
       en un espejo convexo, como el que usan los barberos…
       De este modo pidió que un tornero le hiciese
       un globo de madera, y tras dividirlo en dos partes
       y reducirlo al tamaño de un espejo, se dispuso
       con mucho arte a copiar lo que veía en el cristal.”
       Principalmente su reflejo, del que el retrato
       es el reflejo cuando se ha apartado.
       El cristal decidió reflejar sólo lo que él veía
       lo cual bastó a su propósito: su imagen
       vidriosa, embalsamada, proyectada en un ángulo de 180 grados.
       La hora del día o la densidad de la luz
       que se adhiere a su rostro lo mantienen
       alerta, intacto, en un gesto recurrente
       de llegada. El alma se instala.
       ¿Pero hasta dónde puede saltar desde los ojos
       y regresar a salvo hasta su nido? Al ser convexa
       la superficie del espejo, la distancia aumenta
       significativamente; o sea, lo bastante para mostrar
       que el alma está cautiva, tratada con humanidad,
       suspendida, incapaz de avanzar mucho más lejos
       que tu mirada al tiempo que intercepta el cuadro.
       Al verlo, el Papa Clemente y su corte quedaron “estupefactos”,
       según Vasari, y le prometieron un encargo
       nunca materializado. El alma ha de quedarse donde está,
       aunque esté inquieta, oyendo las gotas de lluvia en el cristal,
       el suspiro de las hojas otoñales azotadas por el viento,
       soñando con salir y ser libre, pero debe quedarse
       posando en este sitio. Debe moverse
       lo menos posible. Esto es lo que dice el retrato.
       Pero hay en esa mirada una combinación
       de ternura, de gozo y de tristeza, tan poderosa
       en su contención que no es posible mirarla mucho tiempo.
       El secreto es demasiado simple. Su pena mortifica,
       hace que broten lágrimas calientes: que el alma no es un alma,
       no tiene secreto, es pequeña, y encaja
       perfectamente en su hueco: su estancia, nuestro instante de atención.
       Esa es la melodía pero faltan las palabras.
       Las palabras son sólo especulación
       (del latín speculum, espejo)
       buscan pero no hallan el sentido de la música.
       Nosotros sólo vemos las posturas del sueño,
       pasajeros de la moción que gira y revela
       al rostro bajo cielos crepusculares,
       sin falso desaliño como prueba de autenticidad.
       Pero se trata de la vida englobada.
       Uno querría extender fuera la mano
       y atravesar el globo, pero su dimensión,
       lo que lo porta, no lo permite.
       No cabe duda de que es esto, y no el reflejo
       de querer ocultar algo, lo que hace que la mano se avecine,
       enorme, al tiempo que levemente retrocede. No es posible
       figurarla plana como la sección de un muro:
       debe ajustarse al segmento de un círculo
       regresando, errática, al cuerpo al que parece
       tan insólitamente pertenecer, para cercar y apuntalar el rostro,
       cuyo esfuerzo ante este estado se insinúa
       en la sonrisa que apenas se dibuja, como una chispa
       o un astro que uno cree haber entrevisto
       cuando retorna la oscuridad. Una luz perversa
       cuyo imperativo de sutileza condena por anticipado
       su presunción de iluminar: sin importancia pero intencionada.
       Francesco, tu mano es lo bastante grande
       para quebrar la esfera, y demasiado grande,
       cabe pensar, para tejer unas mallas delicadas
       que sugieran tan sólo su pronta detención.
       (Grande, pero no tosca, meramente a otra escala,
       como una ballena somnolienta en el fondo del mar
       comparada con el pequeño, vanidoso barco que flota
       en la superficie). Pero tus ojos proclaman
       que todo es superficie. La superficie es lo que hay allí
       y sólo puede existir lo que hay allí.
       En la estancia no hay recovecos, sólo hornacinas,
       y la ventana no importa mucho, ni esa astilla
       de ventana o espejo a la izquierda, ni siquiera
       como indicador del clima, que en francés se dice
       le temps, la palabra para tiempo, y que describe
       una trayectoria en la que los cambios son sólo
       rasgos del conjunto. El conjunto es estable
       en su inestabilidad, un globo como el nuestro, que descansa
       sobre un pedestal de vacío, una pelota de ping-pong
       confiada sobre su chorro de agua.
       Y así como no hay palabras para la superficie, o sea,
       no hay palabras que digan lo que realmente es, que no es
       superficial sino un centro visible, así tampoco existe
       solución para el problema del pathos enfrentado a la experiencia.
       Tú te quedarás ahí, díscolo, sereno
       en tu gesto que no es ni abrazo ni advertencia
       sino que contiene algo de ambos
       en pura afirmación que nada afirma.

       El globo estalla, la atención
       hastiada se retira. Unas nubes
       se agitan en el charco como fragmentos cortantes.
       Pienso en los amigos
       que vinieron a verme, en la impresión
       que tengo del ayer. Una rara inclinación
       de la memoria que se adentra entre los sueños del modelo
       en el silencio del estudio mientras éste considera
       si levantar o no su lápiz hacia el autorretrato.
       Cuántas personas vinieron y se quedaron un tiempo,
       pronunciaron palabras claras u oscuras que pasaron a formar parte de ti,
       como la luz tras la niebla y la arena empujadas por el viento,
       que las filtra, las influye, hasta que nada permanece
       que podamos decir que eres tú. Aquellas voces en la penumbra
       ya te lo han dicho todo, pero la historia prosigue
       en forma de recuerdos depositados en irregulares
       terrones de cristales. ¿De quién es, Francesco, la mano curvada
       que controla las estaciones cambiantes y los pensamientos
       que se desprenden y alejan con prontitud vertiginosa
       como las últimas y pertinaces hojas arrancadas
       de las ramas húmedas? Yo aquí tan sólo veo el caos
       de tu espejo redondo que todo lo organiza
       en torno a la estrella polar de tus ojos vacíos,
       que no saben nada, sueñan pero nada revelan.
       Siento que el carrusel arranca lentamente
       y acelera y acelera: mesa, papeles, libros,
       fotografías de amigos, la ventana y los árboles
       fundiéndose en un solo anillo neutro que me rodea
       por todas partes, mire donde mire.
       Y no puede explicar el mecanismo de nivelación,
       la razón de que todo haya de reducirse a una sola
       sustancia uniforme, un magma de interiores.
       Mi guía en estas materias eres tú,
       firme, oblicuo, aceptándolo todo con la misma
       sonrisa espectral, y mientras el tiempo se acelera hasta que pronto
       es mucho más tarde, tan sólo logro averiguar la salida más directa,
       la distancia que existe entre nosotros. hace mucho tiempo
       las pruebas esparcidas significaban algo,
       los pequeños accidentes y placeres
       del día que en su desidia se arrastraba,
       un ama de casa sumida en sus tareas. Ahora es imposible
       restaurar aquellas propiedades en esa indistinción plateada
       que es el registro de lo que tú has logrado al sentarte
       “con mucho arte a copiar lo que veías en el cristal”
       con el objeto de perfeccionar y descartar lo extraño
       para siempre. En el círculo de tus intenciones aún persisten
       ademanes que perpetúan el hechizo de un yo con otro yo:
       miradas que se lanzan, muselina, coral. Da lo mismo
       pues estas cosas pertenecen al hoy
       antes de que la sombra de uno pueda escapar
       del campo hacia los pensamientos del mañana.

       El mañana está claro, pero el hoy por trazar,
       desolado, remiso como cualquier paisaje
       a ceder lo que son las leyes de la perspectiva,
       solamente, en realidad, para el pintor
       profundamente desconfiado, un instrumento débil
       pero necesario. Que, por supuesto, sabe
       que algunas cosas son posibles, pero
       no sabe cuáles. Algún día intentaremos
       hacer todas las cosas que podamos
       y quizás lo logremos con un buen puñado
       de ellas, pero esto no tendrá nada
       que ver con la promesa de hoy, nuestro
       paisaje que se nos escapa para desaparecer
       en el horizonte. Hoy queda suficiente forro para bruñir
       y mantener unida la suposición de las promesas
       en un solo trozo de superficie, permitiéndole a uno
       regresar desde ellas paseando hacia casa para que estas
       posibilidades incluso más fuertes puedan permanecer
       intactas sin tener que ponerlas a prueba. De hecho
       la piel de la cámara de burbujas es tan dura
       como los huevos de reptil; allí todo se “programa”
       a su debido tiempo: cada vez se incluyen más cosas
       sin añadir nada al conjunto, y así como uno
       se acostumbra a un ruido
       que le impedía dormir aunque ya no lo hace,
       la estancia contiene este flujo como un reloj de arena
       sin variación de clima o cualidad
       (salvo quizás para alumbrarse pálida y casi
       invisible, en un ángulo de atención precipitado a la muerte –lo retomo
       más tarde). Lo que debiera ser el vaciado de un sueño
       se va inundando, incesante, a medida que se abre
       la fuente de los sueños para que este sueño
       pueda crecer, florecer como una rosa densa, desmedida,
       desafiando leyes suntuarias, abandonándonos
       al despertar y al intento de comenzar a vivir
       en lo que ahora es ya un suburbio. Sydney Freeberg
       dice en su Parmigianino: “En este retrato el realismo
       ya no produce una verdad objetiva, sino una bizarria…
       Sin embargo su distorsión no genera
       una sensación inarmónica… Las formas conservan
       una alta proporción de bella ideal,” porque se nutren
       de nuestros sueños, tan vanos, hasta que un día
       sentimos el vacío que dejaron. Ahora está clara
       su importancia, por no decir su sentido. Estaban ahí
       para alimentar un sueño que los incluye a todos,
       en su inversión final en el espejo acumulante.
       Parecían extraños porque en realidad no podíamos verlos.
       Y sólo comprendemos esto en el instante en que se pierden
       como una ola que rompe en una roca, que renuncia
       a su forma en un gesto que expresa dicha forma.
       Las formas conservan una alta proporción de belleza ideal
       mientras secretamente hurgan en nuestra idea de distorsión.
       ¿Por qué no conformarse con este arreglo si en el fondo
       los sueños nos prolongan mientras son absorbidos?
       Sucede una cosa parecida a la vida, un movimiento
       que va desde el sueño hasta su codificación.

       Justo cuando empiezo a olvidarlo
       vuelve a presentar su estereotipo
       pero se trata de un estereotipo poco familiar, el rostro
       anclado, incólume tras muchos lances, preparado
       para enfrentarse a otros, “más ángel que hombre” (Vasari).
       Quizás un ángel se parezca a todo
       lo que hemos olvidado, quiero decir cosas
       olvidadas que no nos parecen familiares cuando
       las volvemos a ver, irremediablemente perdidas,
       que una vez fueron nuestras. Esto justificaría
       invadir la intimidad de este hombre
       que “jugó con la alquimia, pero cuya intención
       aquí no fue ya examinar las sutilezas del arte
       con espíritu científico, distanciado: las empleó
       para transmitir al espectador una sensación de novedad y asombro”
       (Freedberg). Retratos posteriores como el “Caballero”
       de los Uffizi, el “Joven Prelado” del Borghese,
       y la “Antea” de Nápoles brotan de tensiones
       manieristas, pero en éste, como apunta Freedberg,
       la sorpresa, la tensión están más en el concepto
       que en su realización.
       La consonancia del Primer Renacimiento
       está presente, aunque distorsionada por el espejo.
       Lo que es nuevo es el extremo cuidado con el que traza
       las veleidades de la redondeada superficie reflectora
       (se trata del primer retrato en espejo), hasta el punto
       de sentirte confundido por un momento
       antes de darte cuenta de que el reflejo
       no es el tuyo. Te sientes como uno de esos
       personajes de Hoffmann que fueron desposeídos
       de su reflejo, salvo que toda mi persona
       parece haber sido suplantada por la estricta
       alteridad del pintor situado
       en otra estancia. Lo hemos sorprendido
       trabajando, pero no, él nos ha sorprendido
       mientras trabaja. El cuadro está casi terminado,
       la sorpresa casi olvidada, como cuando uno mira hacia fuera,
       asustado por la nevada que incluso ahora se extingue
       deshaciéndose en briznas y destellos de nieve.
       Sucedió mientras tú estabas dentro, dormido,
       y no hay motivo para que hubieses estado
       esperándolo despierto, salvo que el día
       concluye, y habrá de costarte mucho
       conciliar el sueño esta noche, al menos hasta tarde.

       La sombra de la ciudad inyecta su propia
       urgencia: la Roma en la que Francesco
       estaba trabajando durante el Saco: sus invenciones
       fascinaron a los soldados que irrumpieron en su estudio;
       decidieron salvar su vida, pero él se marchó poco después;
       la Viena en la que hoy está el cuadro, donde
       la vi con Pierre en el verano de 1959; Nueva York,
       donde estoy ahora, que no es sino un logaritmo
       de otras muchas ciudades. Nuestro paisaje
       palpita con filiaciones, con enlaces;
       los negocios se mantienen con miradas, gestos,
       rumores. Es una vida alternativa para la ciudad,
       el respaldo del espejo en el estudio
       sin identificar aunque nítidamente esbozado. Persigue
       desviar la vida del estudio, deflactar su espacio
       trazado, abatirlo en promulgaciones, aislarlo.
       La operación ha sido temporalmente interrumpida
       pero algo nuevo se aproxima, un nuevo preciosismo
       empujado en el viento. ¿Lo puedes soportar,
       Francesco? ¿Eres suficientemente fuerte?
       Este viento trae lo que ignora, llega
       autopropulsado, ciego, sin noción alguna
       de sí mismo. Es una inercia que una vez
       reconocida socava toda actividad, secreta o pública;
       suspiros del mundo que no pueden comprenderse
       pero pueden sentirse, un escalofrío, una plaga
       extendiéndose por los cabos y penínsulas
       de tus venas hasta los archipiélagos, hasta esa
       clandestinidad, limpia, espaciosa, de alta mar.
       Éste es su lado negativo. Su lado positivo
       es hacerte percibir la vida y las tensiones
       que tan sólo parecían marcharse, pero que ahora,
       al ser puestas en duda por este nuevo modo, parecen
       precipitarse fuera de moda. Sólo llegarán a ser clásicos
       cuando decidan claramente de qué lado están.
       Su reticencia ha ido minando
       el escenario urbano, permitiendo que sus ambigüedades
       parezcan agotadoras, tercas, los pasatiempos de un viejo.
       Lo que ahora necesitamos es a este improbable
       aspirante aporreando las puertas de un castillo
       asombrado. Tu argumento, Francesco,
       comenzó a enranciarse al no existir esperanza
       de una o varias respuestas. Si se disuelve
       en polvo, significa tan sólo que su hora
       llegó hace algún tiempo, pero mira y escucha:
       puede que haya otra vida allí dentro guardada
       en lugares recónditos e ignotos; que ella,
       y no nosotros, seamos el cambio; que en realidad seamos
       ella si pudiésemos volver a ella, revivir su apariencia
       de algún modo, volver nuestros rostros hacia el globo
       al tiempo que desciende, y lograr, sin embargo, escaparnos seguros:
       pulso normal, respiración normal. Al ser una metáfora
       hecha para incluirnos, somos parte de ella
       y podemos vivir dentro de ella como de hecho vivimos,
       aunque sabemos que nunca podrá ser aleatorio
       que nuestras mentes se queden desnudas para interrogar
       sino que habrá que ocurrir con un orden que no supone amenaza
       para nadie –en el modo normal en que se hacen las cosas,
       como el crecimiento concéntrico de los días
       alrededor de una vida: correctamente, si lo piensas.

       Una brisa cual página que pasa
       me devuelve tu rostro: el instante
       se apropia de un bocado tan vasto de la niebla
       de la dulce intuición que la sucede.
       Ajustarse a un lugar significa “morir”
       como dijera Berg de una frase de la Novena de Mahler,
       o, citando a Imogen en Cymbeline, “No hay
       en la muerte punzada más aguda que ésta,” pues,
       pese a ser solamente táctica, ejercicio, acarrea
       la inercia de una convicción que se ha ido formulando.
       El olvido tan sólo no podrá cancelarlo
       ni el deseo regresarlo, en tanto que persista
       como blanco precipitado de su sueño
       en el clima de suspiros arrojados al mundo,
       una tela que cubre una jaula. Pero es cierto
       que lo bello solamente se muestra en relación a una vida
       específica, experimentada o no, encauzada hacia una forma
       bañada en la nostalgia de un pasado colectivo.
       Hoy se abate la luz con el mismo entusiasmo
       que conocí en otro sitio, y comprendí el motivo
       de su sentido aparente, de que otros sintieran
       hace años lo mismo. Me empeño en consultar
       este espejo que ya no es mi espejo
       buscando la porción de fresco vacío
       que ahora me corresponde. Y el jarrón siempre está lleno
       porque sólo queda ese espacio preciso
       y lo acoge todo. La muestra
       que uno ve no debe ser tomada sólo
       como tal, sino como todo
       lo que quepa imaginar fuera del tiempo –no como un gesto
       sino como todo en estado refinado, asimilable.
       Pero ¿adónde nos lleva este umbral del universo
       a medida que gira y oscila hacia dentro, hacia fuera,
       negándose a cercarnos pero siendo
       lo único que vemos? El amor una vez
       inclinó la balanza pero ahora resulta impreciso, invisible,
       aunque misteriosamente presente, cerca, en algún lugar.
       Aunque sabemos que no puede encajarse
       entre dos momentos adyacentes, que sus meandros
       no conducen a nada salvo a nuevos afluentes
       y que estos se vierten en una vaga sensación
       de algo que nunca logra conocerse del todo
       por mucho que sea probable que cada uno
       de nosotros sepa de qué se trata y consiga
       comunicárselo al otro. Pero el aspecto
       que algunos portan como señal hace
       que deseemos seguir avanzando sin prestar
       atención a la aparente ingenuidad del intento,
       sin reparar en que ya nadie escucha, pues la luz
       ha iluminado sus ojos de una vez por todas
       y comparece, incólume, constante anomalía,
       despierta y silenciosa. Sobre su superficie
       no hay razón especial para que el amor
       sea enfocado por esta luz, o para que la ciudad
       ocupando con todos sus hermosos suburbios
       un espacio crecientemente turbio e indistinto
       deba ser comprendida como apoyo en su progreso,
       el caballete sobre el cual se desplegó la tragedia
       hasta alcanzar su plenitud, llegando hasta el final
       de nuestros sueños, un final que nosotros jamás
       imaginamos, bajo una luz gastada, con la promesa
       pintada que se asoma como indicio, un vínculo.
       Esta hora del día anodina, indefinible,
       es el secreto del lugar en que sucede
       y ya no podemos retornar a esas declaraciones
       diversas, enfrentadas, que se acumulan, lapsos
       de la memoria en testigos principales. Todo
       lo que sabemos es que hemos llegado un poco pronto,
       que este día tiene una esencia lapidaria,
       que la luz diurna puede fielmente reproducir
       arrojando sombras de ramas en aceras
       joviales. Ningún día anterior habría sido como éste.
       Yo solía pensar que todos se asemejaban,
       que el presente parecía siempre igual a todo el mundo
       pero esta confusión se desagua a medida
       que uno encumbra las olas de su propio presente.
       Sin embargo, ese espacio “poético”, pajizo,
       del pasillo alargado que conduce de nuevo al cuadro,
       su contrario ensombrecido -¿es esto acaso
       una quimera del “arte”, que no debe concebirse
       como real y mucho menos especial? ¿No tiene su guarida
       también el presente del que siempre escapamos
       para siempre volver, mientras la noria de los días
       insiste en su curso sereno, sin incidentes?
       Creo que intenta decir que es hoy
       y debemos salir mientras que el público se arrastra
       en este momento a través del museo para estar
       en la calle cuando cierren. No puedes vivir allí.
       El barniz gris del pasado corroe toda experiencia:
       secretos de limpieza y acabado que tardaron una vida
       en aprenderse y que quedan reducidos a la condición
       de ilustraciones en blanco y negro en un libro con pocas
       láminas coloreadas. Es decir, todo el tiempo
       se reduce a ningún momento especial. Nadie
       alude al cambio; hacerlo supondría
       llamar la atención y eso
       aumentaría el miedo de no poder salir
       antes de haber visto toda la colección
       (exceptuando las esculturas del sótano:
       están donde se merecen).
       Nuestro tiempo queda velado, comprometido
       por el deseo de durar del retrato. Insinúa
       nuestro deseo, que buscábamos mantener oculto.
       No necesitamos ni cuadros
       ni ripios escritos por poetas maduros
       cuando la explosión es tan lograda, tan pulcra.
       ¿Tiene algún sentido admitir la existencia
       de todo eso? ¿Existe acaso?
       Desde luego ya ha dejado de existir
       ese ocio que permitía pasatiempos
       majestuosos. El hoy no tiene márgenes, el suceso llega
       encajado en sus bordes, comparta la misma sustancia
       que ellos. “Jugar” es otra cosa;
       Se da en una sociedad específicamente
       organizada como una manifestación de sí misma.
       No hay otra manera, y todos esos capullos
              que lo confunden todo con sus juegos de espejos
       que parecen multiplicar las apuestas y azares,
       o que sencillamente enturbian las cosas con un aura
       invasora que erosiona la arquitectura
       del todo en una bruma de burla reprimida,
       resultan irrelevantes. Están fuera del juego,
       que no existe hasta que estén completamente fuera.
       Parece un universo muy hostil
       pero, como el principio de cada cosa individual
       es también hostil y existe a expensas del resto,
       como muchos filósofos han señalado, al menos
       esta cosa, el presente mudo e indiviso,
       tiene la justificación de la lógica,
       lo cual en este caso no es malo
       o no lo sería, si no fuese porque el modo
       de decirlo no importunase un poco, tergiversando el resultado
       final hacia una caricatura de sí mismo. Esto
       siempre sucede, como en el juego en el que una frase
       susurrada de unos a otros alrededor de una estancia
       acaba siendo al final totalmente distinta.
       Es el mismo principio que convierte a las obras de arte
       en algo tan diferente de lo planeado por el artista.
       Con frecuencia descubre que ha omitido aquello
       que quería decir al comienzo. Seducido por flores,
       explícitos placeres, se culpa a sí mismo (aunque
       secretamente satisfecho con el resultado), imaginando
       que pudo opinar sobre este asunto, que ejerció un derecho
       a elegir del que casi no era consciente,
       sin saber que la necesidad sortea estas decisiones
       para crear de este modo algo nuevo
       por sí mismo, que no hay otra manera,
       que la historia de la creación avanza conforme
       a leyes estrictas, que así es
       como son las cosas, pero nunca las cosas
       que planeamos realizar y que desesperadamente
       quisimos ver nacer. Parmigianino
       debió de darse cuenta de esto mientras trabajaba
       en aquella tarea que frenaba su vida. Estamos obligados
       a descubrir el logro perfectamente posible de un proyecto
       en ese acabado suave, quizás desabrido (pero tan
       enigmático). ¿Debemos tomarnos en serio
       alguna cosa fuera de esta alteridad
       que acaba insinuándose en las formas más simples
       de nuestra vida diaria, que lo cambia todo
       leve y profundamente, que nos arrebata de las manos
       la materia de la creación, de cualquier creación,
       no sólo de la creación artística, para instalarla en alguna
       monstruosa y cercana cumbre, demasiado próxima
       para ignorarla, demasiado lejana
       para que podamos intervenir? Esta alteridad, este
       “no ser nosotros” es todo lo que podemos
       ver en el espejo, por mucho que nadie sepa
       decir cómo ocurrió. Un barco con bandera
       desconocida ha entrado en el puerto.
       Estás permitiendo que asuntos extraños
       desintegren tu día, que nublen el foco
       del globo de cristal. Su escena se aleja
       sin rumbo cual vapor esparcido en el viento. Aquellas
       fértiles asociaciones mentales que tan fácil surgían,
       ya no acuden jamás, o lo hacen raramente.
       Sus coloraciones son menos intensas, borradas
       por lluvias y por vientos otoñales, enlodadas, anuladas,
       devueltas a tu persona porque ya no valen nada.
       Pero somos de tal modo animales de costumbres
       que sus implicaciones nos envuelven aún, en permanence,
       enturbiando las cosas. Tomarse en serio
       solamente el sexo es quizás una manera, pero las dunas
       silban mientras avanzan hacia el comienzo de la gran caída
       en lo sucedido. Este pasado
       está aquí ahora: el rostro
       reflejado del pintor, en el que perduramos,
       recibiendo sueños e inspiraciones con una frecuencia
       no asignada, pero los tonos se han vuelto metálicos,
       las curvas y bordes no son tan suntuosos. Cada persona
       tiene una gran teoría para explicar el universo
       pero no cuenta la historia completa
       y al final lo importante es lo que yace fuera
       de esa persona, para ella y especialmente para nosotros
       que no hemos recibido ayuda alguna
       para descodificar nuestro cociente a escala humana
       y tenemos que confiar en conocimientos de segunda mano.
       Sin embargo, sé positivamente que el gusto de otra
       persona no sirve de nada, y puede ser ignorado.
       En otro tiempo parecía tan perfecto – brillo en la piel
       pecosa y delicada, labios humedecidos como a punto de abrirse
       liberando palabras, y ese aspecto familiar
       de ropas y de muebles que uno olvida.
       Éste pudo haber sido nuestro paraíso: un refugio
       exótico en un mundo agotado, pero eso no estaba
       en las cartas, porque no habría sido
       lo relevante. Simular llaneza puede ser el primer paso
       para alcanzar una calma interior
       pero es sólo el primer paso, y con frecuencia
       un gesto congelado de bienvenida permanece grabado
       en el aire que se va materializando tras él,
       una convención. Y realmente no nos queda
       tiempo para estos gestos, salvo si los usamos
       para encender una pasión. Cuanto antes se consuman
       mejor para los papeles que hemos de representar .
       Por ello, te lo suplico, retira esa mano,
       no la ofrezcas ya más como escudo o saludo,
       el escudo de un saludo, Francesco:
       hay sitio para una bala en la recámara:
       nuestra mirada por el lado equivocado
       del telescopio mientras tú retrocedes
       a una velocidad superior a la de la luz, aplanado,
       confundido con los otros rasgos de la estancia,
       una invitación nunca enviada, el síndrome
       “todo fue un sueño”, aunque el “todo”
       lacónicamente revela que no lo fue. Su existencia
       fue real, aunque agitada, y el dolor de este sueño
       interrumpido no podrán nunca ahogar
       el diagrama que aún flota esbozado en el viento,
       selecto, diseñado para mí y materializado
       en el brillo enmascarante de esta estancia.
       Hemos visto la ciudad; es el ojo creciente
       y espejado de un insecto. Todo sucede
       en su platea y luego se retoma dentro,
       pero la acción es el avance frío, almibarado,
       de un desfile. Uno se siente demasiado recluido,
       filtrando la luz de abril en busca de pistas,
       en la mera quietud de la soltura
       de su parámetro. La mano no sostiene tiza
       y cada parte del todo se desprende
       y no puede saber que supo, excepto
       aquí o allí, en fríos reductos
       de memoria, susurros pronunciados a destiempo.

 

[1] Versión de Marcelo Cohen y Graciela Speranza


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