EL LEÓN CAUTIVO (LEOPOLDO LUGONES)
Grave en la decadencia de su prez soberana,
sobrelleva la aleve clausura de las rejas,
y en el ocio reumático de sus garras ya viejas
la ignominia de un sordo lumbago lo amilana.
Mas a veces el ímpetu de su sangre africana
repliega un arrogante fruncimiento de cejas,
y entre el huracanado tumulto de guedejas
ennoblece su rostro la vertical humana.
Es la hora en que hacia el vado, con nerviosas cautelas,
desciende el azorado trote de las gacelas,
bajo la tiranía de atávicos misterios.
La fiera siente un lúgubre influjo de destino,
y en el oro nictálope de su ojo mortecino
se hastía una magnánima desilusión de imperios.
EL BISONTE (JORGE LUIS BORGES)
Montañoso, abrumado, indescifrable,
rojo como la brasa que se apaga,
anda fornido y lento por la vaga
soledad de su páramo incansable.
El armado testuz levanta. En este
antiguo toro de durmiente ira,
veo a los hombres rojos del Oeste
y a los perdidos hombres de Altamira.
Luego pienso que ignora el tiempo humano,
cuyo espejo espectral es la memoria.
El tiempo no lo toca ni la historia
de su decurso, tan variable y vano.
Intemporal, innumerable, cero,
es el postrer bisonte y el primero.
“DIANA” (JUAN L. ORTIZ)
Tenías una pureza tal
de líneas,
que emocionabas.
¿Desde dónde venían
tu fuerte pecho,
tus remos finos,
tus nervios vibrantes,
y esos ojos sesgados,
húmedos de una inteligencia
casi humana?
¿Desde dónde tus gentiles actitudes,
esa manera tuya, aguzada, de echarte,
y ese silencio,
y esa suavidad felinos,
acaso llenos de visiones,
que ennoblecían las alfombras,
y daban la inquietud de un alma,
un alma gótica encarnada en ti?
Oh, ya hubieran querido muchos hombres
tu auténtica aristocracia.
Fuerza contenida
que raras veces temblaba
en tu latido profundo.
Y eras a la vez humilde y tímida,
y sensitiva,
lo que no impedía que te disparases con impulso heroico
cuando tu instinto se abría como una fiesta sobre el campo.
Recuerdo, recuerdo…
¿Qué compañía mas discreta que la tuya?
En el atardecer
íbamos
a la orilla del río.
La cabeza baja,
apenas si pisabas.
Yo casi no respiraba.
Oh, vuelos últimos en la palidez hechizada!
Yo me sentaba en la barranca.
Tú te tendías a mi lado,
el hocico hacia el río,
esculpida en un gesto de caza hacia las estrellas del abismo.
¿Era hacia las llamas tímidas del abismo?
Temblaba tu hocico,
me mirabas,
y caías de nuevo en el éxtasis.
Acaso, al fin, eran tu presa
las imágenes
con que yo volvía luego:
tímidas, asustadizas,
de piel suave,
pero de mirada pura,
como la de tus liebres, oh Diana,
ida ya para siempre,
con mucho de mi alma y de mi casa.