por Paz Busquet
Tuve el placer de entrevistar a Sol Parnofiello[1] y le pregunté de todo. Ella, citando a Lydia Davis, me mostró por qué son importantes los escritores y escritoras en el ámbito de la tecnología. Antes, escribir era, en parte, trabajar como periodista. Ahora, ¿de qué trabajamos los que queremos escribir? ¿En qué medida transformamos el mundo que nos rodea? ¿De qué manera sostenemos los espacios de placer?
Sol viene haciéndose estas preguntas desde hace varios años y escribió el libro UX Writing en español. El ABC de la disciplina con Ñ para ensayar una respuesta. Ella dice que ese libro fue un llamado a los que aman la escritura, y yo agrego, a que se piensen por fuera de la torre de cristal: “los hacedores de tecnología moldean el mundo cotidiano, instauran una pedagogía” y, como diría Flaubert, proponen una educación sentimental.
A quienes la conocen del mundo IT, les invito a descubrirla como lectora: su sensibilidad, su biblioteca y sus ideas. A quienes no la conocen, les cuento que Sol es referente de UX Writing en el ámbito de la tecnología. Los UX writers son los escritores y escritoras de los productos y servicios digitales, escritores que están detrás de todas esas tareas virtuales que cumplimos con éxito en nuestra vida cotidiana. La sigla UX significa “experiencia de usuario (user experience)” y refiere a la experiencia que tiene cualquier persona que quiere pagar una factura, conocer a alguien o pedir una medicación desde su celular.
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Lydia Davis
P: ¿Estás leyendo algo hoy?
Estoy leyendo Ni puedo ni quiero, de Lydia Davis. Sus poemas, perdidos entre relatos, me petrifican. Me dejan mirando al vacío. Como lectora soy una admiradora descomunal. Nada me conmueve más que alguien que puede expresar algo que yo no puedo. Me sobreviene un sentimiento de gratitud, de alivio, de protección. Todos merecemos ser protegidos. Y la poesía muchísimas veces nos protege de nuestras preguntas más desgarradoras. Me imagino sin escribir, pero no sin leer.
Sé, porque trabajo de esto, que no todos vemos lo mismo en las redes sociales. Que el concepto de “esfera pública” de Habermas hoy es invisible, prepotente y personalizado. Aunque quizás lo peor es la naturalización que le damos a eso. Me da miedo porque es una de esas mitologías de las que debería hablar alguien como Barthes. Ok, pongamos por caso que los medios “mienten”. ¿Quién habla de la mentira de los “megusteos”? ¿De los discursos tan disímiles que construimos en nuestros timelines? ¿Se puede democratizar la tecnología en mundos tan terriblemente diferentes como los que vivimos todos y cada uno de nosotros? Los procesos de aculturamiento de la tecnología me preocupan, maquillados de igualdad son terriblemente peligrosos.
P: ¿Cuándo empezaste a escribir?
A escribir llegué por accidente, como a casi todo lo bueno, en una adolescencia incómoda. Era amiga de toda la división en un secundario con orientación económica, alumna ejemplar. Leer me resultaba sencillo como respirar y muchas veces lo que estudiábamos me aburría. Era buena en matemáticas: cálculo financiero, contabilidad, matemática financiera. Para mí las matemáticas, el código computacional, son poesía. Me recibí con 9.9: el 0.1 fue una batalla imposible contra los saques de vóley. Una profesora de literatura me alentaba a escribir. Me pedía que por favor no fuera actuaria, porque yo quería serlo. Sin contarle me inscribí en un concurso de ensayo de la ONU a los 16 años y sin contarle lo gané, hasta que llamaron al colegio y se enteró la directora. Por mí no lo hubiera sabido nadie. Ese fue mi primer texto en un libro.
Seguí el instinto y estudié Ciencias de la comunicación en la UBA porque mezclaba filosofía con publicidad. El instinto no falla: son las decisiones de las que uno no se arrepiente. Siempre que hago algo porque “es lo que se espera”, “lo que me conviene”, me sale mal. Es como si me metiera al agua y la corriente me llevara. Me doy vuelta y busco mis cosas: mi sombrilla son siempre las letras. Un punto de anclaje por el que pivoteo, mi norte. Una madre amantísima, incondicional.
A los libros les pido que me enseñen la necesidad de actuar. Creo que leer es más importante que escribir y que una librería es una cancha de fútbol de personas que gritan un mismo gol en silencio: un pedido de ayuda. Los escritores narran historias tristes en su mayoría. La felicidad no se narra: se vive. El dolor es egoísta: nos demanda ser compartido con otro para no ahogarnos. Cuando algo me da temor, lo escribo y es como un exorcismo: lo saco de mi organismo y no me lastima más. Le doy todo el poder al pensamiento. El cuerpo me parece un artefacto tonto, puro Ello, pura demanda de placer desmedido, pero es portador del alma y le agradezco todo lo que soportó en mis 35 años de vida, que no fue poco y continúa.
A Sor Juana Inés de la Cruz los curas la mandaron a la cocina porque los libros eran para hombres. A los 3 meses volvió y les dijo: “Si Aristóteles hubiera guisado, mucho más habría escrito”. La mejor forma de escribir es observar la vida cotidiana. Y la naturaleza. El valor de la naturaleza me lo enseñó mi gran profesora: Hebe Uhart. Aunque amo Guiando la hiedra, nunca quise pasar a su balcón con plantas. También es un valor que me sembró mi gran profesor y amigo, Christian Ferrer, especialista en filosofía de la técnica. Él además me enseñó la humildad de los grandes, la generosidad de compartir lectores que nos salvan la vida. Fue mi tutor de tesis en la Universidad de Buenos Aires. Hicimos un hermoso trabajo sobre la comunicación en Georges Bataille, un outsider francés seguidor de Nietzsche. En la risa, en el erotismo sin fines reproductivos, en la literatura, en el juego y en la comunicación se producen gastos energéticos, improductivos, que por breves momentos nos vuelven soberanos. Esa es la rebeldía a la economía de la acumulación. Necesitamos derrochar, porque la vida no tiene ningún sentido y además se nos está terminando todo el tiempo. Walsh citaba a Rilke: “La literatura es un largo camino sobre la propia estupidez”.
P: ¿Cómo te llevás con las contradicciones?
Tardé un año en contar en redes sociales que trabajaba en un diario de tirada nacional. Me parece que es un riesgo ostentar un trabajo: van y vienen, no nos definen para nada. Hay poetas brillantes trabajando de cualquier otra cosa. Ahí en el diario, por cada nota linda que podía meter, tenía que hacer cinco que no me gustaban, pero esa buena, esa buena, le cambiaba la vida a alguien: visibilizaba oficios ocultos, impulsaba leyes, lo que podía para ayudar a alguien. Mi gramática es la de la ayuda. Hay demasiados instintos bajos para que la gramática sea la del ego. La seguridad la da el estudio, y la convicción de que detrás de lo que uno sabe hubo mucho esfuerzo por conocer al otro. La Otredad me fascina. El ego me aburre.
P: ¿Qué te enseñó el periodismo?
Salí del periodismo porque no veía futuro laboral o porque quizás desde muy chica fui editora en un diario nacional. Era responsable de hasta 6 páginas diarias. Un delirio para una persona de veintipocos años. Cuando me fui a tecnología no había escuelas sobre experiencia de usuario y no podía distinguir entre una aplicación y una API. Una vez un desarrollador vino a decirme suavemente que estaba confundiendo ambas cosas. Me reí fuerte. Le pedí que me lo explicara. Yo a cambio le hablé de Castoriadis.
La última nota que hice en periodismo fue con Tony Bennett, cerca de Miami. Me mandaron a mí porque era sensible, aunque de técnica musical no sabía nada. Le pregunté cómo era vivir sin su familia de origen, si pensaba en sus padres, si creía en Dios o en una vida más allá, a los 83 años. Yo había perdido a mi papá hacía dos meses después de una enfermedad desgastante. “Para mí, el cielo es estar vivo”, me respondió. Y yo me puse a llorar. Me palmeó la espalda. Es mi nota más linda. Con esas lágrimas decidí que no quería dedicarme más al periodismo. No me di cuenta de que uno no deja de ser periodista ni por intento.
El periodismo me enseñó que siempre hay un lector que se va a sentir interpelado. Y también me obligó a mirar a la realidad a los ojos. Cuando murió Spinetta escribí la tapa del diario y vi a Catalina, su hija, salir de la casa en pedazos. Me vi a mí, en apenas unos meses más. Entendí que el periodismo, al menos como lo era antes, era una elección de vida: trabajar 18 h sin fin de semana. Me fui a casa y decidí disfrutar los últimos meses con mi padre. Al día siguiente, como no había correctores (Irene Gruss fue la última de ese diario), vi que lo que había escrito en la calle con un iPhone 4 tenía un error: decía enero en lugar de febrero. Había trabajado 16 h ese día. Pero tenía la casilla explotada de mails que me decían que la nota los había conmovido. El valor de escribir no está en lo perfecto, sino en la fragilidad y la compasión que podemos lograr. A mí Arlt me conmueve siempre; Borges, a veces no.
P: ¿Qué escritores te gustan?
Adoro a Paul Auster, su poesía, su prosa. La invención de la soledad me acompañó intensamente en el duelo de mi padre, también lo hizo Bataille. Además de la necesidad de actuar, la literatura nos acerca respuestas que otros ya dieron a lo que buscamos. Hay que sentirse cómodo en la incomodidad de estar perdidos. Con un libro nunca estoy perdida. Como mínimo estoy ocupada.
P: ¿Para qué sirven las metáforas?
Creo que hay un espacio y un momento para todo y que un poema puede ser tan útil como una pregunta frecuente en una página web: si ayuda a resolver una pregunta existencial o el fastidio de un trámite, cualquier texto ya es algo. Es difícil medir cuál es el infierno del otro. Y es moralina barata creer que una cosa es más elevada que otra. No hay tal cosa como Baja y Alta cultura. Eso me lo enseñó el periodismo de entretenimientos, porque un chisme era más leído que una nota sobre ópera de Federico Monjeau, un gran colega. ¿Y quién es uno para decirle al lector qué es más importante?
Cuando entrevisté a Roger Waters en la Villa 31, lo escuché tocar los acordes de “Wish You Were Here”. Terminó y le regaló el instrumento a un pibe del asentamiento que salió corriendo: “¡Lo vendo en Mercado y me lleno de plata!”. El valor es una cosa muy relativa. Y muy coyuntural.
Las mujeres de mi familia materna eran muy hermosas y muy trabajadoras. A mí me enorgullece ser trabajadora. La belleza me parece una ilusión, como la de los magos. Si mi abuela no hubiera vendido flores, si no se hubiera venido de Italia dos meses en barco, yo no podría haber narrado su historia. Y acá estamos.
P: ¿Qué lugar tendrán en el futuro las personas que se dedican a escribir?
En los momentos más duros de la vida la hoja en blanco es un diálogo. Siento que en tecnología falta mucha consciencia de clase. En el periodismo eso no pasaba: casi todos sabían quién es Marx. Lo querían. Lo odiaban. Pero sabían qué era la plusvalía. Yo no quiero frutas gratis para los escritores que se vienen. Quiero que ganen sueldos dignos, porque generan ganancias para las empresas, porque son cabezas pensantes que cambian su tiempo y su esfuerzo. No quiero ser influencer, no me importa nada ser reconocida. Solo trato de que la deontología profesional se reproduzca. Muchas veces me copian capacitaciones y no puedo creerlo: es un oxímoron un escritor sin creatividad. Pero como decía Ciorán: “Existir es un plagio”. Mi mejor bono en tecnología es que alguien una vez me haya dicho que conociéndome le hice mucho bien, le transformé la vida. ¿Eso se mide en euros, en libras, en bitcoins o en dólares? Es impagable.
Una vez escribí en un vidrio de una empresa una frase de Libertella: “El YO está formado por algo que une –y– y algo que, a su vez, separa –o–“. Un compañero pasó, y adelante de todos gritó: “¿Vos te pensás que esto le importa a alguien?”. Ni idea si le importa, pero la cita está en un libro que ya leyeron más de 3000 personas. Que algunos hayan pasado de trabajos precarizados a otros con los que viven más tranquilos, para mí es una victoria inconmensurable. Empezar una comunidad de escritores en tecnología y que sea la más grande del mundo, fue un trabajo de amor. Es difícil explicar cómo todo ese amor me volvió en gratitud, en caricias, en buenos deseos.
Mi mirada en tecnología es la de De Certeau: “Si no es como estrategia, siempre al menos como táctica”. La tecnología no es algo que va a pasar. Es un gerundio. Y es imperativo hacer algo con ella. O dejársela a los otros. Yo fui de Saussure a Python. Trabajé en periodismo, en el Ministerio de Modernización entendiendo qué es Open Data, y en empresas masivas. Si no hubiera estado en la cocina de las letras y de la tecnología no podría haber entendido que alguien que escribe puede (y debe) ser hacedor de las interfaces que modelan nuestro modo cotidiano de vincularnos, que instauran pedagogías, que al usarla lo que se activa es el mundo de las neurociencias.
P: ¿Qué relación tenés con la memoria?
Tengo una cita literaria o una canción para todo, para todo lo que me pasa. No me había dado cuenta pero me lo hizo notar una ex pareja. Hoy me pasa que pienso mucho esto que decía Baudrillard: “No nos volvimos modernos, nacimos modernos”. Yo nací en una época bisagra: hago lo mejor que puedo con eso. Le debo mucho a las mujeres que fueron punta de lanza.
En mi intimidad la poesía es un bálsamo. Repito poemas de memoria, prefiero releer antes que leer. Le doy mucha importancia a la musicalidad de los textos, a la respiración. Si puedo, leo en los idiomas originales, pero no soy como María Kodama que cuando le preguntaron cómo leía a los griegos antiguos respondió “en griego antiguo”. Hay traductores y traductoras maravillosas. Irene Gruss y Beatriz Vignoli son dos que me impactan. A los 10 años ya leía a Pizarnik y a Alfonsina. A las que eligieron irse les tengo mucho respeto: el mundo no es fácil para seres muy sensibles. Mis maestras de literatura eran doctoras en Letras de la universidad pública. Trato de devolver un poco lo que alguien, humildemente, sembró en mí. Uno nunca sabe para dónde vuelan las semillas, en qué campos dan flores. Incluso en los más duros inviernos algo rizomático puede estar en proceso. Lo tengo en mente. Soy agradecida. El amor por las plantas y las flores me enseñó a tener paciencia. Algo clave para escribir.
P: ¿Cuáles son tus proyectos?
Escribo ficción y poesía. Me ofrecieron dirigir una editorial. Dije que no. Me ofrecieron dirigirla en España. Dije que no de vuelta. Lo único que quiero es ganarle tiempo al tiempo para poder pensar. Le doy mucho valor a los momentos de soledad en los que pensamientos inconexos se encuentran. A veces escribo mentalmente mientras lavo los platos o me siento a mirar el lavarropas y la espuma mientras me fumo un pucho en un cantero.
Siento que a los problemas hay que sacarles el aire. Es como al fuego: más oxígeno le tirás, más se agranda. Vivo del lenguaje, me pagan por escribir hace 17 años. La mitad de mi vida me la pagaron las letras.
Cuando entré a tecnología sentí que en muchos espacios no podía hablar de mi pasado como periodista porque incomodaba. Igual yo no hablo demasiado. A pedido del fundador de Mercado Libre edité el libro sobre los 15 años de la empresa. Uno nunca sabe quién está valorando nuestro trabajo.
Nunca sentí que una forma de escribir entrara en contradicción con otra. Los buenos escritores son buenos pensadores: no necesariamente buenas personas, pero sí buenos pensadores. Lo importante es entender que una empresa tiene un objetivo, hacer plata, y que cada uno elige su gramática, su desvío. No me gustan los afters de las empresas, menos si se hacen dentro de ellas. Quiero elegir con quién tomo un trago sin hacer un deploy en el medio.
Leo todos los días algo. Tengo muchos libros de botánica, a veces en broma digo que soy como una Emily Dickinson del conurbano, ahí, con mi herbario y mi escritorio a solas. Me gusta coser desde muy chica y pienso que en otra vida fui inglesa. En esta, al menos, viví un año en Londres. Siempre lo sentí mi casa. Un lugar que ya había habitado. Texto, viene de tejer, para mí la poesía es hilvanado muy fino y los textos son como vestidos: a veces nos calzan perfecto pero con el tiempo pueden quedarnos muy chicos u holgados.
P: ¿Cómo fue ser mujer en tu carrera?
Siento que hay mujeres sororas y otras muy crueles. En realidad creo que en el fondo somos todos personas. Es como un psicólogo, bueno o malo en su oficio, también es una persona. Pasa en cualquier género. Las batallas que se visibilizaron en el 2015 son las que di toda mi vida. No es fácil ser mujer. Pero jamás me pareció una limitante. Sin traicionarme y con respeto siempre hice lo que quise.
No le tengo miedo a la muerte, mi preocupación es más egoísta aún: me da miedo la muerte de mis seres queridos, me cuesta imaginarme el mundo sin ellos.
P: Las palabras ayudan a lograr objetivos en una app ¿Te ayuda la literatura con lo inevitable?
De lo único que sabe la vida es de lo inevitable. No creo que haya literatura que no sea, en definitiva, un intento inacabado sobre alguna de las grandes preguntas filosóficas. No podría respirar sin literatura.
Los periodistas están desapareciendo, porque en esta idea moderna de pensar el negocio escindido del oficio de la escritura, el negocio no los necesita más –la publicidad está en otro lado–, y pocos son los que nos separamos de esa idea de necesitar que otro arme el negocio. Podemos, debemos encontrar modelos en los que la escritura reine. Reinventarse es un instinto de supervivencia en una era en la que la técnica cambió todo, hasta la forma de tener sexo.
Un bot, una app, cualquier interfaz es una superficie de contacto entre una intencionalidad y otra. Y esas intencionalidades son humanas. En el medio se necesitan seres sensibles, para que esos dedos que escriben o esas orejas que escuchan las navegaciones de pantalla puedan tocarse. Las manos de los escritores son caricias en tiempos de pantallas retina.
Releo con frecuencia este poema:
LA CAÍDA (Beatriz Vignoli)
Si te dicen que caí
es que caí.
Verticalmente.
Y con horizontales resultados.
Soy, del ángulo recto
solamente los lados.
Ignoro el arte monumental del sesgo,
esa torsión ornamental del héroe
que hace que su caer se luzca como un salto.
Ese rizo del mártir que, ascendiendo
se sale de la víctima
y su propio tormento sobrevuela
no es mi especialidad. Yo, cuando caigo,
caigo.
No hay parábola
ni aire, ni fuerza de sustentación.
Un resbalón: espero. Al suelo llego
por la ruta más breve.
Un alud, una piedra,
una viga a la que han dinamitado.
No hay astucias del cuerpo en mi descenso.
Se sobrevive: el fondo
del abismo es más blando
para quien no vuela, sólo cae.
Si te dicen que caí,
no vengas
a enseñarme aerodinámica revisionista.
No me cuentes de los que cayeron venciendo.
No vengas a decirme
que no crees que haya sido un accidente.
En lo único que creo es en el accidente.
Lo único que sabe hacer el universo
es derrumbarse sin ningún motivo,
es desmoronarse porque sí.
Cuando era muy chiquito y empezaba a gatear, yo solía decirle a mi sobrino: “El que se cae, se levanta”. Porque sé que los pensamientos que se plantan en la infancia nos ayudan toda la vida. Hace cosa de un año se cayó, le cayeron lágrimas como garbanzos, se sentó a upa, me abrazó y me dijo: “Ya me levanté”. Me gusta enseñar a levantarse.
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Para conocer un poco más a Sol Parnofiello, podés leer sin costo su tesis Comunicación en Georges Bataille o comprar su libro UX Writing en español. El ABC de la disciplina con Ñ.
[1] Sol es fundadora de la consultora Intuitiva UX e impulsora de la comunidad UX Writing en español. Se licenció en Ciencias de la comunicación (UBA) y se formó en usabilidad y accesibilidad en la Universidad Tecnológica Nacional. Se desempeñó como Content Manager en Mercado Libre y durante 7 años fue periodista y editora en el diario Clarín.