Góngora

El 23 de mayo de 1627 moría un extraño poeta, que fraguó el castellano a una temperatura altísima: Luis de Góngora. Su obra sigue hablándonos todavía.

Vaya un triple homenaje.

Primero, como introducción, algunas palabras de Federico García Lorca en su conferencia intitulada “La imagen poética de Luis de Góngora”:

“… A Góngora no hay que leerlo, sino estudiarlo (…)
Para él, una manzana es tan intensa como el mar, y una abeja, tan sorprendente como un bosque. Se sitúa frente a la Naturaleza con ojos penetrantes y admira la idéntica belleza que tienen por igual todas las formas. Entra en lo que se puede llamar mundo de cada cosa, y allí proporciona su sentimiento a los sentimientos que le rodean. Por eso le da lo mismo una manzana que un mar, porque sabe que la manzana en su mundo es tan infinita como el mar en el suyo. La vida de una manzana desde que es tenue flor hasta que, dorada, cae del árbol a la hierba, es tan misteriosa y tan grande como el ritmo periódico de las mareas. Y un poeta debe saber esto (…)
Es suntuoso, exquisito, pero no es oscuro en sí mismo. Los oscuros somos nosotros, que no tenemos capacidad para penetrar su inteligencia. El misterio no está fuera de nosotros, sino que lo llevamos encima del corazón (…)

Después dos de sus poemas. Son sobre el tiempo que fluye, irremediable:

MIENTRAS POR COMPETIR CON TU CABELLO…

Mientras por competir con tu cabello,
oro bruñido al sol relumbra en vano;
mientras con menosprecio en medio el llano
mira tu blanca frente el lilio bello; 

mientras a cada labio, por cogello. 
siguen más ojos que al clavel temprano;
y mientras triunfa con desdén lozano
del luciente cristal tu gentil cuello: 

goza cuello, cabello, labio y frente,
antes que lo que fue en tu edad dorada 
oro, lilio, clavel, cristal luciente, 

no sólo en plata o vïola tronchada
se vuelva, mas tú y ello juntamente
en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada.


DE LA BREVEDAD ENGAÑOSA DE LA VIDA

Menos solicitó veloz saeta
destinada señal, que mordió aguda; 
agonal carro por la arena muda 
no coronó con más silencio meta, 

que presurosa corre, que secreta
a su fin nuestra edad. A quien lo duda, 
fiera que sea de razón desnuda, 
cada sol repetido es un cometa. 

¿Confiésalo Cartago y tu lo ignoras?
Peligro corres, Licio, si porfías 
en seguir sombras y abrazar engaños. 

Mal te perdonarán a ti las horas;
las horas, que limando están los días, 
los días, que royendo están los años.

Y por último el poema que le dedicó otro gran poeta callado e incomprendido, Luis Cernuda.


GÓNGORA (LUIS CERNUDA)

El andaluz envejecido que tiene gran razón para su orgullo,
el poeta cuya palabra lúcida es como diamante,
harto de fatigar sus esperanzas por la corte, 
harto de su pobreza noble que le obliga 
a no salir de casa cuando el día, 
sino al atardecer, ya que las sombras,
más generosas que los hombres, disimulan
en la común tiniebla parda de las calles 
la bayeta caduca de su coche y el tafetán delgado de su traje; 
harto de pretender favores de magnates, 
su altivez humillada por el ruego insistente, 
harto de los años tan largos malgastados 
en perseguir fortuna lejos de Córdoba la llana y de su muro excelso, 
vuelve al rincón nativo para morir tranquilo y silencioso.

Ya restituye el alma a soledad sin esperar de nadie 
si no es de su conciencia, y menos todavía 
de aquel sol invernal de la grandeza 
que no atempera el frío del desdichado, 
y aprende a desearles buen viaje
a príncipes, virreyes, duques altisonantes, 
vulgo luciente no menos estúpido que el otro; 
ya se resigna a ver pasar la vida tal sueño inconsistente 
que el alba desvanece, a amar el rincón solo 
adonde conllevar paciente su pobreza, 
olvidando que tantos menos dignos que él, como la bestia ávida 
toman hasta saciarse la parte mejor de toda cosa, 
dejándole la amarga, el desecho del paria.

Pero en la poesía encontró siempre, no tan sólo hermosura, sino ánimo,
la fuerza del vivir más libre y más soberbio,
como un neblí que deja el puño duro para buscar las nubes 
traslúcidas de oro allá en el cielo alto. 
Ahora al reducto último de su casa y su huerto le alcanzan todavía
las piedras de los otros, salpicaduras tristes 
del aguachirle caro para las gentes 
que forman el común y como público son árbitro de gloria. 
Ni aun esto Dios le perdonó en la hora de su muerte. 
Decretado es al fin que Góngora jamás fuera poeta, 
que amó lo oscuro y vanidad tan sólo le dictó sus versos. 
Menéndez y Pelayo, el montañés henchido por sus dogmas, 
no gustó de él y le condena con fallo inapelable.

Viva pues Góngora, puesto que así los otros
con desdén le ignoraron, menosprecio 
tras del cual aparece su palabra encendida 
como estrella perdida en lo hondo de la noche, 
como metal insomne en las entrañas de la tierra. 
Ventaja grande es que esté ya muerto 
y que de muerto cumpla los tres siglos, que así pueden 
los descendientes mismos de quienes le insultaban
inclinarse a su nombre, dar premio al erudito, 
sucesor del gusano, royendo su memoria. 
Mas el no transigió en la vida ni en la muerte 
y a salvo puso su alma irreductible 
como demonio arisco que ríe entre negruras.

Gracias demos a Dios por la paz de Góngora vencido; 
gracias demos a Dios por la paz de Góngora exaltado;
gracias demos a Dios, que supo devolverle (como hará con nosotros),
nulo al fin, ya tranquilo, entre su nada.


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