Trilce XIX

por Gonzalo Fernández Rosas

 

TRILCE, XIX

A trastear, Hélpide dulce, escampas,
cómo quedamos de tan quedarnos.

Hoy vienes apenas me he levantado.
El establo está divinamente meado
y excrementido por la vaca inocente
y el inocente asno y el gallo inocente.

Penetra en la maría ecuménica.
Oh sangabriel, haz que conciba el alma,
el sin luz amor, el sin cielo,
lo más piedra, lo más nada,
                   hasta la ilusión monarca.
Quemaremos todas las naves!
Quemaremos la última esencia!

Mas si se ha de sufrir de mito a mito,
y a hablarme llegas masticando hielo,
mastiquemos brasas,
ya no hay dónde bajar,
ya no hay dónde subir.

Se ha puesto el gallo incierto, hombre.

 

Un animal de lo más explotable el gallo, al menos en su esclavitud doméstica: canta para despertarnos, lucha para entretenernos, fornica para enriquecernos. Es un león pequeñito con plumas, ensamblado en una zona soviética de la Creación. Hay un puñado de gallos en Trilce. No sé cuántos. No los conté. Pero seguro están esos “gallos ajisecos soberbiamente / soberbiamente ennavajados”. Y está el gallo incierto que se pone, en el último verso del poema XIX. Es decir que el bueno de Vallejo también, a su manera, puso al gallo a despertar.

           Tengo una debilidad por los despertares. Esto, es, por las cosas que empiezan con alguien despertando: el Adán Buenosayres o Blade Runner están en la lista. La novela que nunca terminé de escribir. Este poema de Vallejo arranca, también, con un despertar, lleno de incógnitas: ¿Quién es la tal Hélpide? ¿Una divinidad inédita del alba, ora griega ora helénica? Cuando despertamos todas son islas en las que naufragar, las diosas. Y luego, si despertar es retornar del país de los sueños o más bien pasar de largo y lindar con lo incesante: “cómo quedamos de tan quedarnos”. El lector urgido en cierto tipo de identificaciones podrá ver allí la huella de una resaca. El lector urgido en otro tipo de identificaciones podrá ver allí una similitud formal y escénica con los dos primeros, inolvidables versos del poema I del libro que, precisamente, también consisten en un despertar. Mejor, en alguien a quien están despertando: “¿Quién hace tanta bulla, y ni deja / testar las islas que van quedando?”. Habría que analizar todos los poemas de Trilce que comienzan con una estrofa de dos versos y ver si allí aflora una clave de lectura inédita. O no. No hace falta.

           Los suplementos dominicales, las contratapas y nosotros mismos nos hemos convencido de que Vallejo era un hombre triste: nos olvidamos que frecuentemente se reía. En los versos se reía. Por eso también me gusta este poema, porque se siente su risa: el establo, artefacto bíblico, aparece “divinamente meado / y excrementido”. Que la “inocencia” de los animales sea desmentida al tiempo que se proclama. Que haya, frente al pesimismo dariano de lo fatal, el optimismo congénito de la risa. Quienes somos animales de ciudad, experimentamos bastante menos con la mierda, al menos en su sentido literal. Pero cada tanto nos caga una paloma y hay quien asocia eso con un fenómeno feliz, una ocurrencia celestial. Que lo es, por cierto, porque esa excrecencia suele ir del cielo hacia el suelo.

           Y ahí el cambio de ritmo: Cristo, o su brisa tutelar, ya está en el poema. Hemos cambiado unos minutos, unos siglos más. Las divinidades paganas son la infancia de la humanidad, su despertar. Vallejo sabe reír, pero claro, también sabe rezar. Un gallonuestro. Reír y rezar. Y en esa tensión está la travesía espiritual. El verso acelera e invita a la comparecencia del panteón soberbiamente no monoteísta (¿Qué querrá decir eso?), hasta la “ilusión monarca” (¿Qué querrá decir eso?, por lo pronto, es también el título de lo mejor que escribió el ilustre Marcelo Cohen, una ficción de presidio en forma de nouvelle, de tema isleño). El diálogo entre las estrofas no es de corifeos amables, no hay transiciones ni small talk: todo sucede como si en cada estrofa volviéramos a “comenzar”, y en cada estrofa Vallejo reinventara la forma en que quería decir lo que quería decir. Una fuga hacia adelante. En cada verso escribir como si no hubiera un plan, un quinquenio por delante. Supongo que a eso llaman “modernidad”.

           Al cierre lo quiero demasiado como para intentar un elogio. Porque el cambio introduce la reflexión, sobre el recorrido o la travesía inmediatamente previa, pero deja una recompensa: un convite a la supervivencia, cuando ya no hay lugar para retroceder. La reflexión fue casi todo para mí, cuando era mucho más viejo. Creo ser un poco más joven, pero sigo sin darme cuente que se puede reflexionar de otra manera. Se puede reflexionar cantando: un kikiriki (libro pródigo en estos gritos de guerra, Trilce). En voz baja, rezando. En voz alta, riendo. ¿A quién le habla Vallejo en el poema? Al gallo en su lengua nativa. A mí, preso en mi natividad.

           Un presidiario italiano escribió famosamente que una crisis consiste en que lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina de nacer: estaba describiendo un despertar. Cada vez que despertamos adviene una crisis. Y no sabemos muy bien qué va a pasar. Vallejo termina con una celebración del no saber, porque lo que no sabe tiene que ser imaginado o restituido por una fuerza suplementaria, que permita persuadir a la Historia y la Naturaleza de nuestra existencia cotidiana. Una fuerza que, se ha dicho, habita en algunos poemas. Si un gallo supiera hablar, no lo entenderíamos.

PD: ningún gallo fue lastimado durante la escritura de estas notas.


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