Dos libros de crítica de poesía

En la primera mitad del 2023 fueron publicados dos libros de crítica de poesía. Los autores de esos dos libros son tres, porque uno de esos libros fue escrito a cuatro manos. Los tres, es importante destacarlo, son poetas; los tres son también docentes del área de poesía en la Universidad Nacional de las Artes: Alicia Genovese en la materia Taller de Poesía I; Arturo Carrera y Gerardo Jorge en la materia Poesía Universal.

        El libro de Alicia Genovese fue publicado por el Fondo de Cultura Económico y se llama Abrir el mundo desde el ojo del poema. Trae varios cruces atractivos: entre poemas tradicionales y poemas recientes, entre momentos de lecturas objetivas de poemas y momentos de una mayor intimidad subjetiva. Buenas muestras de esa apertura más íntima a la propia subjetividad creadora son por ejemplo estos dos fragmentos del ensayo que cierra el volumen, intitulado “La contingencia en el poema”:

Detrás de un poema hay un antes del poema, un prepoema que aparece mientras algo azaroso ocurre captado por la atención: un objeto se descubre, se ilumina como tocado por un relámpago, una escena conmueve, conmociona, se instala con su vértigo. Detrás de un poema hay una contingencia, un accidente que atraviesa a alguien que está ahí, se detiene y percibe eso que sucede o le sucede como un tropiezo, eso que resulta en una alteración de la acostumbrada continuidad. Me veo, me he visto a menudo permanecer suspendida, tocada por ese acontecimiento que puede ser minúsculo, pero que invade como un filo, como un interrogante, como un derrame de la riqueza que anida en el mundo, hechos que me han dejado en esa suspensión, en un fuera del tiempo sucesivo.

(…)

          Pienso en el título que decidí darle a este conjunto de ensayos y que me parece que podría resumir una tarea pegada a la recolección, al diálogo introspectivo con las cosas, a crear un hábitat, no una habitación cerrada, para poder escribir. Todo aquello que pueda abrir el mundo desde el ojo del poema, que también es su escucha, su cuerpo receptivo y atento.

 

        El libro de Arturo Carrera y Gerardo Jorge, por su parte, se llama Polvera de las enciclopedias y es, desde el título, un libro raro. Tiene unas sesenta entradas, con una extensión de una a seis páginas cada una, que llevan por título una frase que sirve como disparador para derivas más o menos delirantes y eruditas. No se lee exactamente como un libro de ensayos sobre poesía, sino que tiene algo a la vez riguroso, como si fuera un sistema de entradas de una enciclopedia, y a la vez más anárquico, porque es claro que ha sido el gusto y el humor de los autores lo que ha guiado la escritura.

        Como afirman para terminar el prólogo:

 

Así escribimos esta suerte de improvisaciones: siguiendo lo que suena en dichos, ocurrencias e historias, haciendo asociaciones, hasta tener una muestra o primera entrega de una utopía: la de un atlas del rumor y del derrotero que van formando un saber no exhaustivo, no siempre acreditable o legítimo, pero necesario. Improvisaciones en el caos, pero sobre todo en la urgencia del día, en el purgatorio cotidiano. Bocas, pasillos, clases, pantallas, baños: todos lugares de supervivencia y transformación. Uso y reciclaje de discursos debajo de los títulos y estrados. O la ilusión de crear un vocabulario para una orfandad compartida.

 

        Sin mayores preámbulos entonces, porque la idea es proponer la lectura directa de cada libro, compartimos un fragmento del primer ensayo de Abrir el mundo desde el ojo del poema en el que Genovese lee un poema del poeta peruano José Watanabe, y una de las entradas de Polvera de las enciclopedias: la tercera, que lleva por título: “Me habría gustado hacerlo mejor”.

 

 

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[Fragmento del primer ensayo, “Las mil puertas del poema”, de Abrir el mundo desde el ojo del poema de Alicia Genovese. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2023.]

 

 

En el comienzo fue una escena

Dice José Watanabe en “Las mariscadoras”:

Al amanecer
una decena de muchachas, como en un mito,
entran algunos palmos en el mar tranquilo.

Visten un traje negro
y buscan
entre las piedras
los cangrejos y las conchas que ha dejado la marea alta.

Una roca oscura se confunde con ellas. Solo asoma
hierática,
con el agua baja. Si respirara el aire salino de las muchachas
reiría con ellas
que se lanzan cangrejos y comen almejas crudas.
Las muchachas ignoran que esa alegría vibrátil
es su victoriosa debilidad.
Cuando la marea suba
huirán del avance de las aguas, la roca no.
Ella será la hermana severa
que increíblemente pasa la noche bajo el agua.
Mañana
volverá a emerger con la cabellera de rizadas algas
y el triste orgullo de no deberle nada a nadie.[1]

 

        Hay aquí una escena, muy simple en principio: quien observa describe a un grupo de mariscadoras que están haciendo su trabajo, entran al agua a recolectar mariscos, cangrejos o almejas. He aquí la escena transparente que el poema enfoca, esta imagen es su apoyo material y no desaparecerá aunque en torno a ella comience una reflexión que la expande. Esta es la puerta del poema, una puerta sencilla, poco pretenciosa. Está escrito en tercera persona y el yo poético permanece oculto, en esa casi impersonalidad. La impersonalidad no es absoluta, ya que todo lo que va diciendo luego se tiñe, se impregna con una manera muy personal y subjetiva de ver las cosas, de seleccionarlas y diferenciarlas. Pero este es el recurso que retacea el primer plano del “yo”, la veladura del sujeto poético no es completa, quedará evidenciado a través del uso de los adjetivos. Acá los adjetivos opinan. Junto a las mariscadoras se incorpora un elemento que contrasta con ellas, una piedra, un objeto que sutilmente irá animizándose, humanizándose. A través de los adjetivos el poema personaliza su mirada, proyecta los objetos fuera de su propia materia sin despegarlos demasiado de ella, sin restarles literalidad, pero sumándoles subjetividad. Watanabe se mueve en ese límite riesgoso, no desata el yo, tampoco lo anula, ni pierde lo concreto.

        En el desarrollo del poema se va desplegando un juego de opuestos: el movimiento de las mariscadoras y la fijeza de la piedra; la alegría vibrátil de ellas y lo hierático, lo severo de su contraparte; la huida ante el peligro de ellas cuando sube la marea y la perseverancia en su sitio de la piedra; la victoriosa debilidad de unas y el triste orgullo de la otra. El objeto que es la piedra se personaliza en la comparación que la ve como una “hermana severa” frente al juego de las muchachas que se lanzan cangrejos y ríen.

        La alegría es debilidad, pero también victoria en la escena descripta y opinada con la adjetivación; la roca que permanece en el agua es severidad pero también orgullo triste. Los opuestos quedan relativizados y en colisión. El orgullo queda recortado por la tristeza, y la victoria, por la debilidad. La vida alterna posiciones, a veces se es una cosa, otras veces otra, se juega uno u otro rol, parece decir quien observa dentro del poema, con algo de distancia. Se necesita de la debilidad para disfrutar y también de la perseverancia y una cierta rigidez para no deberle nada a nadie, para ser autónomos. En esas fuerzas opuestas y relativizadas se desmadeja la complejidad de las actitudes humanas. Me parece ver, sin embargo, que ese “triste” orgullo de la piedra y esa imposibilidad de poder respirar el aire salino como lo hacen las mariscadoras implica una visión más crítica hacia la piedra que hacia las mariscadoras. El subrayado también se da en la elección del título, ellas son el foco de atención que lleva al poema y la piedra es su contraste. Habría una “crítica de las pasiones tristes”[2] en términos spinozianos y que encarnan en la piedra de Watanabe, quizás una autocrítica. Baruch Spinoza criticaba las categorías enfrentadas en antagonismos porque implican una pérdida, dentro de ellas la vida queda envenenada entre el Bien y el Mal, decía. La vida y el movimiento de las mariscadoras incorporan aquí también esa otredad de la piedra y su fijeza, con una cierta comprensión que redime, abarca lo uno y lo otro, no excluye.

        El poema de Watanabe parte de una imagen clara, transparente que es una puerta, una manera de entrar al poema, se sumerge en las aguas materiales que su mirada recorta y desde allí infiere una visión del mundo, explorando y contrastando los elementos que la escena presenta.

        A partir de la subjetivación y la particularización de esos objetos, las mariscadoras, la piedra en el río, se despliegan los sentidos que sostienen al poema en medio de connotaciones contrapuestas. No hay un final o una conclusión definitiva, aunque sutilmente se resalte la felicidad lúdica de las mariscadoras, y se apunte al aislamiento orgulloso de la piedra como un destino solitario. La visión sobre esa realidad no es reduccionista, no alimenta la opción entre el bien y el mal ni la exclusión.

        La escena simple y llana en principio no se agota en sí misma, en su posible intrascendencia, sino que es el motor de un universo de conflictos en el que la propia voz poética está inmersa. Traza una visión irresuelta sobre el mundo, no es solo la imagen transparente, sino que ella se nutre y se robustece para ampliar su sentido primero. Watanabe no abandona el poema en una descripción objetiva, sino que indaga la complejidad del mundo a través de ella.

 

 

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[Fragmento de la tercera entrada, “Me habría gustado hacerlo mejor” incluido en Polvera de las enciclopedias de Arturo Carrera y Gerardo Jorge, Buenos Aires, Mansalva, 2023.]

 

Octubre del 67. Ginsberg visita a Pound en Venecia y, al despedirse, “con un toque natural y delicado, se inclina y besa al maestro en la mejilla derecha”. Michael Reck sigue el relato: “Pound pareció conmovido por el adiós. Mantuvo largo rato cada una de nuestras manos entre las suyas y pensé que las lágrimas iban a brotar en sus ojos. Por fin, le dijo a Ginsberg: ‘me habría gustado hacerlo mejor’. Después, se volvió con lentitud y entró a la casa”.

        El poeta de la voz alta, autor de uno de los proyectos desmesurados del siglo, una saga excesiva y fragmentaria de alcance casi global, de cientos de páginas de versos en distintas lenguas, con citas, insultos, invectivas, memorias, vindicaciones, defensas de ideas y valores, revela en esta escena algo que también subyace al “pecado” de exceso o de arrojo: que el auténtico punto de llegada de una vida (y de una obra) sólo cobra sentido si está marcado por una humilitas. Esto es: por una humildad última en tanto posición frente a la escritura, pero también ante los pares y ante los prójimos en general. Como si dijéramos: incluso en la desmesura de la ambición, poesía es pobreza, es la inscripción de una humildad en las piezas del habla.

        Weil escribió que la verdadera humildad era “el conocimiento de que no se es nada en tanto ser humano y, en general, en tanto criatura”. Saber que se hizo, saber, incluso habiendo hecho mucho, habiendo ocupado lugares importantes, habiendo tal vez incluso cambiado la historia de una práctica, como es el caso de Pound, que no hay “mucho”, que en cierto modo se hizo cualquier cosa, siempre. Que toda poesía verdadera es afirmación y multiplica la presencia, pero, sobre todo y de modo más duradero tal vez, conduce al semblante entornado del conocer la falta: comparecer ante el daño causado y ante lo que permaneció imposible, impasible, inaccesible.

        Michel Leiris bregó por una escritura que produjera una puesta en riesgo de quien escribe: con la palabra “tauromaquia” quiso referirse a la vocación de escribir de un modo que implicara exponerse, volverse impresentable para los códigos comunitarios a través de la escritura, modificando así –al menos por un instante– las reglas de reconocimiento y de construcción del capital. La vida de Pound, con su corolario de lamento, parece responder a esa vocación hoy desusada: su súbita humildad revela también que un poema que no conduzca –en alguna de sus fases– a cierta humillación, a una rendición, no alcanza a hacer la “diferencia”. La adquirida timidez, reverso del arrojo, nos recuerda que la humillación propicia la humildad y ésta, al arrasar las expectativas y permitir actuar sin temor, conduce de nuevo al arrojo; y así de una a otra, en un círculo de gracia sin fin.

        Que en toda despedida suene una voz así, entonces, una manera del entornarse, un acompañamiento de la danza del caer. “Humilla tu vanidad, no fue el hombre / quien hizo el valor, o el orden, o la gracia / Humilla tu vanidad, te digo, humíllala”. No acumules capital en tu nombre, mejor ser nadie, parece decir Pound, como Dickinson. “Que los dioses perdonen / lo que he hecho / Que aquellos que amo / intenten perdonar lo que he hecho”. En la alianza –sólo en apariencia paradójica– entre arrojo y humildad, queda claro, sin embargo, que no se podrá acometer ningún acto manteniéndose a salvo.

 

[1] José Watanabe, “Las mariscadoras”, en La piedra alada, Buenos Aires, Bajo la Luna, 2005.

[2] Gilles Deleuze, Spinoza: Filosofía práctica, Barcelona, Tusquets, 2009.