La casa despertada

LA CASA DESPERTADA
Sobre La casa de los pájaros de Mario Nosotti
(Editorial UNL, Santa Fe, 2021)

por Sergio Delgado[1]

Si todo libro puede pensarse, entre tantas imágenes posibles, como una casa, donde ingresamos, permanecemos, salimos y volvemos regularmente, debería serlo más por sus posibilidades de abrir que de cerrar puertas. La metáfora literaria de la casa es inagotable. Como la de la puerta. En su Etnología de la puerta, Pascal Dibie trata de imaginar la historia de su forma, desde la de aquellas primeras habitaciones humanas, allá, en la prehistoria de la sociedad, hasta la del teatro de la vida moderna. Como bien lo supo Antonin Artaud, es la puerta la que nos señala qué espacio habitamos, si es, acaso, “abrigo o cárcel”. Aquellas puertas augurales, al comienzo sin madera, hierro ni cerraduras, estaban relacionadas sin duda con la necesidad de protección, pero también de partidas y regresos. Siempre hubo casas. Desde que el hombre es hombre, y quizás antes, en el alba de lo humano, con las primeras conquistas del homo habilis. Y siempre hubo puertas. En su doble existencia material y simbólica. Una puerta condiciona “la utilización de un espacio domestico donde la vida, más que cierres, impone aperturas, aunque más no sea para poder ‘entrar’ y ‘salir’ del abrigo”.[2] Esto para ir diciendo, en el umbral, que este libro de Mario Nosotti que recorre los espacios de vida de Juan L. Ortiz, en el cual uno de sus capítulos centrales estudia precisamente las casas que el poeta habitó, evocadas en tantos poemas, y que se detiene en una en particular, la de “La Carmencita”, la llamada por la familia la “casa de los pájaros”, es un libro que abre puertas. Es más: se ubica, por así decirlo, en el vano mismo de la intimidad de la obra. La del poeta y la de su lector, el poeta-biógrafo Mario Nosotti, que interroga el texto y se interroga a sí mismo, en el marco de la experiencia biográfica, leyendo y escribiendo.

            La casa de los pájaros de Nosotti, se define por otra parte, desde el inicio mismo, sin ambigüedades, como “notas sobre la vida y la obra” del poeta. Aquí el término “notas”, si nos situamos en la tradición del ensayo renovada por Adorno, no renuncia a sus posibilidades musicales, a las variaciones que implica toda interpretación. En cada una de las elecciones y decisiones de Nosotti hay la experiencia de los años, como la idea misma de emprender esta biografía, pero también la fragilidad de esos instantes en los que se abandona un camino o se cambia de rumbo. La propuesta de explorar las “casas” que Juan L. Ortiz, este poeta singularmente doméstico, habitó, se detiene, curiosamente –y no tanto– en esa casa particular, quizás la más “transitoria” de todas, donde el poeta y su familia estuvieron de paso. Ya volveremos, claro.

            Retomo las notas que leí en oportunidad de la presentación del libro, hace casi dos meses, que el autor y su editora quisieron se realizara el 11 de junio, día del aniversario del nacimiento del poeta. En aquella oportunidad, con Mario Nosotti y Miguel Ángel Federik, esbozamos algunas palabras sobre el libro y luego se leyó a varias voces el poema “La casa de los pájaros”. Un poema que comienza con el siguiente verso: “Habíamos despertado a los pájaros que dormían entre las hojas de las palmeras”. ¿Quién despierta a quién, la casa a los pájaros, los pájaros a la casa?

           Preparando esa presentación, había leído el libro de Nosotti en una versión digital, pero para poder pasar en limpio estas notas necesité tener el “libro” en papel. Quizás por una suerte de superstición, quizás porque en efecto –será en todo caso una verdad personal, la de mi propia experiencia de lector– porque la materialidad hace más cierto lo escrito. Me acaba de llegar el libro-papel, el libro-objeto, luego de un largo viaje, una verdadera Odisea, en todos los sentidos del término, en tiempos en los que, en lugar de Escilas y Caribdis, tenemos pandemia planetaria, sus laberínticos “deltas” y la exasperación de las distancias sociales. El seguimiento por internet del envío me procuró, entre certezas y desesperanzas, una verdadera radiografía de la época. Tenía en tiempo real, día a día, un relato totalmente surrealista del viaje de la encomienda: de pronto avanzaba de ciudad en ciudad en cuestión de horas, de pronto se demoraba durante semanas, por la gracia seguramente de ninfas o sirenas, en el mismo punto, y de pronto aparecían mensajes del tipo: “la empresa pasó tal día por su casa y no había nadie”. Pero yo había estado todo ese día en mi casa y soy algo más que “nadie”. Finalmente recuperé el envío en un depósito, casi una cueva polifémica, al que tuve que ir y volver un par de veces, y ahora que lo abro y descubro las novedades me digo que, al fin, la espera había valido la pena. Amorosamente editados, diagramados, impresos, encuadernados, por el equipo que componen, entre otros, Ivana Tosti, Alina Hill y María Alejandra Sedrán, junto al libro de Nosotti descubría el Francisco Urondo: La exigencia de lo imposible de Osvaldo Aguirre y El Paraná y su expresión literaria de Adolfo Prieto, con prólogo de Graciela Silvestri. Una editorial que apuesta al libro como cifra de la belleza del mundo. Ahora que acaricio y releo La casa de los pájaros en papel me doy cuenta de que este tiempo de espera y encuentro tenía su sentido.

            Había comenzado la presentación, hace ya dos meses, con una cita de Oscar Wilde totalmente extravagante, pero que me pareció oportuna, y quisiera volver a reponerla ahora. Dice Wilde: “la práctica más elevada de la crítica, así como la más baja, es siempre una forma de la autobiografía”. En aquel momento mi hijo mayor, Iván, acababa de pasarme la monumental biografía de Wilde de Javier de Isusi, una mirada en perspectiva sobre el escritor focalizada en los años vividos en París, luego de la cárcel, en esa suerte de doble exilio: de su patria y de la escritura. Esta biografía me llevó a releer libros de Wilde que me estaban esperando casi desde mi juventud y abriendo El retrato de Dorian Grey, aterricé sobre el breve prólogo que precede la novela, donde di justamente con esta cita (o la cita dio conmigo). Este prólogo me recordó también que la tarea principal del crítico debe ser la de traducir, con otros medios, la belleza del arte.

            Esta cita me pareció apropiada, entonces, y siguen siéndolo ahora, para comenzar a hablar de La casa de los pájaros, un libro que, como decíamos, se propone el desafío de realizar una biografía de Juan L. Ortiz. Una biografía del poeta entrerriano, sin duda la primera, que es también un trabajo autobiográfico, la historia de una lectura, de una aproximación a la obra. Una biografía que abre puertas, no sólo por ser la primera, sino porque se sitúa en el comienzo, se me ocurre, de una nueva vida de la obra.

            Preparando aquella presentación, leí también por casualidad una carta anónima, que Nosotti compartió con sus 4377 amigos de Facebook, de un lector que, sin conocerlo, espontáneamente le escribe: “Le quería agradecer por su trabajo sobre la obra y vida de Juanele. Durante mucho tiempo me sentí solo y medio incomprendido ante mi admiración por Ortiz”

            Puedo entender perfectamente el sentimiento de soledad de este lector. Nos quejamos respecto a la ausencia de lectores de literatura argentina, lo que estadísticamente parece ser un dato, paradójico en todo caso, si se tiene en cuenta la vitalidad editorial de nuestro medio; pero pocas veces nos ponemos a pensar seriamente el problema, el de la soledad del lector. Sin pretender agotar el tema, dos motivos se me ocurren ahora.

            El primero es la ausencia de ediciones críticas o medianamente críticas de los libros fundamentales de nuestra literatura. Estas obras no se encuentran, ni siquiera en los mercados más “libres”, y en el caso en que estén al alcance de la mano, pocas veces el lector sabe, entre erratas, distracciones y omisiones, qué texto lee. Es proverbial la ausencia de ediciones críticas de la obra de escritores como Jorge Luis Borges o Raúl González Tuñón, para mencionar a poetas próximos de Juan L. Ortiz. Borges afirmaba en “La supersticiosa ética del lector” que “la página que tiene vocación de inmortalidad puede atravesar el fuego de las erratas, de las versiones aproximativas, de las distraídas lecturas, de las incomprensiones, sin dejar el alma en la prueba”. Es un apotegma brillante, que dice mucho de Borges, sobre todo porque es falso. En realidad, sólo a un escritor argentino contemporáneo –o en todo caso un escritor latinoamericano contemporáneo– se le ocurriría una idea semejante. No se le ocurriría a un escritor francés, ni inglés, ni alemán, quienes padecen muchas fatalidades –como guerras u holocaustos– pero no necesariamente el descuido de sus editores. En el caso de la obra de Juan L. Ortiz, gracias al esfuerzo de las editoriales de las universidades del Litoral y de Entre Ríos, se avanzó mucho, pero el problema permanece, interrogándonos, porque tiene raíces profundas.

            El segundo motivo del desamparo que viven los lectores de literatura argentina es la ausencia de biografías críticas. Aquí no me voy a extender porque es un mal conocido, sobre la que Nosotti reflexiona al comienzo de su libro: “Tengo cincuenta años y a pesar de las aguas pasadas bajo el puente, todavía padezco la influencia de una especie de moda que negaba que hubiera realidad o experiencia alguna fuera del texto” (p. 31). Las pocas excepciones no vienen más que a justificar la regla: “Si las biografías de escritores no son en nuestro país algo habitual, las de poetas pueden contarse con los dedos de la mano” (p. 44).

            El problema, además, es que, a la sombra de esas ausencias, prolifera una tendencia incansable a la mistificación de la vida de los escritores, a las construcciones perifrásticas montadas a espaldas de los textos, en reemplazo del vacío de documentación, una tendencia si se quiere a mitos que se alimentan de lo entre-dicho o no-dicho, de la maledicencia. En este marco, la soledad del lector es desesperante. Como denunció Mastronardi en 1969, ya entonces había que cuidarse de la proliferación de un mito-Juanele, que encontró terreno fértil en las extravagancias del poeta, sus boquillas, sus peinados, su aspecto de sabio oriental, su vida modesta, al margen de los sistemas de reconocimiento, pero sobre todo en la ausencia de ediciones. A tal punto, arriesga Mastronardi, el mito es autosuficiente que vuelve casi innecesaria la lectura de la poesía. Nosotti se confronta a este problema, refutando incluso a los refutadores de mitos, que “logran lo contrario” (p. 46) de lo que se proponen. Y plantea lo siguiente:

Podríamos preguntarnos ¿qué pasa si la vida de alguien (como sucede con la mayoría de los poetas argentinos), no se escribe? […] Decir que en Ortiz se da el caso “poco usual” (como si lo habitual en los poetas fuese el tener una vida extraordinaria) de alguien sin vida activa, “considerando esto desde el paradigma de la acción”, ¿no es reafirmar la perspectiva de dicho paradigma […]? (p. 47).

            Los primeros capítulos del libro (“El complejo Juan L.”, “Imágenes, lecturas, biografemas”, “Llamado a biografiar”) abordan de lleno el problema, sin falsos pudores. Nosotti es consciente de la dificultad. No es fácil escribir la biografía de un poeta y mucho menos la de un poeta que, las pocas veces que se le pidió una nota autobiográfica, lo hizo como a desgano, negando su importancia, desdiciéndose. En 1937 Juan L. Ortiz escribe: “soy un hombre sin biografía” y en 1941: “¿Referencias concretas de mi vida? Permítaseme que no les dé ninguna importancia”. Un poeta que, sin embargo –comenzamos recién ahora a comprenderlo en su justa medida–, traza un ciclo extraordinario de “poemas autobiográficos”, siendo el primero de la serie “La casa de los pájaros” para seguir luego con “Villaguay”, “Gualeguay” o “A Prestes”. Incluso El Gualeguay, un extenso poema que traza la historia del río-propio, puede ser leído como una autobiografía. Se trata, además, de poemas extensos, de “poemas narrativos” como los definía Juan José Saer, pero que intentan narrar nada menos que la vida, su permanencia, desde el pasado, en el presente de lo escrito.

            A partir de esas prevenciones, el capítulo central del libro, “Apuntes para una biografía del futuro”, pone manos a la obra. Y esto debe completarse con una primera reconstitución del árbol genealógico de Ortiz, con una cronología (síntesis de la que Nosotti preparó para la edición de la Obra completa) y un generoso álbum de fotos y documentos. Notas y variaciones que constituyen uno de los primeros aportes a la escritura de esta vida.

            Tres virtudes, me parece, definen a Mario Nosotti como biógrafo. En primer lugar, la exigencia, a prueba de los años y las dificultades, en la búsqueda del dato preciso, en la necesidad de ver con los propios ojos, tocar con las propias manos, los documentos que fundan una vida, pero yendo también al encuentro de los lugares y las personas que pueden brindar el testimonio (o su ausencia) que ilumina lo escrito. Comienza con la partida de nacimiento del poeta (la primera vez en que se inscribe su nombre), la reconstrucción de episodios de la infancia, la juventud, de viajes y regresos, de residencias y mudanzas, para terminar con una excelente lectura crítica del poema “La casa de los pájaros”. Un poema central, vale la pena insistir, porque se encuentra casi exactamente en el centro cartográfico de la vida y de la obra, en el momento en que el poeta abandona su Gualeguay natal para instalarse en Paraná. De lo anterior se desprende una segunda virtud, que acompaña la anterior, que es la presencia de una mirada si se quiere “ingenua”, en todo caso en el mejor sentido de la palabra, el que atesora su origen latino, de ingenuus, que significa nacido libre (es decir: no esclavo), que tiene en su interior un linaje libre, y que por extensión “designa los rasgos naturales, innatos y nobles del carácter de una persona”. Para muestra basta un botón, repetía incansable Amaro Villanueva, y me parece que conviene citar el relato de la búsqueda de la tumba de Juan L. Ortiz:

Hace cerca de un año, la última vez que viajé a Gualeguay, comprobé que aun en su ciudad natal Ortiz es un secreto. Carlos Mastronardi, que lo alentó a recopilar los poemas de su primer libro, es “el poeta” de Gualeguay. Su tumba, como la de Juan L., está en el cementerio del pueblo, solo que mientras esta se encuentra en un lugar privilegiado, que anuncian desde lejos las losas de granito y placas conmemorativas, la de Juanele es casi invisible. Solo después de preguntar mucho pude dar con ella: hacia el fondo del predio, en el segundo piso de un húmedo edificio donde se agolpan nichos olvidados. (p. 44)

            Es esta una mirada ingenua, libre en todo caso de la esclavitud del prejuicio, que va al encuentro de lugares, personas y textos. Una mirada que plantea el relato de su propio nacimiento, con una genealogía muy particular dado que se trata de un lector de poesía, y de una poesía como la de Juan L. Ortiz. Comienza en el momento en que Nosotti descubre al poeta, en aquel ya legendario dossier dedicado a “Juanele”, en 1986, en el primer número del Diario de poesía. Su historia de lector comienza con los textos, imágenes, testimonios y aproximaciones críticas que ese dossier reunía. Muchos años después, Mario Nosotti, el lector vuelto biógrafo, va al encuentro de los lugares evocados por el poeta y también de su decepción. Visita los lugares que el poeta habitó: la casa natal en Puerto Ruiz, la del parque Quintana en Gualeguay, la casa del parque Urquiza de Paraná. Y va al encuentro, también, de los seres “domésticos” que esos lugares representan. Perros, gatos, amiguitos… Perros como aquella “Diana” a quien Ortiz dedica un poema que cierra la edición original de El agua y la noche, el primer libro. Es un poema dedicado a la memoria de esta perrita, que acompañó tantos paseos del poeta hasta el río y que acababa de morir. Sus últimos versos confiesan:

oh Diana
ida ya para siempre
con mucho de mi alma y de mi casa.

Pero, entre todos, descubre al perro Prestes, el galgo con el que el poeta iba al río Gualeguay, el que corre en los campos próximos de “La Carmencita”, y que acompaña a la familia en su trasplante a Paraná. En el poema “A Prestes”, de La brisa profunda (1954), se traza la biografía del animal doméstico y se percibe su tumba, en el verso final, uno de los más extensos de la obra:

Mientras mi corazón lo mismo que tus flancos, sangra, sangra, y Marzo, entre las cañas, sigue lloviendo sobre ti.

            Mario Nossoti recorre estas casas y reconoce a estos seres domésticos con lucidez, tratando de comprender el sentido que adquieren en la “vida” del poeta y de la obra y ubicándolos en la trama de la poesía. Avanza con decisión en una tierra baldía y sabe detenerse cuando es necesario. Es lo que ocurre en la p. 76, cuando el biógrafo llega hasta el año 1959, que encuentra al poeta ya instalado en Paraná, en la casa del parque Urquiza, donde vivirá hasta el fin de su vida, hasta 1978. El biógrafo se detiene en este punto:

Los apuntes tomados en los últimos años me habían conducido hasta el momento en que Ortiz se instala en Paraná. Por distintas razones mi entusiasmo mermó. Pasaba por un tiempo de dificultades y aquel primer intento de hacer la “biografía” naufragaba en un mar de borradores, lecturas y aproximaciones. No sabía qué hacer con todo eso y decidí dejarlo.

            Se detiene, vuelve atrás, y esta crisis, o pausa, desemboca en el descubrimiento de “La casa de los pájaros”, de la importancia que tiene esa casa, vuelvo a repetirlo, ubicada en el centro del destierro, y del sentido de ese poema en la obra. Y esta es la tercera virtud de Nosotti como biógrafo que quería mencionar: la de una escritura que no abandona su búsqueda en ningún momento, pero que labra su verdad, también, en la vacilación, en la espera de la palabra y su decir. El relato de la vida de un poeta es también poesía. Se escribe como se escribe un poema, con el mismo desconcierto, la misma intensidad y, también, el mismo riesgo.

            Debo señalar que el trabajo biográfico de Mario Nosotti no está solo. Forma una misma familia con La internacional entrerriana de Agustín Alzari y el Mastronardi de Miguel Ángel Petrecca. Todos estos libros buscan su autor sin renunciar ni a la exigencia del documento ni a la libertad de la escritura. Son trabajos (y hay muchos más, escritos o escribiéndose) que marcan, si lo que digo es cierto, una nueva vida de la obra.

            Para terminar, quisiera brindar el testimonio de mi experiencia de lector del poema “La casa de los pájaros”.

            Cuando lo leí por primera vez, lo recuerdo como si fuera hoy y han pasado más de treinta años, me produjo una fascinación y un vértigo inexplicables. Me quedaba claro que, en un sistema poético construido sobre la alusión mallermaniana, el secreto era algo esencial. Pero igual no podía dejar de preguntarme, y me sigo preguntando: ¿qué es “La Carmencita”? ¿Dónde se encuentra esa casa de los pájaros? ¿No había vivido el poeta acaso en lugares como Puerto Ruiz, Villaguay, Gualeguay o Paraná? ¿Dónde estaba, entonces, Carbó? ¿Dónde estaba ese lugar que no parecía encontrarse en ninguna de esas poblaciones? Tenía muy pocas posibilidades de aliviar ese vacío. Alfredo Veiravé, en su libro La experiencia poética, apenas si dedica algunas pocas líneas al poema y a la casa, que describe como “una casa de campo en las afueras de Gualeguay”. Veiravé percibe con lucidez la compleja relación entre presente y pasado que plantea el poema y señala que el poeta aquí “modifica aquel presente continuo e inmediato que era una de las claves de su relación con el paisaje de su adolescencia y juventud”. Pero, ¿qué casa era esa, de qué “presente” se trata? Leyendo entonces estas menudas informaciones, que ahora vuelvo a visitar, comprendo que no tenía manera de resolver siquiera la duda más elemental. Me pregunto ahora si Veiravé, que vivió en Gualeguay, que conoció a Ortiz desde niño, aunque se había alejado de ese ámbito desde hacía años para instalarse en Resistencia, sabía realmente dónde estaba esa casa. En la realidad y en la obra. ¿La había visto, había oído hablar de ella, comprendía realmente su importancia? Es imposible saberlo, pero aquel lector ingenuo de hace 30 años, que descubría la poesía de Ortiz a partir de este poema, sospechaba que, en todo caso, aquel lugar no tenía nada que ver con el “paisaje de su adolescencia y juventud”, que el paisaje, en todo caso, era visto desde otra perspectiva, la de quien se está yendo, la de quien, en todo caso, está y no está.

            Me hubiera gusta contar entonces con el libro de Mario Nosotti. Pero me apuro a aclarar, como modesta refutación de los anti-biografistas, que ahora que vuelvo, a partir de estas lecturas, a confrontarme con el poema (lo acabo de leer hace un instante), el poema sigue conservando su secreto. Se enriquece incluso con nuevos matices y nuevos misterios.

            ¿Qué pasa entonces si se escribe la vida de un poeta? Pasa lo que pasa siempre con los libros. Si son malos, no pasa nada. Pero si están bien escritos, con toda la complejidad que podamos darle a este verbo, entre el pensamiento y la experiencia, ayudan a traducir, con otros medios, parafraseando a Oscar Wilde, la belleza del arte. Es lo que pasa, sin duda, con La casa de los pájaros de Mario Nosotti.

**********

LA CASA DE LOS PÁJAROS (JUANELE ORTIZ)

Habíamos despertado a los pájaros que dormían entre las hojas de las palmeras.
Ya el crepúsculo cuando los tordos se abatían sobre el bebedero,
y posados sobre los bordes conversaban —de qué cosas vistas en los vuelos
y desde los lomos de los caballos, de qué cosas de la luz, de qué cosas de las ramas,
de qué cosas quizás terribles de los pastos?—,
ya el crepúsculo cuando los tordos conversaban,
qué sombras intrusas y nefastas se atareaban bajo el corredor todavía rosa
y encendían un escándalo blanco en la cocina?

Desde Marzo hasta Octubre suya y de las palomas y de los chingolos y de los gorriones
y de las tijeretas y de los loros y de otras alas que no sé —casi de mariposas— había sido la fronda.
—Los petirrojos ardían, aquí y allá, junto al camino, los gráciles tallos de «la flor morada»—.
Desde Marzo hasta Octubre había sido el silencio ciego de la casa nocturna bajo los aleros con tacuaritas.
Quiénes ahora daban ojos a la noche sobre las hojas de las palmeras?, quiénes?, quiénes?
Durante varias noches las palmeras fueron una inquietud de alas y de charlas hasta el alba.
Luego la luna o la proximidad del mal tiempo, a veces, solo traían el desvelo de las alas.

Palpitantes nubes de alas sobre los altos paraísos y los eucaliptus contra la tarde palidecida,
oscuras nubes que se abrían hacia el agua larga y encendida,
mientras el brocal blanqueado del pozo era rosa y celeste …

Pero Octubre había traído lluvias y lloviznas.
Una ventana larga nos daba el paisaje del oeste y del noroeste.
Pequeñas lomas y hondonadas con ganado de sueño paciendo un verde pálido o medio hundido en la lejanísima aguada.
Prados de un malva imposible hasta las cuchillas más distantes, azules de arboledas.
O una bruma rayada que de pronto nos daba
solo tenues fantasmas de animales, de casas y de árboles.
Entonces, Catherine y Rainer nos parecían más profundos, cerca de un fuego suave.
La noche nos cercaba de tiniebla agitada de follajes
contra un sueño que se apelotonaba de timidez y de una delicia con remordimientos:
tantos en esa noche, quizás allí muy cerca,
agitándose unidos contra la vigilia ante el frío asaltante de los ranchos.

***

Las tardes, de pronto, habían adquirido un delgado ardor espiritual,
un encendimiento transparente que no era todavía tibio, y que hacía casi religioso el poniente.
Pero ya flameaba con alguna alegría sobre el agua lila de los campos.
A dónde se voló ese momento del Noviembre, tan puro, del cielo?
Flores cayeron sobre los pastos o cantaron sobre los pastos. Flores.
Una mañana sobre la loma no supe a quién agradecer tanta gracia. Flores.
El cielo era de un azul de pastel sobre la loma delicadísimamente constelada.
Una dulzura empezaba a fermentar en la mañana abierta igual que una corola infinita.
No fuimos más que un anhelo de canto. El verano.

***

La media tarde, en el camino hacia «La Carmencita», era irreal casi de celeste y de verde
en el sol cristalino que hacía perder a todo su densidad y lo volvía solo un diáfano temblor.

Me apeaba de la bicicleta para saludar con los trabajadores del camino
a la esperanza en armas triunfando desde el Este sobre la noche de los chacales
para todos los trabajadores del mundo, para todos los pobres del mundo.
Nunca os olvidaré, oh hermanos míos, sudorosos ya sobre la arena blanca,
ajenos a los «hilas de la virgen» y a las telas de seda de color oro muerto…

O yo llegaba cuando la casa era una pálida mancha dorada que se apagaba sobre la loma
medio escondida por la arboleda vespertina
que no alcanzaba a cubrir las anchas pupilas de sus ventanales hacia el sur.
Y era una luz ubicua de malvones
que el último sol exaltaba hasta hacerla casi flotar.
Y eran cuatro bienvenidas junto al fino portón de hierro: las de los míos y las de los perros.
A veces también el campo era una niebla azul entre la que yo iba rodando sobre un camino espectral.
Ellos miraban salir la luna sentados frente a la loma que subía hacia el milagro amarillo…
Caminábamos luego entre la alta hierba fantástica mirando
cómo la hondonada flotaba en matices franjeados de largas penumbras…
—Yo había visto a medio camino, desde el terraplén, los ya pálidos valles de la costa con los ceibos oscuros…
Paisaje de sueño y a veces de pesadilla, a esa hora, que siempre me tocaba…
Íbamos hacia «el bajo» en el atardecer moroso, seguidos de los perros.
Detrás de nosotros también se aventuraban la gatita y su hijo, llenos de sobresaltos.
Vacas, vacas curiosas en el potrero con su fuerte olor de égloga.
El galgo se curvaba entre los cardos y el «Rulo» buscaba los caminitos entre el alboroto de los teros.
La luz, en el regreso, todavía suspiraba sobre la cuchilla tenuemente morada
en que la casa aparecía de frente toda larga entre la arboleda oscura contra el cielo desmayado…

Y era la espera de los trenes en el corredor medio nevado en la luna.
Una larga serpiente fosforecía de pronto al pie de la cuchilla del norte
y ondulaba hacia la loma del este que la escondía luego
mientras otra más larga, larguísima, con un sol en la frente, del lado de la luna, doblaba hacia su encuentro.
Una vaga inquietud de viaje nos llevaba hacia la ventana para escuchar las últimas pitadas
hasta que la noche recaía en una paz celeste de paraísos que nos hacía temblar.
Las sombras y los fantasmas blancos del parque llenaban el duermevela.
El alba era de ángeles, gris–celestes, rastreros
y la aurora un purísimo asombro de geranios que apenas se doraba detrás de los talas…

***

La noche era una asfixia. Prolongábamos la sobremesa en el patio de palmeras
en la espera anhelante de la más tenue respiración —de los campos o de las estrellas?
Titilaba allá lejos la línea encendida de la ciudad.
Quería tenderme sobre la tierra y me iba hacia los pastos.
Allí permanecía de espaldas hasta que un hálito tardío me daba el alivio de la madre
y yo no era más que un sueño infantil suspendido entre ella y las enredaderas de allí arriba…

***

El día era todo mío y permanecía en la cama hasta que la vecina casa amarilla
se disolvía casi en las primeras luces entre los troncos plateados de los eucaliptus del parque.
Iba a visitar los cardos del potrero. Me tendía con el galgo entre los altos ramilletes bajo el sol diáfano
hasta que mi acción de gracias se volvía una responsabilidad
para los que allá lejos alzaban nuestro sueño como una custodia entre las cortinas de la muerte.
—Verdad que entre los finos candelabros de luz lila
y el hálito del mismo color que ondulaba todo el campo
nuestro deber hacia los héroes y nuestra conciencia de estar en una fiesta que costaba
tanto desamparo cercano, chocan en el poema o no los creen ciertos?…

***

El mediodía vibraba igual que una colmena. Poco antes del almuerzo
buscaba la parte alta del parque para tenderme a leer.
Pero se estaba demasiado bien para que lo que leíamos no nos pareciera demasiado hermoso
o no le prestáramos atención, la vista entre las coníferas hacia los lueñes vapores
del armonioso fuego que era todo el paisaje…

Fuera de la casa, ya en el campo, instalábamos nuestros perezosos en las fuertes sombras verdes.
La tarde iba madurando en un olvido que casi nos hacía mal,
pero el tiempo, violeta ya, se iba hacia la altura próxima en franjas separadas
que se unían al fin sin conseguir ahogar un celeste caballo en ellas sumergido.
Yo tenía todo Lou You en el alma hasta que las primeras estrellas aparecían como sus estrofas…

***

Salíamos muy temprano para «el trabajo» en la ciudad distante.
El campo era una penumbra apenas argentada en el rocío.
Se despertaba el cielo allá arriba como un vago jardín próximo a deshojarse
y pálidas casas emergían como apariciones a los costados de la calle húmeda.
El primer oro, luego, recortaba mi sombra en la primera vuelta.
Debajo de unos talas vi una vez a toda una familia sacudir la noche mala…
Y los cardos con la primera luz, que dije, sobre la luz —la luz?— de las lagunas,
tan inocentes y delicados ay!, me parecieron casi una afrenta
y velóse el fluido resplandor de junquillos sobre los bañados y los prados
y la paz de aquella canoa que despegaba sobre el moaré amanecido del Gualeguay
me pareció lejana y extraña aunque el pescador quizás buscara para su drama y el de los suyos
un imposible olvido sobre el agua y entre los pajales ay! con enredaderas…
Alguna vez una esperanza desvalida daba no sé qué vergüenza a la tierna mañana del terraplén:
caravanas de hombre con la bolsa al hombro se apresuraban hacia los trenes de carga.
Los encontraba de vuelta igualmente rotosos o apenas si con algunas alpargatas
nuevas o un ponchito liviano sobre la blusa vieja…

***

Oh casa de los pájaros, quise despedirme de ti una tarde de fines de
Febrero.

Ya había sobre los pastos y en la luz una soledad que el viento quería ajar.
Me apretó el corazón tu silencio cerrado entre el rumor profundo.

Fui hacia el «bajo» para mis últimas miradas.
La estación era allí una pálida ruina de cardos
y una vaga tristeza de animales entre las hierbas abatidas…
El viento ya era oscuro. Acogías los tordos como si fuesen tus pensamientos más íntimos
para entrar en la noche. Y una nostalgia aguda, perdón, oh! casa de los pájaros,
fue una viva ilusión de corredor en luz con la figura de una mujer
que entraba al resplandor pequeño de una pieza…

[1] El presente artículo está basado, como el mismo autor aclara más adelante, en las notas escritas para la presentación del libro La casa de los pájaros de Mario Nosotti . La presentación se realizó el 11 de junio de 2021 con la participación, en este orden, de Miguel Ángel Federik, Sergio Delgado y Mario Nosotti. Se proyectó un breve video con imágenes de Juan L. Ortiz y luego Carlos Battilana, Roxana Páez, Santiago Venturini y Mónica Sifrim leyeron el poema “La casa de los pájaros”, que se agrega como complemento al artículo.

[2] Pascal Dibie, Ethnologie de la porte. Des passages et des seuils, Métailié, Paris, 2012, p. 21.