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“…El hermoso verano / no ha terminado aún…”...

“…El hermoso verano / no ha terminado aún…”

por Selva Almada [1]

 

Debo mudarme, dejar mi casa un tiempo para hacer unas reformas. Serán varios meses, seguramente todo el verano, quizá comienzos del otoño. Vamos a vivir en un departamento minúsculo y mientras embalo mi biblioteca pienso qué libros dejar afuera de las cajas. Por supuesto los que fui comprando o me regalaron los últimos meses y todavía no pude leer. Por supuesto El hada que no invitaron, de Estela Figueroa. Si solo pudiera salvar un libro de un incendio sería ese. Y una mudanza no es un incendio aunque me gustaría que lo fuera. Simplemente agarrar el libro de Figueroa, prender un fósforo, salir y cerrar la puerta.

 

PRINCIPIOS DE FEBRERO

No.
El hermoso verano
no ha terminado aún.
Nos queda un mes para estarse en los patios
y descalzarnos
mientras charlamos
de esto y aquello
sin ton ni son.
Todavía habrá hombres de brazos tostados
en las calles
de la ciudad envuelta por la noche
brotada toda
como un lazo de amor.

No.
No me sostengas que no voy a caerme.
Sólo se caen las estrellas fugaces
y yo —te dije—
quiero permanecer.

Un hombre es bueno para una noche.
Cuando amanece es un reflejo dorado
sobre la cama donde se toma café.
Y es agradable el olor que deja.
Dura todo un día.
Pero no toda la vida.

Luego hay que descansar.
El libro de Kavafis y el de Pavese
sobre la mesa de luz.
Hay que aminorar la marcha.
Sentarse un rato a solas
en el sillón del patio.
Mujeres: tendríamos
que aprender de los gatos.
¡Cómo agradecen el tazón
que rebosa de leche!

Falta para el otoño.
Que nos encuentre intactas.
Sin habernos negado
a estas pasiones
que cada tanto
asaltan.

 

Estela Figueroa es mi religión. Decir que es una poeta que me encanta no es suficiente. También me encantan otras. Pero el encantamiento que su poesía ejerce sobre mí es profundo, devocional. Principios de febrero, por ejemplo. ¿Quién empieza un poema con un verso así? “No.” Cuando lo leo en voz alta sale de mi boca como un golpe de puño sobre la mesa. Después la voz desciende sola, suave, agradecida, para decir: “el hermoso verano / no ha terminado aún”.

            Voy a mudarme, como dije. No conozco la casa de Figueroa pero en sus poemas hay patios y plantas en maceta. Me imagino un patio como el de mi casa, de mosaicos, con esos maceteros de cemento que ya no se usan, con plantas que ya no se usan, que pasaron de moda como el lazo de amor de este poema. Es un nombre precioso lazo de amor, así, en cursiva como lo escribe en el poema, y es, como el amor, invasivo, una plaga, allí donde el lazo toca tierra se prende. Abundan en las casas de provincia y solamente en esas casas la gente puede estarse en los patios, charlar de “esto y aquello / sin ton ni son”.

            Luego de la promesa de ese mes por delante de noche brotada, de hombres tostados sueltos en las calles de la pequeña ciudad, otra vez el verso, el puñetazo sobre la mesa. “No.” Esta vez la voz no desciende, la cabeza parece levantarse, desafiante: “No me sostengas que no voy a caerme”. En el verso siguiente la suavidad vidriosa: “Sólo se caen las estrellas fugaces” y la afirmación imperiosa: “y yo -te dije- / quiero permanecer”. ¿A quién le habla, a quién le explica como se le explica a una criatura, a una mascota, para que se le grabe? La respuesta flota en los versos siguientes. Es a los hombres a quienes, parece, las mujeres, tenemos que repetirles las cosas para que entiendan. Pero el poema termina hablándonos a nosotras, a las otras mujeres que estamos de este lado del poema: “Mujeres: tendríamos / que aprender de los gatos”. Un llamado a la astucia se cuchichea en esos versos: muchachas, bebamos del tazón pero mantengámonos intactas; no nos neguemos a las pasiones pero que no nos dejen devastadas. Seamos las dueñas de nosotras mismas. La poesía de Estela Figueroa es al mismo tiempo cotidiana y esencial. Escrita en un susurro, pero con la potencia de un aullido.

Las noticias biográficas de la poeta son breves: nació y vive en la ciudad de Santa Fe, desde 2001 dirige la revista La ventana que publica la Universidad Nacional del Litoral, coordina talleres de escritura. Las fotos de Estela Figueroa, en la web, también son pocas: la muestran con anteojos de marco grueso, un cigarrillo en la mano, en compañía de un perro. Escribe desde niña. En una de las pocas entrevistas que se encuentran, dice que era chica y escribía y escribía en un cuaderno y que una vez su padre le dijo: “pensar que esas boludeces que hacés un día las va a leer la gente”. Sin embargo recién publicó su primer libro a los 39 años, Máscaras sueltas (1985) y le siguieron otros dos A capella (1991) y La forastera (2007), además de un libro de ensayo Un libro sobre Bioy Casares (2006) y uno de reportaje El libro rojo de Tito (1988). En 2016 la editorial Bajo la luna publicó su obra reunida El hada que no invitaron, que contiene el libro inédito Profesión: sus labores.

 

[1] Este artículo fue publicado en el número #40 en papel de Hablar de Poesía en noviembre de 2019. Lo compartimos completo como homenaje con motivo de la muerte de Estela Figuroa el 12 de agosto de 2022.


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