La poesía del Martín Fierro

por Alejandro Bekes[1]

 
1.
EN CRIOLLO

Abro el Martín Fierro y estoy en casa; acá se habla en criollo: sin vueltas. No tendré que hacer esfuerzos para justificar alguna impertinencia o palabra desusada o malentendido, para silenciar mi sentido crítico o para que me perdonen mi gusto; el poema se ofrece con evidencia tranquila y segura. No hay fisuras, no hay distancia entre la necesidad expresiva y la forma lograda. Empiezo a leer. El gaucho dice:

Aquí me pongo a cantar
al compás de la vigüela.

No cabe otra posibilidad, pero esto bien puede ser obra de la costumbre. El gaucho no podría cantar, no sé, al ritmo de la vihuela, o al compás de la guitarra, porque, así como es, es como lo oí desde chico. Es seguro que un griego antiguo no podría imaginar otro inicio para la Ilíada que Mênin aeíde theá Peléiadeó Akhilléos. A partir de esos versos, el poema fluye como una música triste, a menudo trágica, rara vez humorística o sarcástica. Vengan santos milagrosos, vengan todos en mi ayuda, que la lengua se me añuda y se me turba la vista. Pido a mi Dios que me asista en una ocasión tan ruda.

        Comprendo que la mejor forma de entender y elogiar a Hernández es recitarlo. El mejor crítico es el rapsoda. No me lo sé entero de memoria, pero soy dueño de largas tiradas y ellas me acompañan, como acompañaron a mi padre y antes a tantos otros. No podría perdurar así en la memoria de tantos si no fuera un alto poema. También es musical y fluyente el Fausto de Estanislao del Campo; sus versos hablan de la amistad, tienen gracia y ternura y son memorables, pero no me acompañan del mismo modo. No me sostienen como los de Hernández en el afán perpetuo de vivir. No me dicen, de tanto en tanto, que recuerde cada cual lo que cada cual sufrió, o que a nadie le tenga envidia, o que el pelo más delgao hace su sombra en el suelo, o que debe creerse al testigo si no pagan por mentir. Si a veces recuerdo los versos elegíacos del Canto II (versos 133-4):

Yo he conocido esa tierra
en que el paisano vivía…

me embarga una congoja tan grande como si fuese yo quien perdió su casa y sus hijos. Un golpe de tragedia me avasalla cuando leo (Ida, VI, 1089-92):

Irán los hijos de Fierro
con la cola entre las piernas
a buscar almas más tiernas
o guarecerse en un cerro.

Oigo la paz absoluta del campo (I, 101-2):

Yo hago en el trébol mi cama
y me cubren las estrellas.

        Dije antes que Hernández habla sin vueltas, en criollo. Esto, por supuesto, es la ilusión que su arte genera. Perfecciona la máxima de los talleres medievales: summa ars celavit artem, el arte supremo esconde el arte; el artificio rara vez se nota, se confunde y se funde con lo más natural. La comparación de la estrofa inicial: “como el ave solitaria, con el cantar se consuela”, es al mismo tiempo la más directa y la más penetrante, y las palabras en que está dicha logran sin gran sorpresa la mayor resonancia. Sin embargo, aunque a lo largo del poema campea la claridad, no faltan aquí y allá estrofas oscuras y hasta oscurísimas (la arenga del jefe en el Canto III de la Ida, algunas del relato abstruso de Picardía en la Vuelta), no faltan alusiones que requieren de notas al pie, no faltan elaboradas figuras retóricas que sobresalen porque así lo ha querido el poeta, con fin humorístico a veces (Vuelta, XIV, 2169-74):

Viejo lleno de camándulas,
con un empaque a lo toro,
andaba siempre en un moro
metido en no sé qué enriedos,
con las patas como loro,
de estribar entre los dedos.

O que no sobresalen, pero crean sentido, paisaje y emoción a la vez (Ida, VIII, 1328-30):

Dende chico se parece
al arbolito que crece
desamparado en la loma.

        Las metáforas nunca dejan de ser exactas y suelen ser memorables (Ida, VIII, 1377-8):

que son campanas de palo
las razones de los pobres.

        La sextina hernandiana se pliega a todos los matices: a veces a la alegría, a veces a la queja, a veces a la ternura; puede ser pintoresca, sentenciosa, heroica, violenta, elegíaca… Puede ser cruel hasta la barbarie (Ida, III, 607-612):

Áhi no más me tiré al suelo
y lo pisé en las paletas;
empezó a hacer morisquetas
y a mezquinar la garganta…
pero yo hice la obra santa
de hacerlo estirar la jeta.

        Lo épico se asoma con facilidad; así en el primer retrato del indio (Ida, III, 487-8):

Tiemblan las carnes al verlo,
volando al viento la cerda…

O cuando regresa a la patria (Vuelta, I, 7-12):

Viene uno como dormido
cuando vuelve del desierto.
Veré si a explicarme acierto
entre gente tan bizarra,
y si al oír la guitarra
de mi sueño me dispierto.

        El octosílabo fluye en esa guitarra criolla; infinitamente variado, plástico, pleno de resonancias. El juego de los acentos puede crear sentido. Así, en el bello pasaje (Ida, XIII, 2155-84) en que se habla de la creación del hombre en relación con las otras criaturas: “Dios formó lindas las flores…”, veamos el contraste entre los dos primeros versos (2161-2) de la segunda sextina:

Le dio claridá a la luz,
juerza en su carrera al viento…

        El primer octosílabo tiene acentos en 2ª, 5ª y 7ª sílabas; el siguiente sostiene los acentos de 5ª y 7ª, pero el primer acento, en 1ª sílaba, tensa el verso, para expresar justamente esa “juerza” sin cara.

(…)

 

[1] La presente entrada es un fragmento del artículo que se publicó en las páginas 59 a 93 del numero impreso Hablar de Poesía #41 (Agosto 2020).

Alejandro Bekes nació en 1959 en Santa Fe. Es poeta, traductor y ensayista. Autor, entre otros libros, de Esperanza y duelos (1981), La Argentina y otros poemas (1990), El hombre ausente (2004), Si hoy fuera siempre (2006), Lo intraducible (2010) y Virgen de proa (2015). Tradujo, entre otros, a Virgilio, Horacio, Shakespeare, Auden, Mallarmé y Baudelaire.

 


RELACIONADAS