Los cuadros-secuencias de Picasso

VER EL MISTERIO PICASSO 

por Oliver Assayas[1]

 

Escribir sobre El misterio Picasso,[2] luego de casi treinta años, es más complicado de lo que a simple vista parece. La película plantea serios interrogantes en lugar de responderlos. Y, a medida que pasa el tiempo, ya no se trata de un misterio sino de varios. Sin embargo, la simplicidad del material es ejemplar y la escasez de intermediarios entre el objeto y el espectador es única. El misterio Picasso es un film translúcido, hecho de obviedades y en ese sentido aspira a algo absoluto. Es precisamente la naturaleza de esas obviedades lo que constituye el enigma.

        Se trata de lo siguiente –no puedo resistirme a describir el dispositivo en detalle, pues se presta a ello–: un punto se desliza sobre el papel. La pantalla se confunde con una hoja mientras la cámara permanece inmóvil a medida que aparece un dibujo. En realidad, no aparece sino que se constituye. Contrariamente a nuestra primera impresión, no se trata, como en algunas películas animadas, de un dibujo elaborado de antemano que se iría revelando de manera gradual ante el espectador. No estamos frente a trazo en movimiento sino a todo un cuadro animado por la vida: algo se ha creado. En realidad, crear suena impreciso, improvisar me parece más justo.

        ¿Cómo funciona? Es fácil de adivinar: el pintor está del otro lado del papel, del otro lado del lienzo, en fin, podría estar del otro lado de la pantalla, y esta es una de las ideas notables de la película. El trazo, y nada más que el trazo, aparece en transparencia. A veces el papel tiembla cuando la pincelada es más violenta. Este método, que detenta la fuerza de lo obvio, parecía imponerse y, sin embargo, ¿por qué nunca más se ha vuelto a usar en su radicalidad? Es aquí donde puede ser útil, si se me permite, hablar de dos objetivos, el de Picasso, por supuesto, y el de Clouzot. El propósito del director es obvio, al proceder por sucesivas eliminaciones reduce su intención al boceto: está el espíritu, está el papel, está el paso de uno a otro y es el acto de creación el que debe ser capturado en su esencia. Es inútil mostrar al pintor porque él no se ve a sí mismo pintando y en este caso su brazo es solo el intercesor de su imaginación. Es inútil mostrar el taller, que básicamente consiste en su cuarto oscuro. El equivalente de lo que sería para un cineasta el estudio, es decir, un lugar virgen donde a partir de la nada se compone un escenario, se construye un universo. A ningún director se le ocurriría mostrar las paredes del estudio, el piso o las latas de pintura: Clouzot ha aprendido la lección. Preserva los cuadros como se preservan los planos.

        El Misterio Picasso es un documental y como tal detenta su parte de voyeurismo, es decir, una clara disociación entre el objeto y la mirada, algo que se percibe en particular en una segunda etapa. Sin embargo, este aspecto no aparece allí donde en general uno esperaría encontrarlo, en el temblor de la cámara, en la imagen borrosa o en la confusión del sonido, sino en la inversión del marco. Vemos cómo se constituye la pintura pero en realidad no es la pintura sino su espejo. Y el espejo, a causa de la inversión y a diferencia de la fotografía, miente. El film renuncia a esta adquisición determinante, fundamental, del celuloide sobre el espectro y ello tiene sentido. Me parece que un dispositivo óptico le hubiera permitido remediar esto de una manera muy simple. A riesgo de una ligera pérdida de definición de la imagen, habría sido posible establecer un internegativo inverso para restaurar la verdad de la imagen. Clouzot eligió no hacerlo. La izquierda se mantiene a la derecha y la derecha a la izquierda. Esto tiene la ventaja de preservar, como dije, el efecto de estar pintando detrás de la pantalla de cine, pero no es el único mérito. La elección de Cluzot inscribe en la película este punto esencial en que la única mirada verdadera respecto de la obra en gestación, sobre las diferentes fases de la pintura, es la del pintor y ninguna otra.

        Lamento haber avanzado demasiado rápido cuando hace un rato hablé de la extrema simplicidad del dispositivo. Porque, para empezar, en realidad hay dos dispositivos. En primer lugar, está la transparencia que acabo de describir, que se encuentra reservada para el trabajo con las tintas, y luego, en un segundo momento, hay una frontalidad que abandona el continuo y el tiempo real (o su ilusión) para penetrar en un campo en movimiento, el de la pintura al óleo. Cada una de estas técnicas es estilísticamente autónoma, se utiliza con intenciones diferentes y logra resultados disímiles. Lo que las une es el marco, el formato siempre idéntico dictado por la proyección y que, en su repetición, es progresivamente opresivo. El estándar 1:66 del marco cinematográfico, debe recordarse, es de inspiración pictórica, excepto que no se hereda de la pintura pura de Picasso, sino de su estatuto clásico, cuyo tema principal es la representación. Era inevitable que la pintura moderna, la pintura cuadrada y de inspiración pictórica no se sintiera cómoda con este formato, si se tiene en cuenta que el 1:66 es una escena de teatro. Y el genio de Picasso consiste en haberlo utilizado como un lienzo y como un espacio de representación.

        El marco no es la única analogía. Clouzot imaginó una composición dramática destinada a estructurar la película y a hacer de ella una totalidad. Sin embargo, al igual que la irrelevante música de Georges Auric, no es lo más destacable del film. Yendo desde lo más simple hacia lo más sofisticado, desde la línea pura hasta la composición pictórica más compleja en una progresión continua, El misterio Picasso se basa en el principio «de plus en plus fort» de los acróbatas. Pero allí tampoco reside lo esencial del film.

 

LA TINTA

El pasaje del trazo a la aguada designa, en primer lugar, la cuestión técnica que va a revelarse como la piedra angular del film. El director de fotografía cometió un error de iluminación al comienzo: para aumentar la línea y obtener negros muy densos, redujo intencionalmente su paleta hasta el punto de que los valores más oscuros se mezclaron cuando el pintor decidió extender la tinta con agua. Clouzot resuelve el problema con ingenio y elige cambiar el diafragma durante la propia elaboración de la película. Los matices vuelven a aparecer tan pronto como se habían perdido. Pero la cuestión permanece o, más bien, es solucionada en ese momento: el artista no trabaja sobre papel sino sobre película y el resultado no es el que está pintado sino el que está impresionado. Eso cambia todo, incluso es perturbador: Picasso está aquí, inventando la pintura en la película y, a medida que la inventa, la define. Lo que pone ante nuestros ojos son las reglas de una escritura cinematográfica totalmente original. La elección de la tinta se impuso por una razón muy simple: es la única técnica que por su naturaleza requiere velocidad en la ejecución, dado que se seca muy rápido. Su esencia misma está en su duración, y Clouzot, mediante artificios de montaje, la interrumpió siempre de manera eficaz. Otra ventaja, determinante desde el punto de vista de la transparencia, es que las tintas se superponen muy mal, virando rápidamente hacia el marrón, de allí el uso de los tonos uniformes.

        Hasta aquí los presupuestos. Donde Picasso también innova es en la elección de su paleta. La película data de mediados de la década del 50, cuando la reproducción fotográfica de las obras de arte aún era incipiente. La mayoría de las pinturas eran conocidas por el público a través de fotografías en blanco y negro. En cuanto a la fiabilidad en términos de restitución de lo real, la película fracasa. Aunque Clouzot puso en los créditos el nombre de su colorista, sigue siendo cierto que basta con mirar las secuencias teóricamente en blanco y negro sobre las que flotan vestigios de color indeseados para comprender que en el cine la representación de los matices cromáticos no es una ciencia exacta. De ahí los colores audaces que el pintor decide usar para minimizar el riesgo de traición por parte de la química. Picasso no mezcla los colores, además no tiene tiempo de hacerlo. Y el hecho de que no tenga tiempo es fundamental, pues la duración es la cuarta dimensión de su dibujo.

        Clouzot entiende tan bien de pintura como Picasso de cine. No lleva mucho tiempo darse cuenta de que lo que el director pone a su disposición es un plano, un plano-secuencia. Y, actor por naturaleza, no puede dejar de ver las extraordinarias posibilidades narrativas que le ofrece esta herramienta. Además del espacio, está la duración: una duración para configurar, un territorio por descubrir. No se trata en absoluto de los «cuadros que están por debajo del cuadro», cuya naturaleza examinaré más adelante: aquí hay un único cuadro que se presenta bajo la forma de una cinta de película destinada a ser proyectado. En cierto modo, cada fotograma participa de la obra terminada.

        Pero esta definición es insuficiente en la medida en que la naturaleza del tiempo cinematográfico, incluso si se improvisa, solo puede comprenderse en términos de dramaturgia. Y no vamos a entender nada sobre las tintas que Picasso despliega ante nuestros ojos si no las vemos como planos-secuencias porque así es como él las concibe. Cada uno de ellos tiene su propio ritmo, su tono, denso o ligero: su historia. Efectos de ralentización, de aceleración, movimientos teatrales, gestos, guiños al espectador, la dramaturgia pictórica, cuyas bases va a sentar Picasso, es de una libertad sin límites.

        Esta cuestión de la cuarta dimensión de la pintura atraviesa el arte moderno. Sabemos que fue la búsqueda romántica del movimiento lo que llevó a Turner a la abstracción. Intuición profética porque es a partir de la capacidad de improvisación del arte abstracto y de su capacidad de transcripción en la película que Picasso resuelve –mido mis palabras– un enigma histórico. Los pioneros de la fotografía, los futuristas, los constructivistas, todos buscaron la duración en el movimiento y el movimiento en la composición. Al negar la composición y recurrir a la improvisación jazzística y a la caligrafía, Picasso hizo un descubrimiento crucial.

        Antes del arte abstracto, antes de Picasso, la restitución de la duración habría sido imposible o, en el mejor de los casos, tediosa, precisamente porque los pintores se inclinaron por la búsqueda técnica. Y el tiempo de la técnica no es consistente con el tiempo de la ejecución. La improvisación, en el arte moderno, crea un tiempo absoluto que, gracias al cine, se superpone al de la representación. La cuarta dimensión de las tintas de Picasso es el descubrimiento de la esencia misma del arte contemporáneo.

 

EL ÓLEO

Así como la primera parte ­–las tintas– es una ilustración perfecta de la reiterada frase «Yo no busco, encuentro», la segunda –el óleo– otorga una preeminencia inesperada al primer término: es la investigación lo que importa. En cuanto a encontrar, se trata más bien de azar o, si se quiere, de intuición. Clouzot, que se había tomado la molestia de mostrarnos el dispositivo que permite el trabajo de las tintas, ahora lo oculta. Es que no hay mucho más para exponer: ningún artificio en la toma. Me imagino que el caballete está fijo en el suelo, el cuadro sobre el caballete y la cámara frente al cuadro, eso es todo. A intervalos regulares, elegidos por él, Picasso se detiene, la cámara graba (de hecho, fotografía), el pintor reanuda la tarea.

        Es más simple y, sin embargo, la arbitrariedad se desliza por todos los poros. Ya no podemos seguir al pincel. No vemos nada del material, no sentimos nada del grano del lienzo. Y luego, la reproducción de los colores es bastante azarosa ya que el referente desaparece sobre la marcha. ¿Cómo, en base a qué, se elige el color? Picasso dice, lo escuchamos, que quiere mostrar los cuadros que están debajo del cuadro. ¿Cuáles son esos cuadros? ¿Cuál es su naturaleza? Y, más importante aún, ¿cuál es el cuadro que cubre a los demás?

        Julien Gracq, en su libro Leyendo, escribiendo le reprocha a Paul Valéry una frase que no deja de ser simple y que podría aplicarse fácilmente al enfoque de Picasso en la película de Clouzot: «si supieras lo que tiro, admirarías lo que conservo». Por cierto, al mostrar la «cocina» del artista hay una ostentación que puede parecer destinada a satisfacer el gusto burgués, siempre ansioso por ubicar la obra dentro de los parámetros que aprecia, aunque no la comprenda. Encontramos un eco de esto en el extraño diálogo entre el cineasta y el pintor, cuando el primero se pregunta acerca de la conciencia que tiene el público respecto de la duración real que implica el trabajo. Hemos visto algunos minutos de película en los que sin duda hay varias horas de cuerpo a cuerpo con el lienzo: cinco horas. Pero como a menudo sucede en esta película que está hecha exclusivamente de imágenes, el texto es una pista falsa. Hablar de la duración del trabajo implica un trayecto que conduciría del lienzo en blanco al trabajo terminado. Esta noción tenía su significado en tiempo real cuando las tintas fueron llenando de manera gradual la pantalla sin poder retroceder, pero aquí carece de valor. Porque Picasso borra, reanuda la tarea, limpia, recompone, incluso comienza desde cero, buscando algo que solo él conoce y que no es armonía ni terminación. Ya que se nos habla de misterio, sin duda es allí donde anida.

        El vocabulario tiene aquí una importancia crucial. Para las superficies que se anulan una detrás de otra, Picasso utiliza la palabra «cuadro» y no aquella tradicionalmente admitida de «estados». Es porque estos estados son estados que permanecen. A partir del momento en que no tiramos lo que tiramos, pues está grabado, se convierte en lo que guardamos. Lugar común, sin duda, pero que no impide que lo cambie todo; porque no solo estos estados permanecen, sino que, por la ruptura del continuo, el pintor tiene la facultad de elegir entre la infinidad de estados potenciales aquellos que a través del cine permanecerán, y permanecerán como el trabajo terminado. Por lo tanto, se trata de cuadros que el montaje hace que se sucedan como tantos otros planos. Como una secuencia de planos. En resumen, como una narración: la de la creación.

        Sobre las tintas, podría afirmarse que cada fotograma es como un fonema en relación con el sintagma, que sería toda la pintura cinematográfica en movimiento… Aquí cada fotograma es un estado y cada estado es una pintura a la que el espectador tiene derecho a juzgar como un todo autónomo. Desafío a cualquiera a distinguir en su recuerdo entre las formas inacabadas de la obra y aquella a la que Picasso puso punto final. La cuestión que se expone de manera secundaria es la de la armonía y sobre todo el estatus de la noción de terminación en el campo del arte.

        El film de Clouzot se llama El misterio Picasso, aunque en la declaración inicial afirma que el misterio del que se va a ocupar es el de la creación en general. El cineasta evoca genios de la literatura, de la música: pretende revelar qué es el arte. Mantengámonos en el ámbito de la pintura, que ya es bastante amplio. Y este no es en rigor un dominio virgen, en la medida en que su naturaleza ha sido estudiada por teóricos desde el comienzo de los tiempos. Cada pintor tiene su técnica, cada escuela sus procesos, cada época se ha preguntado sobre la naturaleza de la belleza, ninguno ha renunciado a la teoría, ninguno ha renunciado a la reflexión o a la composición: lo mismo que hace Picasso.

        La pintura contemporánea, quizás más que ninguna otra, estuvo desde siempre atravesada por la problemática de la arquitectura pictórica, ya sea para negarla o para encumbrarla. Jacques Villon organizó, en 1912, el «Salón de la Sección de oro» con Gleizes, Picabia y Duchamp. Otro cubista, Juan Gris, lógico y geómetra, afirmaba lo siguiente en una conferencia en la Sorbona: «Las figuras geométricas y las formas sujetas a un eje vertical tienen más gravedad que las formas cuyo eje no está marcado o cuyo eje no es vertical… Vemos que todo esto puede ser la base misma de una arquitectura pictórica. Esta sería la matemática del pintor y solo esta matemática puede servir para establecer la composición de la pintura. Es solo a partir de esta arquitectura que puede nacer el sujeto, es decir, una disposición de los elementos de la realidad provocada por esta composición».[3] Podría citar otros tantos ejemplos, elegí este simplemente para mostrar que entre los pintores cercanos a Picasso la cuestión era preponderante. El Guernica, a diferencia de las pinturas de El misterio Picasso, no es una obra improvisada, es reflexiva, está construida según leyes rítmicas.

        Todo esto para desvelar la naturaleza de lo que Clouzot nos muestra. El método de Picasso, basado aquí en la improvisación, es contemporáneo tanto del action painting como de la abstracción lírica. Durante los años cincuenta tendrá lugar el «todo está permitido» en el arte en nombre de la búsqueda del yo por los caminos de lo irracional. La abstracción de Picasso, el magma de su lienzo, es literalmente el magma del pensamiento en movimiento, de la idea que se está formando. La pintura en preparación es la mente no en busca de equilibrio (de armonía), sino en busca de la expresión verdadera de un sentimiento inefable a través de la proyección de un aspecto del yo. La elaboración de cada cuadro es la historia de una lucha entre el artista y la materia. A partir de una sustancia inerte, el pintor busca extraer una especie de autorretrato emocional o, si se quiere, la imagen de un sentimiento.

        La concepción tradicional considera que lo bello se basa en la terminación e, incluso, en el exceso de terminación. Mientras que a fines del Siglo de Oro holandés Gerard Dou era idolatrado –según la leyenda podía pasarse dos días enteros pintando una escoba o la chatarra reluciente con la que adornaba sus cuadros–, Frans Hals, cuya violencia del trazo en bruto fue poco valorada, sobrevivió miserablemente gracias la caridad del asilo de ancianos de Haarlem. Esto no le impidió pasar a la posteridad, que ignoró a Dou, como el pintor más grande de su tiempo. Los artistas académicos son siempre los artistas de la terminación, y sin embargo no es paradójico decir que sus pinturas se interrumpen en una etapa anterior a las verdaderas obras de arte. Y es allí sin duda donde uno se reencuentra con la frase de Valery: dirigiéndose al lector, define lo que arroja como tantas concesiones a los falsos pretextos de la terminación académica, cuya belleza sin duda habría sido más inteligible para sus contemporáneos, que aquello que busca y se encuentra en este equilibrio mágico, más allá de la terminación y que podría resumirse en la noción de transfinito. De esta manera, rompiendo cuadro tras cuadro y borrando una tras otra las apariencias de equilibrio y terminación, el genio de Picasso logra inscribirse en el lienzo. Su talento reside en su capacidad constantemente renovada para superarse a sí mismo no según una progresión dramática sino de acuerdo con una demanda interna, que es ontológicamente enigmática.

        Esta clave de lo arbitrario de la creación se revela en la confrontación de lo inacabado y lo transfinito. Lo inacabado de los cuadros que están debajo del cuadro tienden –a través de la mirada del espectador, que se encuentra determinada por la convención– hacia la terminación más corriente, la de la armonía, mientras que lo transfinito de la obra terminada, definida solo por la mirada del pintor está, más allá, de lleno en el territorio del arte. De este modo es posible defender, y estoy lejos de ser el primero, la naturaleza trascendente de la Pietà Rondanini, fijada por Miguel Ángel en la inconclusión aunque se trate de una de sus obras más profundas. Más cercano a nosotros, ¿sabía Stendhal que su Vida de Henry Brulard, que nunca se preocupó de reescribir luego del primer esbozo, adornado con una multiplicidad de elementos que hubieran tornado imposible la publicación en su época, sería una de sus obras maestras o que, mejor aún, sería uno de los libros fundamentales de la literatura moderna? Sin duda. Siempre se ha sabido que los objetos tocados por la gracia no necesitan ser pulidos.

 

LA RUPTURA DE LO FINITO EN EL CINE

El cine, por esencia terminado y por lo tanto portador de academicismo, ¿tiene acceso a esta transfiguración del arte? ¿Es apto para captar, como la escritura o la pintura, el estado en bruto del movimiento del alma?

        Cualquiera sea la manera en que se conciba al film, el celuloide rompe siempre el hilo del pensamiento. El cine lleva en sí mismo una triple noción de terminación, que crea un efecto de triple cerrojo impidiendo al séptimo arte seguir de forma natural los meandros de la mente: el plano, la secuencia y el film concluido.

        Unidad elemental, el plano lleva en sí mismo, y solo él, la más pura especificidad del cine. Dependiendo de la secuencia, su autonomía es nula. Intrínsecamente relacionado con las condiciones en que se realizó, es el punto de convergencia del azar y de varias voluntades. Es solo un fonema. Pero sin embargo es dentro de este fonema donde tiene lugar el debate fundamental, entre la urgencia de lo que se debe decir y el formalismo del significante.

        Hecho de luz, de encarnación y tiempo, el plano es, en esencia, un elemento inacabado pero que, además de serlo, puede tener por voluntad del director otros índices adicionales de incompletud: vacilaciones, desenfoques, cortes en el ritmo. Asuntos de primer orden que no impiden que el plano vuelva, en la etapa del montaje, al estado de materia prima. Objeto inanimado, es una ciencia de la configuración ­–hasta ahora extrañamente poco teorizada– lo que le dará vida. Le edición es el momento en que la película se asemeja al lienzo del pintor abstracto.

        Aun si las opciones no son infinitas, muchas cosas siguen siendo posibles. En cualquier caso, es en la instancia de la edición donde aumenta la tentación de seguir el camino de la terminación frente al de la transfiguración. Nunca veremos a un director de cine y a su editor hacer malabares con el celuloide, hacer y deshacer los empalmes, invertir los planos, cortar el material, literalmente tallar la secuencia para obtener la forma correcta. Nunca podremos verlos como lo vemos a Picasso borrando su lienzo, comenzando de nuevo, pegando trozos de papel cortados. Y, sin embargo, estamos estrictamente en el mismo terreno: con la diferencia de que el genio del pintor ha cuestionado durante mucho tiempo los límites de la sintaxis que todavía dominan la estética de la secuencia. Porque si el montaje como arquitectura casi no ha sido objeto de reflexión, la tradición oral –la función crea el órgano– ha compensado en gran parte esta deficiencia. El montaje de la película está enredado con costumbres inviolables y reglas fijas, parapetos de un academicismo cuya validez, sin embargo, se detiene en el límite del cine masivo en su sentido más estricto.

        El montaje, para ser breve, se concibe como una especie de operación de saneamiento del material filmado. Comenzamos eligiendo entre los planos que son presentables; luego, en la disposición de estos, buscamos el camino hacia lo más prolijo, sin aspereza, acabado. Lo más importante del montaje, además de su aspecto narrativo, son las cuestiones armónicas y rítmicas. Su valor determinante es el del equilibrio. En resumen, estamos en el núcleo de la cuestión más tradicional de la terminación. Ahora, cada artista sabe que el curso del pensamiento es refractario a lo finito, que solo puede ser una racionalización reductiva del objeto. ¿Esta restricción es constitutiva de la naturaleza misma del cine? Por supuesto que no, dado que, más allá de la terminación el montaje ofrece infinitas posibilidades, discrepancias, contratiempos que son la esencia misma de la modernidad fílmica. Y está claro que solo con el uso de estas mismas herramientas el cine contemporáneo podrá operar más allá de sus límites. De hecho, en las elecciones de raccord se cristaliza hoy el problema del arte en su forma más subversiva. Así es como Philippe Garrel, el único que se ha encargado de desafiar a la industria allí donde a esta le resulta más intolerable, donde presenta el frente más homogéneo, a contrapelo de todo lo que comúnmente es admitido, ha desafiado la estética técnica. La distorsión, el desollamiento de la imagen hace que el soporte finalmente abandone su neutralidad para hacerse significante y además significante poético. Las reglas orales de la técnica planteadas como un absoluto son solo convenciones de una época, la camisa de fuerza en la que retiene a la inspiración. Solo se liberará de su tiempo el cine que pueda escapar a las limitaciones de las máquinas, las escuelas y los códigos.

        Desde este punto de vista, una imagen me resultó inquietante: en El misterio Picasso vemos a Clouzot y a Picasso. Miren al cineasta, su corte de pelo, su pipa: está atado a su tiempo. Miren a Picasso: está casi desnudo, no tiene edad, está fuera de tiempo, como sus pinturas, que pueden ser vistas hoy tal como el día en que las realizó. No puede decirse lo mismo del cine contemporáneo a él.

 

(Traducción de Cecilia Nuin)

 

 

 

[1] El texto pertenece al libro de ensayos de Olivier Assayas, Presencias, y nos fue cedido gentilmente por Monte Hermoso Ediciones. Es la primera obra disponible en habla hispana de Olivier Assayas, y reúne sus ensayos escritos a lo largo de tres décadas (1980-2008).

[2] El misterio Picasso, Francia, 1956. Dirección: Henri-Georges Clouzot. Guion: Henri-Georges Clouzot, Pablo Picasso.

[3] Citado en Charles Bouleau, Charpentes. La géométrie secrète des peintres, Paris, Seuil, 1963. [Hay trad. española: Tramas. La geometría secreta de los pintores, Madrid, Akal, 1997.]


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