Un retrato de Wilcock

por Elio Pecora
(Traducción de Alejandro Patat)

Usaba sacos más grandes que los de su medida, de lana inglesa, comprados en los puestos del mercado de via Sannio. De allí venían también los zapatos, con suela de cuero verdadero, solía aclarar, como no se hacen en Italia, donde lo importante es sólo la apariencia. A menudo usaba botas de goma y zapatillas, que tornaban ondulante su andar.

            Vivía en el Mandrione, en via Demetriade, en una casa en planta baja, construida ilegalmente después de la guerra con materiales pobres, como todas las casas de esa calle. Se accedía subiendo tres escalones, pasando primero por un portón de madera y, después, por un espacio terroso y vallado, avivado por un grupito de árboles desmedrados.

            En el interior, las paredes estaban cubiertas de libros, dispuestos en repisas estrechas de madera ordinaria. Del piano, cubierto de polvo, descendía, drapeada, una telaraña. Había un sillón de piel gastada. No había cuadros ni fotografías, quizás ni siquiera había sillas. Había objetos variados, que recogía de la basura durante sus paseos cotidianos. Me pasó a mí también, saliendo con él por la via Appia Pignatelli, tener que volver cargado de banquetas cojas, carteles arrancados y abollados, un teléfono público, un lavabo municipal, una radio vieja.

            Cuando lo conocí y comencé a frecuentarlo con asiduidad y a responder a sus llamados telefónicos que duraban horas, tenía el rostro de Caifás en el Evangelio según San Mateo de Pasolini, indiferente ante la justicia a imponer e, incluso, indignado. Tenía la frente surcada de arrugas, labios finos, ojos grises con una luz entre tierna e insolente.

            Dejaba entrever y derramaba disgusto. También en dosis. Ya no sé si era para mantener distante al otro o para defenderse de una cercanía excesiva: en una filmación de los años setenta, en ocasión de una entrevista para la televisión, mientras explicaba y hablaba de más, entre sarcasmos y argucias, multiplicaba el disgusto de quien lo entrevistaba y el de su futuro espectador. En ese sentimiento de disgusto se enredaban también sus amigos. Como, por ejemplo, la colaboradora del Corriere, que, en Velletri, se quedó inmóvil bajo la lluvia escuchándolo en una de las suyas, mientras él permanecía guarnecido bajo un techo reparador.

            Tenía una perra lulú, pequeña, blanca y negra. La había llamado Puglia porque, saliendo del agua en una playa del sur, se le había acercado y nunca más se había separado de él. Puglia tenía la dentadura superior prominente y la mirada vítrea, y ella también parecía altanera y acusadora. Habría de alojarse, como emblema maternal, en un cuento de Lo stereoscopio. Muerta después de unos años, tuvo un perro abrucés, cuyo pelo terminó por emblanquecer los pocos lugares para sentarse que había en la casa.

            Wilcock es todavía hoy para mí el único hombre de letras capaz de reconocer y dar nombre a un número inmenso de plantas, de árboles, de flores; y el único, junto a Sandro Penna, que me pareció un hombre situado en el centro de sí mismo, incluso de las propias miserias; y, por tanto, potente dentro de sí, sentado en ese sillón de piel gastado, recogido quién sabe dónde.

            La casa de via Demetriade estaba en alquiler, pero Wilcock poseía una casa y un terreno profundo y de cien metros de ancho en un declive fuera de Velletri, en el kilómetro 36 de via Appia. La había comprado en la segunda mitad de los años sesenta. Contaba que del millón acordado le faltaban trescientas mil liras; se las pidió a Elsa Morante, la cual, sin embargo, le negó el dinero, aduciendo que se deterioraría el recíproco afecto.

            Había comprado el terreno a dos campesinos ancianos, aceptando en el momento de la escritura que ambos permanecieran en la casa por otros dos años. Así que, a mitad de la bajada, en la parte opuesta a la ruta estatal, había hecho construir una habitación de cemento. Allí escribió las poesías de La parola morte.

Luego, una vez que los viejos se fueron, pasó a la casa colónica, y como única refacción colocó cerámicas verdes y blancas, que había comprado en oferta. En el terreno que rodeaba a la casa plantó magnolias, laureles, ibicus, pitósforos, granados: jamás podados, formaron con el tiempo una maraña perfumadísima. Había una higuera cuyos frutos podían recogerse estando recostados en el pasto. Había también cañas y jazmines, perales, naranjos y durazneros.

            El terreno limitaba con la propiedad de unos burgueses romanos de Parioli, que habían construido una villa lujosa y que, además, dejaban pastar un par de cabritas tibetanas más allá de su propiedad. Wilcock estaba muy irritado por ese pastoreo abusivo y, una mañana, asistí a un litigio, con amenazas de denuncias y de procesos, entre el argentino furioso y el arrogante propietario pariolino.

            En 1969 viví durante cinco meses en el cubo de cemento, al que Wilcok, para convencerme de que me mudara, había agregado un muro que dividía el baño de la cocina. Yo compré un botellón desinfectante para el agua. En esos años vivieron conmigo, en ese cubo, mi compañero de entonces, Glauco, y la hija de Puglia, que Wilcock me había regalado y a la que había llamado con mi nombre en femenino, porque teníamos prominentes (la ocurrencia me causó gracia) ella el hocico y yo la nariz.

            Wilcock venía al cubo de visita, se sentaba en el sillón, discurría sobre libros y sobre política, más a menudo sobre comida y sobre las mermeladas que se podían hacer con los frutos que pesaban sobre los árboles próximos.

Hablaba poco de su pasado. Una vez mencionó que en Londres había trabajado en una oficina telefónica. Jamás se refirió a su trabajo de ingeniero en América y nunca, al menos no a mí, explicó las razones por las que había dejado la Argentina. Nombraba con ternura a Bioy Casares y a Silvina Ocampo y, cuando en los años setenta ambos vinieron a Roma, él ocupó todos sus días en atenderlos.

            También en los años setenta, Borges vino a Roma. El editor Ricci hizo una fiesta en un negocio de lujo en via Borgognona. Esa tarde, en las salas-sarcófagos de las hermanas Fendi, vi a Wilcock junto al poeta de los tigres y los laberintos. También esa vez me pareció melancólico y desdeñoso, después incluso furibundo por ese teatro de vanidades absurdas: el vate ciego entre señoras parlanchinas y distraídas.

            Una noche –en ese entonces escribía de teatro para L’Espresso– me dio cita en el Teatro dei Satiri: no recuerdo si representaban a Ionesco o a Witkiewicz. Entramos rápidamente en la sala. En el intervalo me di cuenta de que tenía las botas, el saco y los pantalones totalmente cubiertos de plumas de ganso. No hice ninguna pregunta. Hablamos del espectáculo y, luego, mientras entrábamos para el segundo acto, me dijo que esa mañana había encontrado, entre la basura de Appia Pignatelli, un sacón relleno de plumas con las que se disponía a hacer unos cuantos almohadones.

            Me contó que una noche, bajo la luna, caminando con la Morante entre las ruinas, fueron detenidos por la policía. A la escritora le faltaban los documentos y de su nombre ya entonces ilustre nada sabían los policías. Estaban cargándola en la camioneta cuando Wilcock gritó que la escritora era la mujer de Alberto Moravia. Así logró calmar a los gendarmes, pero despertó la ira de la amiga, quien hubiese preferido la cárcel a esa dependencia.

            En los años en que lo frecuenté –hice largos paseos por los campos, fui con él a hosterías de la periferia a comer lasañas y carne de conejo, conversé atraído y mareado, divertido y exhausto durante horas por teléfono– publicó cuentos y novelas, artículos y reseñas. Gracias a su presentación, comencé a colaborar en Mondo Operaio, que, entonces, gracias a Giancarlo Scoditti (después se ocupó sólo de antropología), dedicaba mucho espacio a la literatura. También gracias a él comencé a escribir en Voce repubblicana, con una nota acerca de un libro suyo, y después seguí colaborando durante decenios en el periódico. Mi primer libro, escrito en Alemania en 1968, nunca hubiera aparecido sin su consenso: le había gustado mucho el manuscrito y, es más, a partir de ese momento nació nuestra amistad. Mi libro le parecía autobiográfico al punto que lo consideraba publicable sólo después de haber escrito muchas otras cosas y, quizás, sólo en la vejez. Me dijo: “¡Si lo publicás, se te caerá encima!” Compartía sus juicios literarios, pero no ése. Sabía que no se fiaba de las confidencias como de una realidad vista demasiado de cerca. De mí, le gustaban el desprejuicio y una forma de atención vaya a saber hasta qué punto humilde o “altanera”, pero sobre todo –según él mismo lo admitía– una fundamental alegría-energía.

            Fue el primero de mis amigos romanos padres-hermanos. Tras él, entró en mi vida la Morante; luego llegaron Bellezza, Moravia, la Rosselli, Palazzeschi, Penna. De éstos, en los años que siguieron, hablé poquísimas veces con él. En el chismoso y susceptible mundillo literario de Roma, ese argentino provisto de tantos saberes, incluso científicos, y competente en al menos cuatro lenguas y literaturas, había pasado con los años –incluso a causa de sus juicios cortantes y transversales– de la admiración a la desconfianza y al rencor (a más de veinte años de su muerte, algunos veteranos nuestros prefieren obviar su nombre y sus talentos para no recordar ni sus humillaciones ni sus afrentas).

            Antes de que yo escribiera ese primer artículo acerca de su obra para la Voce repubblicana, me dio un envión trayendo a colación el Bouvard y Pécuchet. Cierta vez me sugirió que leyera a Thomas Hardy. Otra vez, en la puerta de su casa en via Demetriade, me hice a un lado para dejarlo pasar; me recomendó ser menos gentil, evocando a Elstir de la Recherche. De Borges hablaba a menudo, con insólita deferencia. Hablaba de poetas y de escritores denigrándolos, pero hacía lo mismo con sus novelas y sus cuentos, en los que la invención y la paradoja se inclinan sobre realidades mínimas, queribles incluso cuando parece que se burlara de ellas.

La vez que visitamos juntos los palacios de la Roma Imperial, en no sé ya qué inmensa sala, dijo que en ese ambiente tan fresco los alimentos se hubieran mantenido mucho mejor que en la heladera de su casa.

            Ahora que lo pienso, no sé si la sensación que yo tenía de su distancia no dependía más bien de mi voluntad de no ser invadido y dominado. Sentía su voz y sus ojos llenos de una necesidad de afecto y de cercanía.

            No dejé jamás de demostrarle mi autonomía. Así, cuando partí para el pueblo en que nací, a causa de una enfermedad grave de una tía mía muy amada, no le avisé de mi viaje. Luego de dos semanas, respondió furioso al teléfono. Había preguntado por mí a amigos y conocidos, había estado a un paso de llamar a la policía y denunciar mi desaparición. El día después, en su casa, se mostró tranquilo; dijo que había estado trabajando en una comedia y me dio a leer una parte. En su larga intervención, uno de los personajes hablaba de un dolor que llevaba sobre sus espaldas como un peso sobrehumano. Esos versos me gustaron. Los volví a escuchar, años después, en el Teatro Argentina, donde, con la dirección de Enriquez, la Moriconi recitó melancólica y enérgica L’abominevole donna delle nevi.

            Al releer lo que hasta ahora he escrito sobre él, tengo la sensación de no hay nada de extraordinario o desconcertante. Y, sin embargo, las horas y los días pasados en su compañía, y sus charlas y sus comentarios, hasta sus silencios, me parecían todos en el límite de lo insólito y el desconcierto. Si vuelvo a pensar en sus comportamientos, deduzco que pedía compañía aun cuando disminuía y despreciaba al mundo entero.

            Le gustaba comer bien, justo él, que compraba lasañas precocidas en el supermercado o que comía las patas y muslos que le había pedido al carnicero para el perro. Aceptaba de buena gana ir a casa de los Scoditti, una villa con muchos árboles y un huerto, apenas a unos kilómetros de Velletri, y comía hambriento y entusiasta los platos suculentos que preparaba la dueña de casa. Una vez, fuimos juntos a lo de Malerba, en su palacete fuera de Orvieto, y ahí también pareció más interesado en la buena cocina que en una conversación sutil y articulada.

            Yo había sabido por medio de Giancarlo Scoditti que Wilcock cantaba. Hubo un tiempo en que el piano sepultado por el polvo y por las telarañas había tenido su uso. En Roma, en cambio, en aquellos años, proliferaban las leyendas y los dichos en torno de otros personajes. Escuchaba mucha música, y de la mejor, en viejos discos. Su voz tierna se transformaba en cortante e irónica. Sus manos se movían tras la voz, trazando en el aire gestos mesurados. Era de estatura media, delgado de cuerpo, incluso más flaco por los trajes anchos y mal planchados que usaba. Llevaba los cabellos cortos, y una sola vez, durante varios meses, los bigotes tupidos.

            El cubo en el que viví en Velletri fue la única casa mía en la que entró. De mi casa de via Crespi, en la que viví antes de mudarme al cubo, conoció sólo el portoncito de ingreso, delante del cual estuvo sentado toda una tarde. Al día siguiente me llamó furibundo para decirme que había esperado durante tres horas delante de ese portón; había venido para decirme que había decidido donarme una parte de su terreno de Velletri, con cubo incluido. La donación nunca se llevó a cabo, porque acepté mudarme al cubo sin hipotecas futuras. De hecho, seis meses después, estaba de regreso en Roma, primero en un departamento minúsculo en via del Tritone, sobre las rotativas de Paese Sera y, enseguida, en el mismo período en que aparecía mi libro en la edición Cappelli, pasé a una casa en via dei Lucchesi, en un ala apartada de un palacio noble, con dos patios y dos fuentes con dioses de piedra en el atrio. Allí estuve veinte años. En via dei Lucchesi recibí las interminables llamadas de Wilcock, pero él nunca vino, y esa casa probablemente le hubiera gustado.

            En los años que siguieron fui cada vez menos a via Demetriade. Había comenzado a colaborar para varios diarios y revistas, desayunaba con la Morante, cenaba con Moravia y con Bellezza, aceptaba invitaciones de las casas más diversas. Quedaban sus llamados, en los que comentábamos lecturas comunes; a veces me confesaba que se había divertido con lo que yo había inventado en la Voce; me habló de un libro de amor que estaba componiendo; me leyó versos dirigidos a un muchacho del que se había enamorado.

            Luego, se mudó a Lubriano. Me describió su nueva propiedad como un reino. Y así era: un arroyo en el fondo, barrancos, senderos, caminos, peñascos, bosques y un trono de piedra en medio de un claro que conducía a un talud, un viñedo, que colgaba en el vacío. Era un terreno sísmico, frente a Civita Bagnoregio. De esa propiedad formaba parte una grey de unas diez ovejas, y llegada la estación en que algunas grutas estuvieron llenas de lana, Wilcock no la vendió por el poco precio que le ofrecían.

            En esa casa, de cuatro habitaciones, cubrió también los pisos con baldosas compradas como sobrantes. En una de las habitaciones, en planta baja, junto a un catre, se agolpaban papas y leña; a su lado estaba la cocina, con azulejos blancos y negros consumidos. No recuerdo haber subido al piso de arriba la primera vez que fui a Lubriano. Entré en su habitación, en donde dormía y trabajaba, el día en que lo hallé solo, muerto de infarto.

            De vez en cuando venía desde Lubriano a Roma y me llamaba. De todos los libros que publicó en ese período –escribí más de un artículo sobre cada uno de ellos en los diarios–, amé mucho I due allegri indiani, en el que encontré toda su melancolía y su brillo. ¡Y qué decir de ese llanto de muerte de Gilgamesh por Enkidu!

            Las pocas veces que fui a visitarlo a Lubriano le llevé la torta Sacher, que le gustaba tanto y que yo le compraba especialmete en una pastelería de via Frattina. La última vez llegué a su casa a media mañana; ya había terminado de comer, y, con la Sacher en sus manos, me dijo que regresara una hora después porque debía descansar. Esa tarde me contó que a menudo almorzaba con una pareja de campesinos que vivían junto a su propiedad y me habló del hijo adolescente que tenían. Me dijo que había comprado una pequeña barquita y que iba junto al chico al lago de Bolsena. Le gustaba la alegría del muchacho mientras remaba.

            Me llamó cuando Sandro Penna murió. Había sabido por los diarios que yo era amigo del poeta de Perugia; no hizo comentarios, se refirió con ironía a las poesías de Penna.

            Después, sobrevino su muerte. Me llamó Laura Betti. La había llamado el comisario desde Lubriano. El nombre de la actriz era el único que el oficial había reconocido en la agenda de Wilcock. Los campesinos amigos lo encontraron tirado en el suelo, en la mano el tarro de pastillas para el corazón.

            Esa mañana, el 16 de marzo de 1978, el automóvil de Glauco estaba en el mecánico. La única dispuesta a acompañarme en su vieja Volkswagen fue Ornella, la mujer de Colantoni, el pintor. En via Salaria nos detuvo la policía. Esa misma mañana, en via Fani, habían raptado a Aldo Moro. Diarios e informativos de la televisión no hablarían de otra cosa. Ninguna noticia habría de aparecer acerca de la muerte de Wilcock.

            Tras dos horas, llegamos a Lubriano. Yo no había notado ninguna flor en el camino. Más tarde, deduje que el día que Wilcock desapareció de la vida y de mi vida (si es que alguna vez salió de la mía, pues este escrito demuestra lo contrario) implicaba para mí la ausencia de toda distracción y consuelo.

            Lo vi, en su cuarto, supino, quieto. Las persianas estaban entrecerradas, las abrí. De la habitación contigua llegaba una música terrible y maravillosa, era el Requiem de Mozart. Allí se había recluido Livio, su hijo adoptivo, que de ese modo, tras esa música y esa voz, mitigaba su pena.

            Había que llevar el cadáver a un cementerio. Junto a los campesinos, había una muchacha del lugar que algunas veces había hablado con Wilcock, y que había leído algún libro suyo. Se ofreció a hospedar al muerto en su capilla familiar. Dijo que habían llamado a una empresa fúnebre y que ya estaban viniendo.

            Hace algunos años, escribí acerca de ese día en mi novela Estate. Trato de volver a escribir siguiendo el hilo de mi memoria. Estaba irritado por esa música que me impedía actuar o pensar. Decidí entrar en el cuarto en que se había encerrado Livio, bajé el volumen del tocadiscos, pero no logré convencerlo de que fuese a la habitación de al lado. Mientras tanto, llegaron los hombres con el féretro. Lo llevaron en un camión, pues no disponían del coche fúnebre, que estaba ocupado en otra parte. El descanso de la escalera era estrecho, el féretro no pasaba: había que sacar el cadáver fuera de la casa. Primero era necesario atar el cuerpo al colchón. La escalera era muy abrupta. Busqué una cuerda, encontré en un cajón un cinturón de cuero y una soga. Bajamos, yo sostenía la parte delantera del colchón, veía la cara del muerto levantarse hacia mí, el cinturón lo retenía. Cuando el cadáver fue ubicado en el féretro, salió de su boca un hilo de sangre.

            El féretro fue cargado en el camión, éramos pocos quienes lo seguíamos, todos discutíamos enérgicamente, incluso Livio, que por fin había abandonado la habitación y la música. Nuestras voces estaban excitadas, la señorita de Lubriano intentó más de una vez acallarnos.

            Volvería a Lubriano veinte años después, en busca de Livio y para informarme acerca de los papeles que dejara Wilcock. El lugar me pareció distinto, más pequeño y menos inquietante.

            El cuerpo de Wilcock fue sepultado meses después en el cementerio de los ingleses, en Roma, gracias a la mediación de Roberto Calasso. Durante la ceremonia fúnebre hubo un decoro que a Wilcock le habría suscitado una sonrisa.

 

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Y acá un documental muy bueno de la televisión italiana.


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