Los libros y la rosa

LOS LIBROS Y LA ROSA

por Alejandro Crotto

La noche del miércoles 13 de julio de 1977, Borges terminaba su conferencia intitulada ¿Qué es la poesía? con un verso de Angelus Silesius, que dijo primero en castellano y después en alemán:

La rosa es sin porqué; florece porque florece.

Die Rose ist ohne warum; sie blühet wed sie blühet.

Había afirmado, apenas antes, que la belleza no es un resultado al que lleguemos tras una cadena de razonamientos, sino algo inmediato: una sensación física, primitiva, que se nos impone. Esta alusión de Borges a la vanidad de analizar la belleza es el final de un recorrido que se había iniciado más de cuatro décadas atrás desde el extremo opuesto. Efectivamente, en la revista Sur había escrito en 1933:

…Die Rose ist ohne warum; la rosa es sin porqué, leemos en el libro primero del Cherubinischer Wandersmann de Silesius. Yo afirmo lo contrario, yo afirmo que es imprescindible una tenaz conspiración de porqués para que la rosa sea rosa. Creo que siempre pasan de a una las causas de la instantánea gloria o del inmediato fiasco de un verso. Creo en los razonables misterios, no en los milagros brutos…

    La pregunta que plantea este recorrido de Borges no es menor: ¿tiene sentido analizar un poema? La respuesta es sencilla, creo: muchas veces los análisis procedimentales, las contextualizaciones, las hipótesis genealógicas, las perífrasis explicativas, las interpretaciones, son ocasión de que suceda esa sensación física que llamamos poesía. En ese sentido, el recorrido de Borges desde el fervor analítico a la tácita censura quizá pueda ser para nosotros una indicación sobre la mejor forma de hablar de poesía: recordando que no se trata de diseccionar algo vivo, sino de hacerle espacio, de darle su lugar. Que no se trata, al fin y al cabo, de explicar nada, sino de recrear un entusiasmo.

    Tomemos el poema “Un soldado de Lee (1862)”, de Borges, escrito en 1966:     

        UN SOLDADO DE LEE (1862)

        Lo ha alcanzado una bala en la ribera 
        de una clara corriente cuyo nombre 
        ignora. Cae de boca. (Es verdadera 
        la historia y más de un hombre fue aquel hombre).

        El aire de oro mueve las ociosas 
        hojas de los pinares. La paciente 
        hormiga escala el rostro indiferente. 
        Sube el sol. Ya han cambiado muchas cosas

        y cambiarán sin término hasta cierto 
       día del porvenir en que te canto 
        a ti que, sin la dádiva del llanto,

        caíste como cae un hombre muerto. 
        No hay un mármol que guarde tu memoria; 
        seis pies de tierra son tu oscura gloria.

    El poema reúne dos aspectos centrales de la poesía de Borges. Tendemos a olvidar que Borges era a los veinte años un poeta vanguardista que, en la estela de Whitman, basaba su poesía en la aprensión inmediata de la realidad sensorial, así, por ejemplo, en “El sur”:

       Desde uno de tus patios haber mirado
       las antiguas estrellas,
       desde el banco de sombra haber mirado
       esas luces dispersas
       que mi ignorancia no ha aprendido a nombrar
       ni a ordenar en constelaciones,
       haber sentido el círculo del agua
       en el secreto aljibe,
       el olor del jazmín y la madreselva,
       el silencio del pájaro dormido,
       el arco del zaguán, la humedad
       –esas cosas, acaso, son el poema.

   El descuido en la versificación y en la repetición de la palabra “mirado” como final de verso, el descuido de la rima asonante entre “estrellas” y “dispersas” que enseguida se abandona, la abolición de la dimensión mítica de las constelaciones, simplificadas sus estrellas en “luces dispersas”, la omnipresencia de imágenes (visuales, auditivas, odoríferas, táctiles): todo apunta a recrear en el lector una inmediatez sensorial. El Borges vanguardista escribirá tres libros de poemas durante la década del veinte, y luego no publicará más libros de poesía hasta El hacedor, en 1960. En su prólogo, dedicado humildemente a Lugones (de quien el Borges vanguardista se había burlado repetidas veces), Borges deja atrás ese mundo sensorial para internarse en otros goces:

Los rumores de la plaza quedan atrás y entro en la Biblioteca. De una manera casi física siento la gravitación de los libros, el ámbito sereno de un orden, el tiempo disecado y conservado mágicamente. A izquierda y a la derecha, absortos en su lúcido sueño, se perfilan los rostros momentáneos de los lectores, a la luz de las lámparas estudiosas, como en la hipálage de Milton. Recuerdo haber recordado ya esa figura, en este lugar, y después aquel otro epíteto que también define por el contorno, el árido camello del Lunario, y después aquel hexámetro de la Eneida, que maneja y supera el mismo artificio:

Ibant obscuri sola sub nocte per umbras.

   “Los rumores de la plaza quedan atrás y entro en la Biblioteca”: ahí está todo. La plaza es metonimia evidente de esa poesía primera ligada a lo sensorial, a lo que nos es común a todos. Y en contraposición aparece la Biblioteca: un mundo hecho de goces como el de demorarse en el uso de la doble hipálage en Virgilio, y en el cual las referencias culturales serán una constante. Aun cuando los poemas sean intensamente personales, lo serán a través de una mediación cultural. Versos tan necesarios e inmediatos como estos, por ejemplo:

Dame, Señor, coraje y alegría
para escalar la cumbre de este día.

aparecerán el final de un soneto que se llame “James Joyce” y que empezará diciendo abstractamente: “En un día de un hombre están los días / del tiempo…”, y después hablará de “Cartago aniquilada” y de lo “Eterno” con mayúscula.

   Dos polos, entonces. Y en el cruce de ambos, en el cruce entre la inmediata sensorialidad y el goce de la especulación intelectual o metafísica, nacerán muchos de los mejores poemas de Borges. “Un soldado de Lee (1862)”, por ejemplo. El título es una referencia cultural, e incluye un guiño a la tradición que desde la Ilíada se ocupa de resaltar la dignidad del bando vencido, pero enseguida los versos recrean un suceso urgente: la muerte de un hombre. “Lo ha alcanzado una bala”, “Cae de boca”, y después se ocupa de construir vívidamente la escena: desde el marco general (“El aire de oro mueve las ociosas / hojas de los pinares”) al detalle de la hormiga que sube por la cara del muerto. Ese cuadro de naturaleza plácida con un soldado tendido recuerda un poema de Rimbaud, del cual Borges evidentemente se está haciendo eco:

        LE DORMEUR DU VAL

        C’est un trou de verdure où chante une rivière,
        Accrochant follement aux herbes des haillons
        D’argent; où le soleil, de la montagne fière,
        Luit: c’est un petit val qui mousse de rayons.

        Un soldat jeune, bouche ouverte, tête nue,
        Et la nuque baignant dans le frais cresson bleu,
        Dort ; il est étendu dans l’herbe, sous la nue,
        Pâle dans son lit vert où la lumière pleut.

         Les pieds dans les glaïeuls, il dort. Souriant comme
         Sourirait un enfant malade, il fait un somme:
         Nature, berce-le chaudement: il a froid.

         Les parfums ne font pas frissonner sa narine;
         Il dort dans le soleil, la main sur sa poitrine,
         Tranquille. Il a deux trous rouges au côté droit.[1]

   La indiferencia del mundo natural ante las tragedias humanas aparece en los dos poemas. Pero mientras en Rimbaud la escena es el soneto, en Borges nace, a partir de la atenta participación en la escena, la dimensión especulativa sobre los cambios incesantes y la misteriosa red de las causas y los efectos. El poema realiza en su sintaxis ese dinamismo –que nos lleva desde el presente de la acción del poema hasta el presente de la escritura: “…Sube el sol. Ya han cambiado muchas cosas. / Y cambiarán sin término hasta cierto/ día del provenir en que te canto”– e incluye dos alusiones literarias precisas. Por un lado el “E caddi come corpo morto cade” de Dante, que en el poema indica la conmoción piadosa ante el destino de otro. Y por otro, del Heimskringla, el ofrecimiento de los seis pies de tierra (“y ya que es tan alto, uno más”) hecho por Harold, Hijo de Godwin, y que señala en el poema el reconocimiento de la valentía como virtud admirable.

  Esa tensión entre la recreación del escenario natural y la dimensión especulativa reaparece plenamente en el pareado final: “no hay un mármol que guarde tu memoria; / seis pies de tierra son tu oscura gloria”. Mármol-memoria y tierra-gloria son los pares en tensión. Por un lado el mundo del mármol asociado a la cultura (que es aquello que se conserva como memoria de la especie), y por el otro el mundo natural, el mundo de la inmediatez sensorial, la tierra asociada a la “oscura gloria” que por un lado se cierra en sí misma y por otro pertenece a un orden mayor que es incesante y que si bien no nos necesita, tampoco nos rechaza. Pero la tensión entre esos dos polos trasciende su antagonismo: participar de ese orden incesante es condición necesaria en el poema para el nacimiento del goce especulativo, para el goce de la escritura y el canto.

 

[1] El durmiente del valle

Un hoyo de verdor, por el que canta un río / enganchando, a lo loco, por la hierba, jirones / de plata; donde el sol de la montaña altiva / brilla: una vaguada que crece en musgo y luz. // Un soldado, sin casco y con la boca abierta, / bañada por el berro fresco y azul su nuca, / duerme, tendido, bajo las nubes, en la hierba, / pálido, en su lecho, sobre el que llueve el sol. // Con sus pies entre gladios duerme y sonríe como / sonríe un niño enfermo; sin duda está soñando: / Naturaleza, acúnalo con calor: tiene frío. // Su nariz ya no late con el olor del campo; / duerme en el sol; su mano sobre el pecho tranquilo; / con dos boquetes rojos en el lado derecho. (La traducción es de Javier del Prado. Rimbaud escribió este poema cuando tenía 16 años)


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