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James Schuyler – Más fugaces que nosotros

James Schuyler – Más fugaces que nosotros

Escribe Laura Wittner: “Un cielo, un lago, un bosque o todo un paisaje pasan por el tamiz del lenguaje y la subjetividad antes de aparecer, reconstruidos y vigorizados, en el texto. Schuyler atraviesa una escena campestre y sale con flores pegadas en la ropa y colores tonalizando su conciencia. La escena lo atraviesa y sale con nueva estructura, nuevos sentidos, una música única”. James Schuyler, quien fuera secretario personal de Auden durante su estancia en Ischia, es el más íntimo de los llamados “Poetas de Nueva York”. Basta señalar que su primera lectura pública aconteció en 1988. Versos breves y estrofas largas como una columna vertebral; capturador de instantes fugaces, su mirada pictórica y su capacidad descriptiva hacen de sus poemas vívidos trazos de una imaginación atenta a las fluctuaciones de los colores en las frutas, las luces de las pasiones y las intermitencias del ánimo.

 

LOS CRISANTEMOS COREANOS

Acá en este jardín
son enormes y como margaritas
(¿por qué no? ¿no es el
margaritón un cristantemo?),
arbustivos y de tallo grueso,
las hojas hacia arriba
apuntan al pedúnculo del que
surgen las flores en
forma de sol. Me encanta
este jardín en todos sus humores,
aun bajo su capa invernal
de yerba de sal, o ahora,
en octubre, cuando no queda
más que la mitad: aquí
una rosa, allí una mata
de acónitos. Esta mañana
uno de los perros mató
una lechuza. Bob vio
cuando pasó, trató de
intervenir. El airedale
le partió el cuello y la dejó
ahí tirada. Ahora el ave
está enterrada junto a un
manzano. Ayer
vimos desde la mesa
al búho, inmenso en el crepúsculo,
volando en círculos por encima del campo
con silenciosas alas de búho.
El primero que se haya
visto por aquí: ahora ya no está,
no es más que un sueño recordado.

Los perros ladran. En
el estudio suena música
y Bob y Darragh pintan.
Yo garabateo en una
libretita en una mesa del jardín,
con una camisa demasiado gruesa
para el sol de mediados de octubre
hacia el que miran todos los
crisantemos coreanos. Tengo
al lado un libro soso,
un corazón de manzana, cigarrillos,
un cenicero. Detrás de mí florece
la ruda que le regalé a Bob.
Luz sobre las hojas,
tanto para ver, y
lo único que veo en realidad es ése
búho, su volumen perturbando
el crepúsculo. Pronto
voy a olvidarlo: ¿qué
hay que no haya olvidado?
O que algún día no vaya a olvidar:
este jardín, la brisa
en calma, incluso
las palabras, crisantemos coreanos.

(Traducción de Laura Wittner, Una ciudad blanca, Gog & Magog, Buenos Aires, 2012).

 

KOREAN MUMS

beside me in this garden
are huge and daisy-like
(why not? are not 
oxeye daisies a chrysanthemum?),
shrubby and thick-stalked,
the leaves pointing up
the stems from which
the flowers burst in
sunbursts. I love
this garden in all its moods,
even under its winter coat
of salt hay, or now,
in October, more than
half gone over: here 
a rose, there a clump
of aconite. This morning
one of the dogs killed
a barn owl. Bob saw
it happen, tried to
intervene. The airedale
snapped its neck and left
it lying. Now the bird
lies buried by an apple
tree. Last evening
from the table we saw
the owl, huge in the dusk,
circling the field
on owl-silent wings.
The first one ever seen
here: now it’s gone,
a dream you just remember.

The dogs are barking. In
the studio music plays
and Bob and Darragh paint.
I sit scribbling in a little
notebook at a garden table,
too hot in a heavy shirt
in the mid-October sun
into which the Korean mums
all face. There is a
dull book with me,
an apple core, cigarettes,
an ashtray. Behind me
the rue I gave Bob
flourishes. Light on leaves,
so much to see, and
all I really see is that
owl, its bulk troubling
the twilight. I’ll
soon forget it: what
is there I have not forgot?
Or one day will forget:
this garden, the breeze
in stillness, even
the words, Korean mums.


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