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El último dandy. Un homenaje a Hugo Padeletti (Alc...

El último dandy. Un homenaje a Hugo Padeletti (Alcorta, 1928 – Buenos Aires, 2018)

por Beatriz Vignoli

 

Si vivir
es ser yo entre las cosas[1]

 Sueño del 22 al 23 de mayo de 2017:

Me llama Hugo Padeletti y tengo con él una larga charla sobre una futura muestra de sus dibujos en el Museo Rosa Galisteo de Rodríguez en Santa Fe. Me cuenta muchas ideas que tiene y no alcanzo a preguntarle datos concretos que necesito urgente para su biografía de la muestra. Viene mi madre y se empecina en que va a cantar el Himno Nacional en la inauguración de la muestra. Quiero explicarle que no se estila hacer eso, pero no me escucha.

 

           ¿Cómo empezar a escribir, ante su flamante ausencia, sobre un poeta cuya obra, para quien tipea estas líneas, ha sido menos una influencia que un medio circundante, en el sentido en que el agua es el medio del pez? Y nadie menos capacitado para opinar objetivamente sobre el agua que un pez. No la ve; la respira. Habita aquella extrañeza. Sumido en ella como en una íntima familiaridad, la desconoce. No sabe qué decir.

           Tuve la fortuna de viajar a Buenos Aires a visitarlo en virtud de una entrevista que me encargó la revista Hablar de Poesía[2], agradecido como estaba él además por mi reseña de La atención.[3] Y aquel fue el comienzo de un diálogo. Tantas cosas que no le pregunté porque creí saberlas al verlo hablar de sí mismo en relación con cualquier cosa que él veía en su casa, ordenada para armonizar consigo mismo; todo parecía dicho por ese frescor de lavanda de verdad (no de Poett) con que se oxigenaba el aire cuando él explicaba la armonía de complementarios entre el color de la flor de la lavanda

                                               su alejado
verdor, su concentrado
azul-violeta[4]

           …y el amarillo que era su color, el de Mercurio, el de los limones que como acentos luminosos de naturalezas muertas insisten en la poesía de Hugo Padeletti; limones ante los cuales él no cesa de maravillarse en su serie “Limones”, parodia seria de “Trece maneras de mirar un mirlo”, de Wallace Stevens, o de los “casos de la rosa” de su precursor (el apellido puesto aquí parece una broma) Arturo Fruttero. ¿Cómo hablar de poemas que son composiciones: musicalmente, pictóricamente?

           Y a este interior sin exterior llegan unas líneas de un filósofo. Con suerte, ellas van a constituir “la hebra”, “la punta” por donde empezar a hilar algún relato posible.

El rastro es la manifestación de una cercanía, por muy lejos que pueda estar aquello que lo deja. El aura es la manifestación de una lejanía, por muy cerca que pueda estar aquello que la irradia.[5]

           El rastro, como concepto, sirve para definir los dibujos de Hugo Padeletti; mientras que sus poemas –aquellas composiciones poéticas con procedimientos de verso medido, de los que se desprende una graciosa musicalidad– pueden ser analizados como un trabajo casi pictórico sobre lo aurático. En algún momento intuí que debía vincular a Padeletti con el barroco, pero no se me ocurría bien cómo. Alejandro Crotto, hablando sobre el último poema citado en esta nota, aporta: “No hay un solo momento del poema que no esté metrificado. Padeletti compone a partir los fundamentos métricos del verso imparisílabo forjados en los Siglos de Oro. Su verso es el verso de la tradición castellana pasada por un doble tamiz: musical (en el sentido de ‘ligero’) y plástico”. Agrego que ese diálogo con la tradición es un rasgo fructífero del alto modernismo.

           Preciosismo en el lenguaje y rigor en el ritmo configuran un espacio donde la lejanía constitutiva del aura se despliega; ese espacio resulta inseparable del tiempo. El tiempo es el de la contemplación, y también el de la memoria, aquello que Benjamin llamaba la “prehistoria” de la experiencia; más que un espacio-tiempo einsteniano es un tiempo-espacio, más cercano a una concepción bergsoniana o “primitiva” de la unidad entre tiempo y espacio: un “akasha”. Y el poema es el aroma, el aura de lo contemplado.

           Cada verso de Padeletti condensa una riqueza de lecturas filosóficas, que su mente hirvió y bebió como si se tratara de hojas de té. Porque además no se trataba solamente de decir algo significativo, ni de hacer algo bello. Era eso y mucho más. Quienes pudimos saber cómo vivía, conocimos a un poeta y artista plástico para quien la poesía y el arte, al igual que cualquier otra práctica que tuviera algo que ver con la posibilidad de crear algún tipo de orden en un ámbito mínimo (decorar la casa, poner la mesa, vestirse, mantener una conversación, consultar un oráculo o dar una lectura) eran algo así como lo que en Japón se denomina un do: un acto de refinamiento vital.

            En esto fue único en su medio. Nada más lejos del humo y el desorden bohemios, el sonido y la furia de algunos de sus coetáneos, que aquella manera que tuvo de hacer música con la palabra y de rodearse de belleza. Sonrió con esa risa seria que tenía, esa risa suave pero poderosísima que parecía soltar los tensores de la amargura del mundo (era serio como un niño, para reír) cuando leyó la frase de una carta de Van Gogh que cité como descripción de la gracia inefable de su poesía: “una alegría japonesa”. Recapitular lo escrito sobre su obra por quien esto escribe es como juntar collages, colchas de retazos, obras de pasajes, “jironadas”. Le gustaba hacer collages:

Componer un poema
con retazos
me gusta.[6]

           La poesía le orquestaba el pensamiento ahíto de lecturas, se lo realizaba como forma. Era la forma la que daba sentido a su pensamiento poético, y en esto la poesía de Padeletti fue la poesía de un músico. O de un coreógrafo, él que de joven en Rosario disfrutaba yendo a ver a la compañía de Martha Graham en el teatro El Círculo. O de un pintor, con una mirada educada por los maestros locales, humildes y luminosos cultores de la naturaleza muerta: Augusto Schiavoni, Manuel Musto. La música es un arte abstracta: en el principio fue la forma. Hay que buscar a Padeletti en las antípodas de la catarsis, del grito expresionista del poeta que se expresa. Él coincidía plenamente con Walter Pater en que la música es la más importante de las artes. La unidad de las artes, con la música en el centro, fue un ideal central en el esteticismo filosófico que rigió como una norma ética su poesía. Decir “esteticismo filosófico” es un oxímoron, una paradoja. Pero es que no se trata de una pesada poesía ensayística ni de un etéreo culto de la forma per se, sino de un equilibrio.

           Hay un poema al cual él consideraba una ars poetica, una reflexión sobre su quehacer. El título juega con el de un tratado de estilística del siglo I que, traducido al inglés, fue muy útil a la prosa victoriana[7]. Para Padeletti, ese poema era también una muestra de su particular método de composición, que él llamaba “crear sus propios pies”. Un pie, en este contexto, designa un módulo rítmico; es decir, un esquema, a repetir, de cierto número de sílabas con una cierta alternancia de sílabas con y sin acento. Pies para el verso libre era una novedad. Pero valga la ambigüedad del término.

           Porque algo que lo divertía mucho era acordarse, en su casa taller en el barrio porteño de San Telmo, de que si bien Demetrio era un estilista retórico del helenismo (dato que sólo me apareció unos años después, gracias a mis invocaciones rituales a San Google), Demetrio era además la razón social y el nombre del dueño de una sedería en la calle San Luis, de la ciudad de Rosario, ciudad en la Facultad de Filosofía y Letras (luego Humanidades y Artes) de cuya universidad Hugo estudió en su juventud y enseñó Estética en su madurez. A media cuadra de la Facultad había y sigue habiendo una sandwichería donde el triple de rosbif valía por un frugal almuerzo, en un arte de vivir que también nos transmitió. Y su poema empieza con una referencia literal a la seda, que de inmediato se desenrolla en un despliegue metafórico en torno a la escritura:

Demetrius on style (fragmento)

Lo primero es la hebra. Lo que sigue
[…]
depende. Largamente
se rehace. Si vive
sobrevive. 

Suele ser caprichosa
la punta, una ocurrencia
casual:
el vuelo de una mosca, los humores
del mar, un pensamiento
de Marco Aurelio. Acaso,
jubiloso, un monumento
de retamas en flor —la inteligencia
de su ahora amarillo.[8]

           Con el módulo rítmico creado por él mismo (y que se hace patente cuando se leen en voz alta los citados versos), el poeta compone la música del poema, música que le otorga cohesión. Dado un alto grado de cohesión, es permisible un bajo grado de coherencia y a este permiso se lo otorga también, porque el poema vacila en cuanto a su sentido, haciendo en su proceso de creación “a la vista” lo mismo que cuenta el poema: lo que hace un gusano de seda que se fabrica su propio habitáculo con un hilo de baba.

           Y el trac-trac del poema (ritmo que va desplegando el hilo de su sentido) tiene la cadencia repetitiva del girar en la rueca del huso con el que la hilandera transforma una masa de materia orgánica desechada en algo que podrá tejerse: el sostén de una trama.

           El punto de partida de la producción de sentido sería aquí el azar, lo encontrado, la punta caprichosa: el poema parte de la nada, del sinsentido. Pero puede fallar. La mariposa puede no nacer nunca. Este comienzo de poema, y no sólo el texto del poema sino lo omitido por el autor en el texto (la jubilosa y risueña asociación entre Demetrio el estilista del siglo I y Demetrio el pedestre vendedor de seda por metro) habla de un modo lúdico y perplejo de agenciarse significantes y componer significados que quizás sea específico de una época (la generación del ‘50, la de quienes se reunían en el bar Ehret o en la librería Signos) y de una región: la provincia de Santa Fe. Habla de una identidad de forma, de fraseo y lenguaje, de extrañeza y familiaridad ante la palabra y sus posibilidades como material de la creación. Una creación que no dialogaba con la realidad opaca que la rodeaba (a menos que pudiera organizarla), sino que hacía mundo: montaba tienda en el desierto, acampaba a la intemperie. Se fabricaba su propio habitáculo con un hilo de baba y hacía del lenguaje la morada del ser, aunque cada cual tuviera opiniones divergentes sobre Heidegger, aunque Padeletti hubiera estudiado Ser y tiempo hasta el surmenage y sus colegas odiaran al autor alemán. Padeletti viajó a la India, aunque no se jactara de ello. No se jactaba de nada. Era la cortesía personificada, lo cual no quitaba que diera opiniones contundentes cuando las sentía necesarias.

           Una “hebra” o una “punta” posible para pensar su obra en su contexto regional es un lapsus de quien escribe, haber confundido el año pasado los títulos de dos series de poemas por autores de una misma generación: “Epigráfica del Ehret”,[9] de Aldo Oliva y “Apuntamientos en el Ashram”,[10] de Hugo Padeletti.

           Hay en común a las dos frases, a los dos títulos, una palabra que designa la escritura; un término autorreferente, digamos. Unida a ella por alguna construcción preposicional, ya sea morfológica o sintáctica, viene un topónimo exótico. Así se trate o de un término de la arquitectura sagrada hindú, se le adjudica el valor indicial de nombre de cierto lugar. Y se supone que fue en un espacio sagrado de la India, un monasterio quizás, donde Padeletti apuntó, tomó apuntes, le llevó el apunte a lo contemplado. El apunte no es la obra; implica la modestia de reconocer que el texto que se escribe es fragmentario y pertenece a un género menor, pero decir “Ashram” es apelar a la complicidad en torno al exotismo de un topónimo, uno que forzosamente establece comunidad de sentido. ¿Cuántos sabían o saben de qué es índice “Ehret”? ¿De cuántos se puede esperar que hayan estado en un ashram? Y sin embargo, el nombre exótico designa justamente el lugar donde se escribe. O donde fue hallado el texto, en una ficción arqueológica del orden de “manuscritos de Qumrán”.

           Acá tenemos algo. Tenemos un sujeto que perteneció alguna vez o habría pertenecido a un círculo de autores que escribe o escribió meros fragmentos para algunos iniciados en un lugar al que se nombra como exótico. Sin duda hay algo de humorístico en esa fantasiosa forma de decir que lo importante es dónde, desde dónde se escribe, para en un mismo giro localizar la propia escritura y deslocalizarla. Porque Ehret es un simple apellido, ashrams puede haber en cualquier parte del mundo y un bar constituye un amparo precario para esos precarios textos. En un ashram reina el silencio y en un bar, el ruido. En uno se practica la austeridad y en el otro se festejan ciertos excesos. En uno se reniega del ego y en otro se cultiva la jactancia. Ninguno de esos lugares fue creado para escribir, para inscribir el propio nombre en un idioma y en una literatura. Sin embargo hay algo así como ficciones de institución en ambos nombres.

           Hugo Padeletti creció a la intemperie santafesina de la década infame. Nació un 15 de enero, al caluroso verano de la Pampa, con el sol en Capricornio, signo de tierra regido por Saturno, cuya órbita de casi 30 años rodaría por su vida tres veces. Le atribuía la lentitud con que se le daban las cosas al tener muchos planetas en signos de tierra. Vivió con poco. Se agenció de mucho capital simbólico, todo el que pudo, y con él construyó sus obras. Creó orden simbólico en medio del vacío, el tedio y el agobio de un mundillo provincial corrupto y desencantado. Llegó a tener discípulos que lo veneraron como maestro y que escuchaban cada palabra suya en actitud de sorber el agua de una napa profunda de sabiduría sobre la cultura universal. Llegaron, tanto él como otros poetas de su generación, a tener enemigos que los denostaban llamándolos “demiurgos”. “Demiurgo” es un genio que crea un mundo; en los años ‘60 era un insulto. “El artista es un buscador de sentido”, dijo Hugo Padeletti en una visita guiada a su exposición antológica en el Centro Cultural Parque de España de Rosario. [11]

           Es preciso apuntar este epigrama. No dijo: “un creador de belleza”.

           Y sin embargo…

           Más que pensarlo sincrónicamente en una compañía de coetáneos demasiado incómoda (ese geriátrico para los muertos en que se convierte la historia de la literatura) conviene situarlo en un “linaje” de “poetas secretos” y sutiles junto con Beatriz Vallejos, como acertadamente sugirió Daniel Gigena[12] (de su lista, voto por Vallejos).

           Entonces: los apuntamientos (Padeletti), la epigramática (Oliva) pertenecen a la categoría de los rastros; el Ehret (Oliva), el Ashram (Padeletti) nombran lo aurático.

           ¿Cuál será el destino de esta obra ahora que la extinción de la vida del autor la separa para siempre, ante sus nuevos lectores, de aquel savoir vivre que fue su vida?

 

Sueño del 18 al 19 de febrero de 2018:

Viajo a Buenos Aires a entrevistar a Hugo Padeletti. Llego a una oficina, me siento en el piso y lo mando llamar. Una mujer madura que atiende al público lo llama y él viene. Hugo me dice que no está bien darme una segunda entrevista si no se publicó la anterior y me reprocha que todavía no haya salido publicada la entrevista que le hice la semana pasada. Pienso que es martes y que hoy debería haberse publicado, pero por desinteligencias con el jefe de redacción salió otra nota. Le explico esto último pero no le digo la verdadera razón de por qué le hacemos tantas notas, que es que está por morirse. Pienso que ya que el diario ha invertido el dinero de mis viáticos, tanto en el viaje de la semana pasada como en este, yo podría aprovechar ya que estoy en Buenos Aires para entrevistar a Hugo Padeletti.

Me voy despertando mientras medito en el enigma de esta duplicidad.

 

Escuchar a Hugo Padeletti leer Demetrius on style (gentileza de Verso)

 

[1] Padeletti, Hugo: “¿Un poema…?” En La atención. Obra reunida. Poemas verbales, poemas plásticos. 1999, UNL / Bajo la Luna. Tomo III, p. 84

[2] Vignoli, Beatriz: “Diálogo con Hugo Padeletti” En Hablar de poesía #6, año III, noviembre 2001

[3] Vignoli, Beatriz: “Una alegría japonesa” En Hablar de poesía #5, año III, junio 2001

[4] Padeletti, Hugo: “Lavándula Vera”. Op cit., Tomo II, p. 166

[5] Benjamin, Walter: Das Passagen-Werk, Gesammelte Schriften, vol. V.1, Frankfurt del Meno, Suhrkamp, 1998, p. 560 [trad. cast.: Obra de los pasajes, libro V/vol. 1, Madrid, Abada, 2013]

[6] Padeletti, Hugo: “Ahora-todo” Op cit., Tomo II, p. 120

[7] Demetrius: Demetrius On style: The Greek text of Demetrius “De elocutione”. Editor, William Rhys Roberts. University Press, 1902

[8] Padeletti, Hugo: Op cit., Tomo II, p. 144

[9] “Epigráfica del Ehret” es una serie de cuatro poemas de Aldo Oliva (1927–2000), publicada por primera vez en César en Dyrrachium (1986) y que cobró forma definitiva en De fascinatione (1997).

[10] Padeletti, Hugo: Apuntamientos en el Ashram y Otros Poemas, 1944-1959. Bajo la Luna, 1991.

[11] Eternidad del instante. Retrospectiva antológica de obra plástica y poética de Hugo Padeletti en el Centro Cultural Parque de España (2005, Rosario). Curadoras: Beatriz Vignoli y Florencia Abbate.

[12] “Durante años, quizá porque publicar le importaba menos que escribir, fue un poeta de culto, igual que otros de su linaje, como Arnaldo Calveyra, Hugo Gola y Beatriz Vallejos”.

Daniel Gigena: “Hugo Padeletti: ‘La vida es abierta, lo cerrado está más relacionado con la muerte’”. Entrevista publicada en la sección Cultura del diario La Nación el 14 de septiembre de 2015.


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