por Ricardo H. Herrera
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La dimensión formal –la artesanía verbal que edifica el poema– es tan sólo un aspecto de la cuestión relativa a la índole de la lengua de la poesía (insoslayable, por cierto); el otro aspecto, también ligado a la prosa, lo define la intensidad del verso o de la frase, su entonación, su gracia, su dramatismo imaginativo, su páthos; esa vibración que sólo puede nacer de una emoción genuina, tal como la que anima el pseudo latín porteño de los soberbios endecasílabos de Borges, las claras y tiernas palabras de Kierkegaard o el desmoralizador escepticismo de Montale. El páthos halla su filiación en el páthema, palabra que hace referencia a un saber amasado empeñosamente por la pasión en estado de pasivo sufrimiento, distante del conocimiento racional activo, fácilmente verbalizable. No un método objetivo y dialéctico, sino una confusa experiencia subjetiva, íntima, cuya expresión está bloqueada; una forma de la melancolía. Del oscuro silencio del páthema irrumpe la voz del poeta con el pathos propio del verso, un páthema que por lo común es de índole erótica. El vínculo amoroso es una realidad de extraordinario peso respecto de lo que significa existir, no tiene caso minimizar su importancia; en la poesía lírica ha sido desde siempre un tema dominante, un valor cultural intrínseco. Así lo pone de manifiesto, desde los orígenes mismos del género, la oda 31 de Safo, transmitida por Longino en su tratado Sobre lo sublime, oda que comienza con las célebres estrofas
Me parece que él es igual a un dios,
aquel hombre que se halla frente a ti
sentado y la dulzura de tu hablar
de cerca escucha
y tu deseable risa, lo cual hizo
en mi pecho vibrar el corazón;
pues si hacia ti miro un instante, hablar
no me es posible…
En los versos siguientes la oda registra todos los síntomas que acompañan la locura amorosa; pero detengámonos en este punto crucial, el de la pérdida de la voz: “hablar no me es posible”, escribe Safo; “literalmente nada –ni una (sola palabra)– ya es posible”.[2] “Lingua sed torpet”, transcribe Catulo, en su no menos célebre carmen 51, imitación de la oda. El sentido de la comunicación poético-existencial de la verdad subjetiva es problemático. En su comentario a la oda, Longino hace una aguda observación al respecto: “¿No te maravilla cómo intenta reunir en una misma cosa cuerpo y alma, oídos y lengua, ojos y piel, todos dispersos antes, como si fueran extraños entre sí (…)?”.[3] Dicho de otro modo: ¿no te sorprende la armonía que nace de la pasión contrastada? Estoy tentado de argumentar que el amor contrastado engendra armonía, templa el ánimo. Parece una tesis emparentada con las de Heráclito, por aquello de que “los opuestos engendran la más bella armonía”, pero también podría pertenecerle a Kierkegaard, quien sostiene que “el hecho de haber amado crea en la naturaleza del hombre una armonía que jamás se pierde completamente”.[4] Me arriesgo a sostener que la experiencia poética se templa en los contrastes de la pasión; las tribulaciones de Catulo ante una Lesbia que se degrada, su coraje para afrontar el contratiempo y darle forma a su dolor con arte, constituye un ejemplo paradigmático de lo que pretendo sugerir. Otro tanto podría decirse del exilio de Dante o de la ceguera de Borges, en ambos casos la angustia generada por la desgracia actuó como un formidable reactivo de la inspiración poética. De mi tesis se infiere que proponerse escribir poesía desapasionada –llámese objetiva o de otro modo– es algo tan poco convincente como una relación amorosa con fecha de término prefijada; lo que puede solucionarse con una actitud reflexiva o con una mirada crítica no le aporta ni una gota de sangre a la vida de la poesía. Humilde pero genuino ejemplo moderno de la conmoción de la lengua de la poesía, atormentada ya no por Eros sino por Tánatos, lo encontramos en los poemas del santafecino Juan Manuel Inchauspe. La índole tácitamente religiosa de su páthema es innegable, rompe el silencio abismándose en la distancia que separa al hombre de la antigüedad del hombre moderno:
Asomado a una noche extraña
arrasada por los vientos
poblada de estrellas furiosas
que una vez dictaron a otros hombres
los nombres de fuego de Arturo
la Osa y el Centauro:
tu lengua sin cielo
tiembla
y se retuerce [5]
Solía afirmarse en un tiempo que no importaba mucho qué decía el poeta, sino cómo lo decía. Era un modo un tanto simplista de recalcar la importancia del tono y la tersura de la voz. Pero tal vez había algo más que eso en la observación. En una página de sus Cuadernos, Simone Weil anota lo siguiente a propósito de la entonación: “Las mismas palabras (por ej., cuando un hombre le dice a su mujer: te quiero) pueden ser vulgares o extraordinarias según la manera de pronunciarlas. Y esa manera depende de la profundidad que tenga la región del ser de la que proceden, sin que en ello intervenga para nada la voluntad. Merced a una maravillosa sintonía, esas palabras van a llegar, en quien las escucha, a la misma región. De ese modo, en ese caso, ¡qué valiosas son esas palabras!…”[6] Atravesada por la autenticidad del sentimiento, cavando en él, también la poesía persigue el milagro de la sintonía perfecta con su lector; pero esa sintonía –que define la evidencia del hecho estético– no puede prescindir del concurso de la voluntad constructiva, ya que las palabras del poeta han de sostenerse en el tiempo, lo cual sólo se logra mediante la intervención del arte.
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[1] Esta entrada del Portal Web es un fragmento de un artículo que, con el mismo título, fue publicado en el número #40 en papel de Hablar de Poesía.
[2] Traducción y nota a la Oda 31: Pablo Ingberg, en su libro Safo. Poemas y fragmentos, Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 2015, pp. 91-99.
[3] Longino, Sobre lo sublime, Introducción, traducción y notas de José García López, Editorial Gredos, Madrid 1979, p. 167.
[4] Søren Kierkegaard, Estética y ética en la formación de la personalidad, Editorial Nova, Buenos Aires, 1959, p. 33.
[5] Juan Manuel Inchauspe, Trabajo nocturno. Poemas completos, Universidad Nacional del Litoral, p.159.
[6] Simone Weil, “Anotaciones sobre poesía y arte en los Cuadernos”, Hablar de Poesía N° 17, Alción Editora, Córdoba, noviembre de 2007, p. 85.